CAPITULO I
EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD SE ENFRENTAN
CON LA MAS PROFUNDA CRISIS DE VALORES QUE REGISTRA SU EVOLUCION
Está en nuestro ánimo la
absoluta conciencia del momento trascendental que vivimos. Si la historia
de la humanidad es una limitada seria de instantes decisivos, no cabe duda
de que gran parte de lo que en el futuro se decida a ser dependerá de los
hechos que estamos presenciando. No puede existir a este respecto divorcio
alguno entre el pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hombre
se enfrentan con la crisis de valores más profundad acaso de cuantas su
evolución ha registrado.
La conclusiones de los
congresos últimamente celebrados en el mundo prueban en cierto modo la
universalidad de esta persuasión. El Congreso Internacional de Roma de
1946, el III Congreso de las Sociedades de Filosofía de Lengua Francesa de
Bruselas en 1947, el de Edimburgo de 1948 y el de Amsterdam evidencian que
la inquietud intelectual ha llegado a un momento decisivo.
Es posible que la acción de
pensamiento haya perdido en los últimos tiempos contacto directo con las
realidades de la vida de los pueblos. También es posible que el cultivo de
las grandes verdades, la persuasión infatigable de las razones últimas
hayan convertido a una ciencia abstracta y docente por su naturale3za en
un virtuosismo técnico, con el consiguiente distanciamiento de las
perspectivas en que el hombre suele desenvolverse.
Acaso sobre el gran fondo
filosófico que es la VERDAD hay prevalecido una cuestión de tendencias,
ajenas al ansia de conocimiento a cuya satisfacción debería consagrarse
toda fuerza creadora. En ausencia de tesis fundamentales defendidas con la
perseverancia debida, surgen las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar el
desconcierto.
CAPITULO II
SI LA CRISIS MEDIEVAL CONDUJO AL
RENACIMIENTO, LA DE HOY, CON EL HOMBRE MAS LIBRE Y LA CONCIENCIA MAS
CAPAZ, PUEDE LLEVAR A UN RENACER MAS ESPLENDOROSO
Los problemas sustantivos no
han sido resueltos en el tiempo, tal vez porque existe un problema y una
verdad demostrable para cada generación. Quizá, para cada generación sean
siempre los mismos tal problema y tal verdad.
Los griego de Sócrates, se
formulaban grandes preguntas: el ser, el principio, la virtud, la belleza,
la finalidad, y trataron de formular debidamente sus tablas de Moral y sus
principios de Etica. No es lícito dar tales problemas por juzgados para
permitirnos después extraviar al hombre –que ignora las viejas verdades
centrales- con nuevas verdades superficiales o con simples sofisma. El
hombre está hoy tan necesitado de una explicación como aquellos para
quienes Sócrates, tantos siglos atrás, forzaba sus problemas.
A los pueblos han sido
descubiertos hechos de asimilación no enteramente sencilla. Se ha
persuadido al hombre de la conveniencia de saltar sin gradaciones de un
idealismo riguroso a un materialismo utilitario; de la fe a la opinión, de
la obediencia a la incondición.
La libertad, conquista máxima
de las edades modernas, no se produjo acompañada de una previa
reestructuración de sus corolarios. Es posible que hubiese cierta
improvisación en tal victoria, porque siempre resulta difícil establecer
el orden entre las tropas que se apoderan de una ciudad largamente
asediada.
La edad del materialismo
práctico, por otra parte, ha correspondido con un gigantesco progreso
económico. Una de sus característica ha sido la de reducir las
perspectivas íntimas del hombre. Este no posee la misma medida de su
personalidad a la sombra del olmo bucólico que junto al poderío
estruendoso de la máquina.
Debemos preguntarnos si, al
sobrevenir las radicales modificaciones de la vida moderna, se produjeron
las oportunas, orientaciones llamadas a equilibrar al hombre conmovido por
la violenta transición al espíritu colectivo.
Preclaros cerebros han
intentado advertir al mundo del peligro que supone que el hecho o haya
tenido un prólogo ni una preparación; de que no se haya adaptado
previamente el espíritu humano a lo que había de sobrevenir. El hombre
puede desafiar cualquier contingencia, cualquier mudanza, favorable o
adversa, si se halla armado de una verdad sólida para toda la vida. Pero
si ésta no le ha sido descubierta al compás de los avances materiales, es
de temer que no consiga establecer la debida relación entre su yo medida
de todas las cosas; y el mundo circundante, objeto de cambios
fundamentales.
En tal coyuntura la filosofía
recupera el claro sentido de sus orígenes Como misión pedagógica halla su
nobleza en la síntesis de la verdad, y su proyección consiste en un
“iluminar”, en un llevar al campo visible formas y objetos antes
inadvertidos; y, sobre todo, relaciones. Relaciones directas del hombre
con su principio, con sus fines con sus semejantes y con su realidad
mediatas.
De los elevados espacios,
donde las razones últimas resplandecen, procede la norma que articular el
cuerpo social y corrige sus desviaciones.
CAPITULO III
LA PREOCUPACION TEOLOGICA
Entra en lo posible que las
tradiciones muertas no resuciten. Si el pensamiento humana, considerado
como tesoro de conceptos, se ira a través del ritmo vertiginoso y febril
de la vida actual, puede que aparezca como un campo desolado, escenario de
patéticas batallas. Es posible también que muchas tradiciones caídas no
sean adaptables al signo de la presente evolución y que otras hayan
perdido incluso su objeto. En cierto modo era éste el panorama de la
humanidad en los albores de la Edad Media: se consideraban suficientemente
definidas algunas verdades, pero aun éstas aparecían cerradas y
custodiadas, y el pueblo se alimentada sólo de fe. La verdad socrática, la
platónica y la aristotélica no fueron textos prácticos para el medioevo,
que había perdido, en el fragor de una terrible crisis, todo contacto con
la continuidad intelectual del pasado. Es cierto que no resucitaron
entonces muchas tradiciones, pero con los restos del naufragio, el
pensamiento humano elaboró, a la luz de la fe, que es indeclinable, una
nueva mística, con un nuevo contenido.
El Renacimiento prueba que el
camino es un factor asequible al hombre en todo momento No es el riesgo de
nuestra crisis el que debieron arrostrar las islas pensantes de la Edad
Media: el nuestro es, simplemente, un rigor de otra clase. No tiene ante
si, o no cree tenerlo un infinito. No da la sensación de producirse para
el tiempo, sino para el momento.
Se diría de algunos que les
preocupan menos las verdades que las apariencias, y menos la visión de lo
último y lo general que lo inmediato y personal. La marcha fatigosa y
rápida de la evolución social, con de la económica han trastornado los
habituales paisajes de la conciencia.
No es frecuente hallar seres
que posean una perspectiva completa de su jerarquía. La conquista de
derechos colectivos, ha producido un resultado ciertamente inesperado: no
ha mejorado en el hombre la persuasión de su propio valer. Esa miopía para
la nobleza de los valores procede posiblemente de una deficiente
pedagogía.
Caracteriza a las grandes
crisis la enorme trascendencia de su opción. Si la actual es comparable
con la del medioevo, es presumible que dependa de nosotros un
Renacimiento más luminoso todavía que el anterior, porque el nuestro,
contando con la misma fe en los destinos, cuenta con un hombre más libre,
y por lo tanto, con una conciencia más capaz.
El gran menester del
pensamiento filosófico puede consistir, por consiguiente, en desbrozar ese
camino, en acompasar la expectación del hombre el progreso material con el
espiritual.
CAPITULO IV
LA FORMACION DEL ESPIRITU AMERICANO Y
LAS BASES DE LA EVOLUCION IDEOLOGICA UNIVERSAL
La primea preocupación fue
necesariamente la teológica. El conocimiento precisaba luz con que enfocar
los objetos, o un espacio iluminado donde situarlos para su examen
posterior. El Origen era el factor supremo y natural de este proceso
previo. Las inquietudes teológicas satisfacían en parte una necesidad
primaria y, después, condicionaba categóricamente toda otra traslación de
juicio sobre el existir.
La cultura condujo a
distinguir con mayor claridad las relaciones existentes entre lo
sobrenatural y el conocimiento; pero el carácter de aquella necesidad era
consustancial al alma humana, como vocación de explicaciones últimas o
como una conciencia de hallarse encuadrada en un orden superior Las
comunidades más avanzadas razonaban sobre el problema y a su modo, llegar
a humanizar en la mitología su presentimiento, mientras que las atrasadas,
necesitadas igualmente de una explicación, adoraron al Ser Supremo en las
cosas y objetos inanimados. Respecto a la explicación de ese estado de
necesidad, unido a la razón teológica por implacables vínculos, y por lo
que toca a señalar su vigencia, es indiferente la visión especificada de
las razas o grupos superiores o la tendencia primitiva y panteísta de las
tribus; ambas prueban, por igual, el carácter de esa necesidad.
Lo inexplicado residía sobre
objetos distintos, porque antes de que otras tradiciones estableciesen
conceptos terminantes sobre una inquietud universal se optaba sólo sobre
el objeto de la veneración. Así, los eleatas ensayaban un principio de
adoración en torno a su ser sustancia e inmutable y, en el mecanismo de
Demócrito, opera en la teoría sobre el movimiento de los átomos actuantes
lo que él creía una explicación material plausible a un problema formulado
de un modo general. Para Parménides hay ya un solo Dios, el mayor entre
los dioses y los hombres, que ni en su figura ni en su pensar se parece a
los mortales.
La humanidad empezaba a
escrutar ambiciosamente el silencio de los cielos. El pensamiento no se
conformó con la alegre orgía de los dioses mitológicos. Lo que el hombre
no podía hallar en la corte de Zeus, ejemplaridad y principios absolutos,
debía buscarlo por otros caminos. Platón, en el Eutifrón, concretará más
tarde ese “estar alerta” de Sócrates ante la máxima virtud, considerada
como resplandor de un Ser fuente del orden cósmico. El abismo de la
Teogonía de Hesíodo y el Apeiron, lo ilimitado, de Anaximandro, empezaba a
poblarse de luz ante la inquieta pupila humana. La fuerza que genera en lo
infinito será el principio del Amor. Símbolo inmediato de la acción de
crear asequible a nuestros sentidos, y más tarde su representación última
en la Omnipotencia.
¿Quién es Dios para que le
ofrezcamos sacrificios?, pregunta el Rig-Veda. Padre del Universo.
Prajapati, llama a este ser; el que todo parece subordinado. Idéntica
preocupación se nos formula en el logos griego, la palabra primera, la
primera voz, fuerza que encabeza posteriormente el Antiguo Testamento.
Era necesario ese “verbo” para diferencia a su luz el bien del mal, como
era necesario Prajapati para reconocer luego en su poder el atman hindú el
alma el “yo mismo”.
Cuando Platón afirma que Dios
es la medida de todas las cosas, cobra altura el hombre medida de todas
las cosas de Protágoras, porque entre ellas se hallan muchas a las que el
hombre no halla en la naturaleza una explicación razonable. Muchos siglos
después, un ilustre cerebro había de explicar con admirable sencillez el
proceso de esa inquietud. No tenía necesidad por cierto de apoyarse Victor
Hugo e la teoría de los druidas, dos mil años antes de Jesucristo, según
los cuales “las almas pasan la eternidad recorriendo la inmensidad”, para
preguntar, sobre la necesidad de un orden supremo, lo siguiente: ¿Y no hay
Dios? ¿Cómo el hombre, perecedero, enfermo y vil tendría lo que le falta
al universo? ¡La criatura llena de miserias tendría más ventajas que la
creación llena de soles! ¡Tendríamos un alma y el mundo no!. El hombre
sería un ojo abierto en medio del universo ciego. ¡El único ojo abierto!
¿Y para ver qué? ¡La nada!
No es imposible distinguir en
esas frases la enunciación feliz del problema del pensamiento antiguo.
CAPITULO V
LA FORMACION DEL ESPRIRITU AMERICANO Y
LA BASES DE LA EVOLUCION IDIOLOGICA UNIVERSAL
Cuando el Renacimiento lucha
por levantar de las ruinas los valores sustanciales no se apoya sólo en
la Revelación, ni en la disposición religiosa congénita del hombre. El
camino abierto por los griegos será método para los escolásticos y punto
de referencia para la reacción posterior. El Credo ut intelligam de Santo
Tomás informa toda una Edad humana.
Centra sobre un fin la esencia
y el existir; condiciona una ética y una moral y, acaso, por primera vez,
se relacione con ésta en jerarquía de necesidad, el libre albedrío, la
libertad de la voluntad, como requisito de la Moral. La tomística,
cualquiera que sea el curso ulterior del pensamiento, centró al hombre en
n momento decisivo ante un panorama hasta entonces confuso. Lo centró con
poder suficiente para negar los propios principios de que esta situación
procedía. En cierto modo, los adversarios del tomismo, por lo que a la
definición de los valores humanos respecto, son fruto suyo.
Cuando el romanticismo de
Spinoza califica a los Supremo de sustancia del Universo, se halla
estructurado ya un mundo de valores que servirá a la humanidad para
lanzarse a uno de sus más tremendos y eficaces esfuerzos. Lo planteado
habrá sido la crisis del espíritu europeo, la formación del espíritu
americano y la evolución ideológica universal posterior. A través de las
ideas religiosas del Renacimiento y de principios de la Edad Moderna el
hombre recibe del pensamiento helénico, como Israel desde el Sinaí, una
tabla de valores. Pero observemos que el resultado indirecto de tales
valores, al situar al ser humano ante Dios, fue definir la jerarquía del
hombre.
Poco después, Descartes habrá
desviado el ancho y ambicioso cauce con sentido vertical, para ofrendar a
una ciencia naciente y progresista la preocupación inicial del mundo
antiguo. El “pienso, luego existo”, dará como supuesto previo un orden,
una naturaleza establecida, un hombre. Y será indiferente a esta
enunciación la pertinaz pregunta última del hombre.
La filosofía empezara a
fragmentarse; aparecerá una alta especulación científica, consumada en
especialidades, dorada por los profundos intentos del racionalismo
kantiano, y otra de matices más prácticos, más directos, pero de contenido
inferior. En adelante, las preocupaciones serán inmediatas o específicas.
No existe punto ninguno de
contacto entre los problemas de Sócrates y los de Voltaire. La tendencia
ha cambiado de dirección. Lo que era movimiento vertical es ahora
traslación horizontal.
Compte verifica un hábil
escamoteo de objetivos: sustituye el culto de Dios por el culto de la
humanidad. Será, rigurosamente, el principio de una edad distinta, pero,
entendámonos, de una mutación históricamente necesaria y útil.
Se opera una revolución total,
grandiosa en sus aspectos materiales, pero tal vez mal acompañada de una
visión correcta de las perspectivas de fondo. Estas empiezan a esfumarse
de las operaciones intelectuales y con ellas se esfuma insensible y
progresivamente también la medida del hombre; la que éste poseía de su
situación y de las cosas, a través de sí, como reflejo de fuerzas
superiores. El progreso se acentúa en la técnica y en el movimiento
oficial, pero no se puede decir que vigorice por sí solo parcelas íntimas
antaño regadas por la intuición de las magnitudes cósmicas.
CAPITULO VI
LA REALIZACION PERFECTA DE LA VIDA
Cuando llegamos a Darwin y a
sus conexiones con la filosofía, advertimos de pronto que estamos ya muy
lejos del mundo de Sócrates y sus figuras pensantes. La evolución se nos
ofrece como una teoría biológica que no sesease sostener trato de ninguna
especie con otro linaje de cuestiones. Y pro debajo del mundo científico
se plantea el problema de si el alma humana pude digerir la sustitución de
su culto elemental y tradicional, por una exégesis puramente científica.
En último término esta
orientación no nos produce resultados positivos en orden a la organización
de la vida común. No podemos deducir de ella el clima de una nueva Etica y
mucho menos el de una nueva Moral. Es un problema biológico lo preferido;
un suceso de orden físico, del que es más difícil extraer consecuencias
para la vida espiritual de los pueblos. No es posible fundar sobre una ley
técnica, desconectada de las razones últimas, una ley positiva, ni
siquiera un tratado de buenas costumbres.
Elevada una explicación
semejante a lo general, el hombre, la sociedad o el Estado, se ven
obligados a inventar de pronto una escala nueva de valores, una nueva
Moral. E el apogeo de una edad de ambiciones materiales, después de un
largo espacio, casi siglo y medio, de desechar todo razonamiento
metafísico, el pensamiento no sabe permanecer indefinidamente refugiado en
criterios marginales, ni gusta de trasladar sus cultos para proveerse de
los mismos resultados.
Desde una esfera rectora, al
considera la posibilidad de proveer a los pueblos de buenas condiciones
materiales de vida, el problema deja de ser abstracto para convertirse en
una necesidad apremiante. El hombre, que ha de ser dignificado y puesto en
camino de obtener su bienestar, debe ser ante todo calificado y reconocido
en su esencia.
CAPITULO VII
LA REALIZACION PERFECTA DE LA VIDA
Entendemos en la virtud
socrática la realización perfecta de la vida. Es: comprensión de la propia
personalidad y del medio circundante que define sus relaciones y sus
obligaciones privadas y públicas.
Cuando Leibniz nos dice:
Quien lo hubiera contemplado todo, lo lejano y lo cercano, lo propio y lo
extraño, lo pasado y lo futuro, con la misma claridad y distinción, con lo
cual por supuesto desaparecería la diferencia de cercano y lejano, propio
y extraño, pasado y futuro, este tal, libre de pecado, sólo querría y
realizaría el bien, alude el arquetipo de virtud que puede producir el
desdén ante lo perecedero.
No sería una actitud, sino
una escéptica o una apostólica inhibición.
La virtud socrática era
actuante, tan batalladora como había de ser después la cristiana;
contemplaba el mundo práctico y lo sabía lleno de tentaciones y
dificultades.
Virtuoso para Sócrates era el
obrero que entiende en su trabajo, por oposición al demagogo o a la masa
inconsciente. Virtuosos era el sabedor que el trabajo jamás deshonra,
frente al ocioso y al politiquero.
En el Eutifrón nos dice Platón
que no hay una virtud específica, una ideal específico para cada cual,
sino un ideal el hombre, que no es acaso más que una disposición para
resolver las ecuaciones vitales con arreglo a una estimativa ética.
CAPITULO VIII
LOS VALORES MORALES HAN DE COMPENSAR
LAS EUFORIAS DE LAS LUCHAS Y LAS CONQUISTAS Y OPONER UN MURO INFRANQUEABLE
AL DESORDEN
El bien y el mal obran sobre
el hombre como sobre la sociedad. De lo individual a lo colectivo sus
momentos oscilan entre arrebatos místicos y paroxismos pavorosos. Una
postura moral procedente de un fondo religioso sólido o de una refinada
educación ética intenta estipular los límites entre posibles y tentadores
extremos. El hombre, en la desgracia, tiende a la introversión, como
tiende a la extraversión en la prepotencia. La duda y la soberbia son los
extremos máximos de esa oscilación, producida en ausencia de medidas
suficientes.
La ciencia puede resolver en
la abstracción los problemas partiendo de premisas igualmente abstractas,
pero en la vida de las comunidades los efectos de esas oscilaciones suelen
ser muy otros. Cuando un pueblo se aproxima a un momento grave, sus
cerebros de primera fila se preguntan si el ánimo estará debidamente
preparado para loas horas que se avecinan.
Pues bien; es forzoso
plantearse la misma pregunta cuando se trata de llevar a la humanidad a
una edad mejor. Incumbe a la política ganar derechos, ganar justicia y
elevar los niveles de la existencia, pero es menester de otras fuerzas.
Es preciso que los valores
morales creen un clima de virtud humana apto para lo conquistado, lo
debido. En ese aspecto la virtud reafirma su sentido de eficacia. No será
sólo el heroísmo continuo de las prescripciones litúrgicas; es un estilo
de vida que nos permite decir de un hombre que ha cumplido virilmente los
imperativos personales y públicos: dio quien estaba obligado a dar y
podría hacerlo, y cumplió el que estaba obligado a cumplir.
Esta virtud no ciega los
caminos de la lucha, no obstaculiza el avance del progreso, no condena las
sagradas rebeldías, pero opone un muro infranqueable al desorden.
CAPITULO IX
EL AMOR ENTRE LOS HOMBRES HABRIA
CONSEGUIDO MEJORES FRUTOS, E MENOS TIEMPO DEL QUE HA COSTADO A LA
HUMANIDAD LA SIEMBRA DEL RENCOR
Necesariamente ha debido ser
larga la época de la revolución social a la que caracterizó un adusto
ceño. Todavía no puede considerársela realizada, pero es preciso que
aquella interpretación de la virtud socrática esparza, junto a la
conciencia de la dignidad humana, otra clase de valores. Junto al
imperativo categórico kantiano se ofrece al mundo un campo ilimitado. Obra
en todo momento como si las máximas de tu conducta particular debieran
convertirse en leyes generales. Kant proclamó ante la expectación de la
humanidad un credo que sólo podría hallar precedentes en los principios
cristianos del amor mutuo, con la diferencia de que en este caso la
enunciación afecta el rigor de la disciplina
El trasladar a lo colectivo lo
que se desea en lo íntimo es insinuar la superación de cuanto hubo de
aislamiento y desdén e una época de gloriosos intentos.
Leemos en Empédocles que las
alternativas en el predominio del amor y del odio engendran los diversos
períodos en el mundo. Puede muy bien ser cierto, aunque Empédocles no
buscase la misma conclusión, porque la humanidad ha conocido entre épocas
de odio otras de un vivir con los brazos abiertos hacia todas las
posibilidades de la humana naturaleza. Bajo ese imperio de místicos frutos
se vislumbran mundos nuevos, se educan nacientes nacionalidades se
destruyen las barreras.
Pero es sintomático que tales
resultados se hayan obtenido sólo ante la presencia de un enemigo común y
de un modo poco duradero: una desolada experiencia armó la tesis de
pesimismo.
Algo falla en la naturaleza
cuando es posible concebir, como Hobbes en el Leviathan, al Homo hominis
lupus, el estado del hombre contra el hombre, todos contra todos, y la
existencia como un palenque donde la hombría puede identificarse con las
proezas del ave rapaz. Hobbes pertenece a ese momento en que las luces
socráticas y la esperanza evangélica empieza a desvanecerse ante los
fríos resplandores de la Razón que a su vez no tardará en abrazar al
materialismo. Cuando Marx nos dice que de las relaciones económicas
depende la estructura social, y su división en clases, y que por
consiguiente la Historia de la humanidad es tan sólo historia de las
luchas de clases, empezamos a divisar con claridad, en sus efectos el
panorama de Leviathan.
No existe posibilidad de
virtud, ni siquiera asomo de dignidad individual, donde se proclama el
estado de necesidad de esa lucha que es, por esencia, abierta disociación
de los elementos naturales de la comunidad al pensamiento le toca definir
que existe, eso si, diferencia de intereses y diferencia de necesidades,
que corresponde al hombre disminuirlas gradualmente, persuadiendo a ceder
a quines pueden hacerlo y estimulando el progreso de los rezagados.
Pero esa operación -en la que
la sociedad lleva ocupada con dolorosas vicisitudes más de un siglo- no
necesita del grito ronco y de la amenaza, y muchos menos de la sangre,
para rendir los apetecidos resultados. El amor entre los hombres habría
conseguido mejores frutos en menos tiempo, y si halló cerradas las puertas
del egoísmo, se debió a que no fue tan intensa la educación moral para
desvanecer esos defectos, cuando lo fue la siembra de rencores.
CAPITULO X
EL GRADO ETICO ALCANZADO POR UN
PUEBLO IMPRIME RUMBO AL PROGRESO, CREA EL ORDEN Y ASEGURA EL USO FELIZ DE
LA LIBERTAD
Esa virtud nos sitúa de plano
en el campo de lo ético. La actitud se enfrenta con el mundo exterior. Se
trata de ver hasta qué punto es susceptible de perfeccionar los módulos de
la propia existencia.
Aristóteles nos dice: -El
hombre es un ser ordenado para convivencia social; el bien supremo no se
realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el
organismo superficial del Estado; la ética culmina en la práctica.
El proceso aristotélico nos
lleva un punto más lejos del proyectado. Deseamos referirnos sólo a la
imposición de la convivencia sobre las proyecciones de la actitud
individual. Nuestra virtud no es perfecta hasta ser completada por esa
ética, que mide los valores personales.
La vida de relación aparece
como una eficaz medida para la honestidad con que cada hombre acepta su
propio papel. De se sentido ante la vida, que en parte muy importante
procederá de la educación recibida y del clima imperante en la comunidad,
depende la suerte de la comunidad misma.
Habrá pueblos con sentido
ético y pueblos desprovistos de él; políticas civilizadas y salvajes;
proyección de progreso ordenado o delirantes irrupciones de masas. La
Diferencia que media entre extraer provechosos resultados de una victoria
social o anegarla en el desorden, corresponde a las dosis de ética
poseídas.
Tales dosis caracterizan los
diversos períodos de la Historia. Hacen glorioso el triunfo y soportable
el fracaso; atenúan las calamidades; prestan fuerzas de reserva.
El progreso está, por lo
demás, en absoluta relación de dependencia con el grado político
alcanzado; establece la moral de las leyes y puede interpretarlas
sabiamente. Para la vida pública esto significa el orden la acción y el
uso feliz de la libertad.
Permítaseme decir que la
libertad posee carta de naturaleza en los pueblos que poseen una ética, y
es transeúnte ocasional donde esta ética falta. Santo Tomás dice: -La
libertad de la voluntad es un supuesto de toda moral; solamente las
acciones libres, derivadas de una reflexión racional, son morales. Es
cierto que sólo esas acciones pueden alcanzar el calificativo de morales,
cuando se han producido con arreglo a ciertos requisitos.
La libertad fue primariamente
sustancia del contenido ético de la vida. Pero, por lo mismo, no es
imposible imaginar una vida libre sin principios éticos, como tampoco
pueden darse por supuestas acciones morales en un régimen de irreflexión o
de inconsciencia.
CAPITULO XI
EL SENTIDO ULTIMO DE LA ETICA CONSISTE
EN LA CORRECCION DEL EGOISMO.
Spencer nos dice que el
sentido último de la Etica, consiste en la corrección del egoísmo. El
egoísmo que forjó la lucha de clases e inspiró los más encendidos anatemas
del materialismo es el mismo tiempo sujeto último del proceder ético.
Corresponde seguramente una actitud ante esa disposición cerrada que
produce la sobrestimación de los intereses propios. La enunciación de tal
cosa corresponde en la Historia a una sangrienta y dura evolución cuyo fin
no podemos decir que se haya alcanzado aún.
Si la felicidad es el objetivo
máximo y su maximación una de las finalidades centrales del afán general,
se hace visible que unos han hallado medios y recursos para procurársela y
que otros no la han poseído nunca. Aquellos que han tratado de retener
indefinidamente esa condición privilegiada, y ella ha conducido al
desquiciamiento motivado por la acción reivindicativa, no siempre
pacífica, de lo peor dotados. El egoísmo estaba destinado, acaso por
designio providencial, a trasformarse en motor de una agitada edad humana.
Pero el egoísmo es, antes que
otra cosa, un valor-negación; es la ausencia de otros valores; es como el
frío, que nada significa sino ausencia de todo claro. Combatir el el
egoísmo no supone una actitud armada frente al vicio, sino más bien una
actitud positiva destinada a fortalecer las virtudes contrarias; a
sustituirlo por una amplia y onerosa visión ética.
Difundir la virtud inherente a
la justicia y alcanzar el placer, no sobre el disfrute privado del
bienestar, sino por la difusión de ese disfrute, abriendo sus
posibilidades a sectores cada vez mayores de la humanidad: he aquí el
camino.
CAPITULO XII
LA HUMANIDAD Y EL YO, LAS INQUIETUDES
DE LA MASA
Cuando Eurípides pone junto al
yo clamante la masa que, desde el coro, expone las inquietudes y pareceres
colectivos, extiende junto al yo la dilatada llanura de la humanidad.
Descubre en ella un elemento perfecto de medición. El ser individual halla
su proporción vertical y horizontalmente
Al exponer Humboldt el ideal
de humanidad se gesta, en el campo histórico, el ideal del hombre
universal, erigido en representante supremo de la civilización. Comte lo
cimentó al afirmar que la Sociología es la base necesaria de la Política,
Hegel llevó a sus últimas consecuencias filosóficas esa certera intuición.
Afirmó del espíritu, -que existe por si mismo-, que sólo podrá llegar al
pleno –ser en si- en la medida que el yo se eleve al –nosotros- o, con su
palabras, -al yo de la humanidad. El racionalismos poskantiano había
trasladado asimismo su campo visual desde el individuo a la sociedad,
desde el hombre a la humanidad.
Los chispazos de una
revolución político-económica, con la erección del industrialismo y el
capitalismo, generados por el Progreso en las entrañas de la Revolución
liberal, provocaron la expansión de los valores individuales hacia los
contornos públicos, o mejor dicho, el contorno filosófico del ser empezó a
apreciarse en su dintorno.
El individuo se hace
interesante en función de participación en el movimiento social y son las
características evolutivas de éste las que reclaman atención preferente.
Para derribar las defectuosas concepciones de la etapa de los privilegios
fue necesario un implacable desdoblamiento de la fortaleza-unidad del
individuo. Pero apresurémonos a reconocer que tal mutación debe
considerare precedida de una larga etapa teórica. La práctica corresponde
a nuestro siglo y está en sus comienzos.
Ello tiene una explicación
hasta cierto punto sencilla. Cuando decimos que el tránsito efectuado
derivó del viejo estado histórico de necesidad al moderno de libertad,
pensando mejor en el individuo que en la comunidad, enunciamos, una
visión oblicua de la evolución. La etapa preparatoria, o teórica, de
realización del yo en el nosotros, fue, cabalmente, una fase apta para
permitir la cesión de los principios rectores que, sin caer todavía sobre
la masa, facilitaba a los nuevos grupos dirigentes al suspirado
desplazamiento del poder.
La libertad entonces
proclamada precisa un esclarecimiento si ha de considerarse su vigencia.
Si por sentido de libertad entendemos el acervo palpitante de la
humanidad, frente al estado de necesidad dictado por el imperio
indiscutido de una fracción electoral, debemos plantearnos inmediatamente
su problema máximo: su incondición, y, sobre todo, su posibilidad de
opción.
Libre no es obrar según la
propia gana, sino una elección entre varias posibilidades profundamente
conocidas. Y tal vez, en consecuencia, observaremos que la promulgación
jubilosa de ese estado de libertad no fue precedida por el dispositivo
social, que no disminuyó las desigualdades en los medios de lucha y
defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las
posibilidades selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre
pudiesen ser objeto de conciencia.
El fondo consciente que presta
contendido a la libertad, la autodeterminación popular, sobreviene a muy
larga distancia en el tiempo del prólogo político de la cuestión. Cuando
el ideal de humanidad empieza a abrirse paso, cuando la crisis de los
hechos produce la revolución de ideas, advertimos que los antiguos
enunciados no ensamblan de un modo perfecto con el signo de la evolución.
Son esbozos, o reflejos imperfectísimos, de un ideal mucho más antiguo: el
griego.
CAPITULO XIII
SUPERACION DE LA LUCHA DE CLASES POR LA
COLABORACION SOCIAL Y LA DIGNIFICACION HUMANA
La lucha de clases no puede
ser considerada hoy en ese aspecto que ensombrece toda esperanza de
fraternidad humana. En el mundo, sin llegar a soluciones de violencia,
gana terreno la persuasión de que la colaboración social y la
dignificación de la humanidad constituyen hechos, no tanto deseables
cuanto inexorables. La llamada humanidad
constituyen hechos, no tanto deseables cuanto inexorables. toda esperanza
de fraternidad humana. lucha de clases, como tal, se encuentra en
trance de superación. Esto en parte era un hecho presumible. La situación
de lucha es inestable, vive de su propio calor, consumiéndose hasta
obtener una decisión. Las llamadas clases dirigentes de épocas anteriores
no podrían sustraerse al hecho poco dudoso de sus crisis. La humanidad
tenía que evolucionar forzosamente hacia nuevas convenciones vitales y lo
ha hecho. La subsistencia de móviles de violenta inducción ofrece el
espectáculo de un avance hacIa la descomposición por el desgaste o hacia
la adopción de fórmulas estériles.
La aspiración de progreso
social ni tiene que ver con su bulliciosa explotación proselitista, ni
puede producirse rebajando o envileciendo los tipos humanos.
La humanidad necesita fe en
sus destinos y acción, y posee la clarividencia suficiente para entrever
que el tránsito del yo al nosotros no se opera meteóricamente, como un
exterminio de las individualidades, sino como una reafirmación de éstas en
su función colectiva.
El fenómeno, así, es ordenado
y lo sitúa en el tiempo una evolución necesaria que tiene más fisonomía de
Edad que de Motín. La confirmación hegeliana del yo en la humanidad es, a
este respecto, de una aplastante evidencia.
CAPITULO XIV
REVISION DE LAS JERARQUIAS
Importa, seguramente, no
perder de vista al hombre en esta nueva contemplación revisionista de las
jerarquías.
No es perfectamente imposible
disociar el todo de las partes o aventurar exclusivamente sobre lo
colectivo como si fuese por entero diferente a la condición de los
elementos formativos La sublimación de la humanidad no depende de su
consideración preferente como del hecho de que el individuo que la integra
alance un grado que la justifique. La senda hegeliana condujo a ciertos
grupos al desvarío de subordinar tan por entero la individualidad a la
organización ideal, que automáticamente el concepto de humanidad quedaba
reducido a una palabra vacía: la omnipotencia del Estado sobre una
infinita suma de ceros.
Como podemos entender al
hombre, o divisarle mejor en el marco de esa humanidad que lo realiza,
será en su jerarquía propia, atento a sus propios fines y consciente de su
participación en lo general.
Sólo así podremos hablar del
problema de la redención como de una perfección realizable por elevación,
en la vida en común.
Puede que D´alembert acertase
al pronosticar la subordinación del pensamiento-luz a la técnica, y hemos
visto que los problemas inmediatos, sociales, políticos y económicos
produjeron un grado de obnubilación suficiente para desvanecer en la
zozobra colectiva los sagrados fines del individuo.
En el seno de la humanidad que
soñamos, el hombre es una dignidad en continuo forcejeo y una vocación
indeclinable hacia formas superiores de vida. Tales factores no operan,
por cierto, en una consideración simplemente masiva de la biología social.
De su ignorancia o de su sojuzgamiento depende precisamente el éxito de
nuestra época.
Sólo en este punto podemos
examinar con mejores garantías de acierto la gran posibilidad de ese ideal
de humanidad. Si no lo buscamos a través de ésta misma, como una expresión
de bloque con necesidades de bloque, sino a través del individuo,
hallaremos en seguida sus dos características esenciales: humanidad como
crisol de la dignidad y como atmósfera de libertad.
Si recordamos a Antístenes,
veremos que su ideal de libertad no era en absoluto compatible con ningún
ideal razonado de humanidad. Hay una libertad irrespetuosa ante el interés
común, enemiga natural del bien social. No vigoriza al yo sino en la
medida que niega al nosotros, y ni siquiera se es útil a si misma para
proyectar sobre su actividad una noble calificación. Kant insinúa cuál
podrá ser el alto sentido de la libertad al situarla en el campo de la ley
moral y en el espacio del destino. Nada nos impide considerar como destino
no sólo la finalidad individual, o la suma de sus probabilidades, sino la
suma de las probabilidades generales. La misma ley moral no será
considerada como ente aislado, como principio personal, sino como visión
máxima del ideal de conducta universal. Con arreglo a ambas fuerzas
presupone Kant la capacidad de autodeterminación y la llama casualidad
libre. La existencia de esa personalidad es un postulado de la razón
práctica. Pero Fichte va más lejos todavía: -El grado supremo sólo llega a
lograrse- nos dice -, cuando sobre ese ciego deseo de poder y sobre la
arbitrariedad del individuo se sobrepone en uno la voluntad de libertad,
de soberanía del hombre, la voluntad racional. El hombre no es una
personalidad libre hasta que aprende a respetar al prójimo.
La conclusión de que sólo en
el dilatado marco de la convivencia puede producirse la personalidad
libre, y no en el aislamiento, puede ser el agregado indispensable al
ideal filosófico de sociología, cuya expresión más simple sería la de que
nos es grato llegar a la humanidad por el individuo y a éste por la
dignificación y acentuación de sus valores permanentes.
CAPITULO XV
ESPIRITU Y MATERIA; DOS POLOS DE LA
FILOSOFIA
Desde los primeros tiempos, el
tema magno de las tareas filosóficas fue una cuestión de acentuación. Su
campo ofrecía distintas y aun opuestas probabilidades, según que el
acento, la visión preferente, recayese sobre el espíritu o sobre la
materia. La disociación se caracterizó por un conflicto con la esencia
religiosa, paladín de la inmortalidad del alma y consecuentemente de su
primacía. El problema de los valores individuales y de los sociales
dependió en todo momento de esa acentuación, no debida, por cierto, a
caprichosas veleidades.
En la larga y laboriosa
investigación en que el pensamiento mundial ha consumido sus mejores
energías, se han producido, como chispazos inesperados, revelaciones que
sostienen hoy el eterno templo del saber. Pero en el orden de sus
consecuencias importa sobremanera comprender que del hecho de subrayar,
quiero decir, del lado en que decidamos situarnos para contemplar las
cuestiones propuestas, depende de nuestra calificación ulterior de lo
vital.
Inclinarse hacia lo espiritual
o hacia lo material pudo ser una actitud selectiva de índole pensante o de
génesis científica cuando aparecía pura en un grado anterior de la
evolución. No es ésa la situación del mundo actual, ciertamente. Los
problemas presentes, la superpoblación, la presencia de las masas en la
vida pública, la traducción política de las doctrinas, confieren aguda
responsabilidad al hecho en apariencia intrascendente, de tomar partido en
la suprema disputa.
CAPITULO XVI
CUERPO Y ALMA; EL “COSMOS” DEL “HOMBRE”
Acaso corresponda el mérito de
su iniciación al pensamiento oriental. Cuando hallamos en los Vedas la
severa afirmación de que, con carácter sustancial, se hallan en abierto
oposición alma y cuerpo o, dicho con propiedad, espíritu y naturaleza,
experimentamos la sensación de haber chocado con una duda larvada desde el
Génesis. La pugna por reprimir la rebeldía de la materia y subordinarla
por entero al espíritu que supone la práctica del Yoga, y su tendencia por
liberar el alma de las apetencias y dolores del cuerpo, nos advierte que
la cuestión había sido enérgicamente planteada en los albores mismos de la
civilización.
Para Aristóteles el universo
constituye una serie, en uno de cuyos extremos se encuentra la pura
materia y en otro la pura forma. Claro está que en su pensamiento la
forma, la causa formal del ser, su contenido, no era otro que el alma.
Pero esa polaridad enuncia con la necesaria evidencia el carácter distinto
de ambas fuerzas. Importa no perder de vista la visión aristotélica, sobre
la que descansa en lo sucesivo la visión espiritualista mundial que ha de
sucederle.
Para Platón el problema
consiste en el vencimiento por el alma de las potencias inferiores. El
cristianismo agrega a la visión helénica la fe. El temor a la disociación
en el supuesto de la inmortalidad desaparece en él por la purificación.
En la escuela tomista se opera
la fusión del pensamiento cristiano con la dualidad aristotélica.
Descartes, primero en
encaminar a la filosofía por una senda nueva, ignorada hasta entonces,
parte también de las bases tradicionales. Su exposición del proceso
partiendo de la existencia de Dios, el cuerpo y el alma, constituye el
prólogo de una posterior explicación mecánica del universo. Fue ésta y no
su prólogo lo que la disputa general recogió. Sólo en Pitágoras podríamos
hallar una preocupación, o una tendencia, de parecido carácter, pero la
influencia cartesiana gravitó con enormes fuerzas en el desarrollo de las
investigaciones.
Berkeley y D´Alembert parecen
situados, aunque la imagen no sea perfecta en los dos extremos de esa
serie aristotélica. La vigorosa acentuación se convertirá en un hecho de
hondas repercusiones. Descartes dejó abandonada como al azar sobre el
tapete su teoría de la casualidad, y ésta, en otras manos, proliferó la
conversión de las jerarquías espirituales en extrañas opacidades.
Parece incomprensible que la
indiferencia de un hombre dotado de tan grave desprecio hacia la masa,
como Voltaire, ejerciera tan demoledora influencia sobre los principios en
que aquella podría sustentar su línea de valores.
La disciplina científica nos
aleja ya de la visión de las esencias centrales. Kant nos situará ante los
conceptos, el espacio y el tiempo, que Bergson convertirá en materia y
memoria. Para el romanticismo de Shelling la serie aristotélica se
sostiene en el dualismo, pero sobre el pensamiento alemán gravita ya la
época. Esas fuerzas, además, se hallan en permanente tensión. El marxismo
convertirá en materia política la discusión filosófica y hará de ella una
bandera para la interpretación materialista de la Historia.
Hemos pasado de la comunión de
materia y espíritu al imperio pleno del alma, a su disociación y a su
anulación final. Ciertamente, pese al flujo y reflujo de las teorías, el
hombre, compuesto de alma y cuerpo, de vocaciones, esperanzas, necesidades
y tendencias, sigue siendo el mismo. Lo que ha variado es el sentido de su
existencia, sujeta a corrientes superiores.
Esa acentuación oscilante lo
mismo puede someterle como ente explotable al despotismo de
individualidades egoístas, que condenarle a la extinción progresiva
de su personalidad en una masa gobernada en bloque.
En los hegelianos existió una
derecha y una izquierda. Tan pronto como esa escuela se reflejó en el
poder asistimos a la formación de sociedades de índole diversa: el y
hombre apareció anulado en unas, frente a los imperativos estatales, o con
vagas posibilidades de redención en otras, condicionadas por el equilibrio
entre el interés común y la jerarquía individual. En ambos casos no está
permitido dudar de la trascendencia de Hegel en la liquidación de la
disputa. Si la derecha hegeliana puede derivar hacia un teísmo
conservador, la izquierda se desliza necesariamente a un materialismo no
filosófico y, me atrevería a sostenerlo, no humano. Por distintos caminos,
se alcanza la pendiente marxista.
Cuando este forcejeo por la
interpretación de la verdad produjo un estado de hecho ocasionando la
crisis de los valores sociales, surge una nueva explicación. Acaso resulte
prudente considerarla. En Heidegger y en Kierkegaard observamos un cierto
esfuerzo por retomar la vía de la antigua comunión. Obligados a sacrificar
algunos principios para caracterizarla, intentan sin embargo la
rectificación. Cuando Heidegger expone la necesidad de que éste llegue a
realizarse, a lograr una plenitud, establece su divorcio con la corriente
que b ajo la arquitectura del bloque, amenazaba aniquilar al hombre.
Kierkegaard proporcionó un sentido igualmente elevado a la exposición de
tales ideas restituyendo a la controversia su sentido vertical, al
relacionar nuevamente espíritu y alma con causa y su finalidad.
Keyserling había observado el
fondo del problema atentamente al decir que el esfuerzo de los siglos
XVIII y XIX fue unilateral, pues habían dejado el alma al margen del
progreso. Klages llegó a decir que bajo la influencia destructora del
espíritu llegará a su ocaso, en un día no lejano, la vida terrenal,
oponiéndole en su esencia el alma. En semejantes tiempos ya no resultaba
popular el hombre de Vico, un conocer, un querer y poder que tiene al
infinito. Victor Hugo, otra vez, el genial pensador francés, lanzará en la
plaza pública, frente al monumento de Septiembre, unas frases
imperecederas…-Si no hay en el hombre algo más que en la bestia,
pronunciada sin reír estas palabras: Derechos del hombre y del ciudadano,
derecho del buey, derecho del asno, derecho de la ostra; producirán el
mismo sonido. Reducir el hombre al tamaño de la bestia, disminuirlo en
toda la altura del alma que se la quitado, hacer de él una cosa como otra
cualquiera; eso suprime de un golpe muchas declaraciones acerca de la
dignidad humana, de la libertad humana, de la inviolabilidad humana, del
espíritu humano, y convierte todo ese montón de materia en cosa manejable.
La autoridad de abajo, la falsa, gana todo cuanto pierde la autoridad de
arriba, la verdadera. Sin infinito no hay ideal, sin ideal no hay
progreso; sin progreso no hay movimiento; inmovilidad, pues, statu quo,
estancamiento: ése es el orden. Hay putrefacción en ese orden. Preguntad a
la jaula lo que piensa del ala. Os contestará: el ala es la rebelión…-
Semejante desafío no está
dirigido a la conciencia filosófica sino al mundo político, pero estamos
lejos de permitirnos afirmar que en estos momentos, de tan fina
sensibilidad, resulta factible una sólida disciplina intelectual sin
repercusiones en el desarrollo de la vida social….¿No debemos, acaso,
formularnos el problema, con ambición de eficacia, de si esa acentuación
no deberá ser objeto de una cuidadosa definición antes de referirla a los
fines comunes? Un pensador moderno ha escrito lo siguiente: -Hay un
trabajo sin alegría, un placer sin risa, una virtud sin gracia, una
juventud sin suavidad, un amor sin misterio, un arte sin
irradiación…¿porqué?...
Esa pregunta terrible acaso
está todavía pendiente sobre la vida actual. Pero puede gravitar sobre
nuestro futuro si no llegamos a relacionar y defender debidamente las
categorías y valores de ese sujeto de la vida toda, de nuestras
preocupaciones y nuestros desvelos, que es el Hombre.
Sin el Hombre no podemos
comprender en modo alguno los fines de la naturaleza, el concepto de la
humanidad ni la eficacia del pensamiento…
CAPITULO XVII
¿LA FELICIDAD QUE EL HOMBRE ANHELA
PERTENECERA AL REINO DE LO MATERIAL O LOGRARA LAS ASPIRACIONES ANIMICAS
DEL HOMBRE, EL CAMINO DE PERFECCION?
De que importa activar la
génesis de un pensamiento susceptible de contemplar la futura evolución
humana de pruebas el sentido de la vida actual.
Existe una laboriosa tarea en
pleno desarrollo, encaminada a modificar sustancialmente las condiciones
de vida en pro de la felicidad general. Es importante saber si esta
felicidad pertenece al reino de lo material, o si cabe pensar que se trata
de realizar las aspiraciones anímicas del hombre y el camino de perfección
para el cuerpo social. Pero cuando volvemos a preguntarnos si la dirección
de ese pensamiento ha de ser ejercida en un sentido horizontal, o si
cabrá imprimirle al mismo tiempo verticalidad, debemos antes examinar,
siquiera en busca de indicios, el panorama que se ofrece a nuestros ojos.
Advertimos en seguida un
síntoma inquietante en el campo universal. Voces de alerta señalan con
frecuencia el peligro de que el progreso técnico no vaya seguido por un
proporcional adelanto en la educación de los pueblos. La complejidad del
avance técnico requiere pupilas sensibles y recio temperamento. Si tomamos
como símbolo de la vida moderna el rascacielos o el transatlántico,
deberemos en seguida prefigurarnos la estatura espiritual del ser que ha
de morar o viajar en ellos. Ante esta cuestión no caben retóricas de fuga,
porque lo que en ella se ventila es, ni más ni menos, la escala de
magnitudes con arreglo a la cual puede el hombre rectificar adecuadamente
su propia proporción ante el bullicio creciente de lo circundante.
La veda que se acumula en las
grandes ciudades nos ofrece con desoladora frecuencia el espectáculo de
ese peligro al que unos cerebros despiertos han dado el terrorífico nombre
de 2insectificación”. Es cierto que lo físico no mengua ni aumenta la
proporción íntima que el hombre posee; pero puede suceder que, en ausencia
de categorías morales, acontezca en su ánimo una progresiva pérdida de
confianza y un progreso paulatino del sentimiento de inferioridad ante el
gigante exterior.
Frente a un complejo semejante
–que en último término es un problema de cultura y des espíritu-, son
contados los medios de autodefensa. La civilización tiende a complicarse y
no parece que por el camino de lo exterior pueda resolverse esta incógnita
íntima.
El materialismo intransigente
contaba sin duda con el signo mecánico e implacable del progreso,
sospechando que privado de su sombra cósmica el hombre acabaría por
sentirse minúsculo y víctima de la monstruosa trepidación vital. Seguro de
ello, proveyó a su individuo de un sustitutivo de la proporción
espiritual: el resentimiento. Previamente había sustituido también las
tendencias supremas por fuerzas inferiores, por esa “gana” que ayer
integraba el cuerpo de una teoría sumamente interesante y que hoy,
defraudada y desencantada han convertido sus discípulos en la “náuseas”.
Náusea ante la moral, ante la herencia de la vida en común, náusea ante
las leyes y los precoseos inexorables se la Historia, náusea biológica.
Es hasta cierto punto poco
comprensible que hayamos pasado con tan peligrosa brevedad intelectual de
la decepción del ser insectificado a esa náusea con que, a espaldas de
sagradas leyes se pretende orientar la comprensión de la existencia
colectiva. Lo sintomático de este modo de pensar está en que no es una
abstracción, como tampoco lo era, porno por ejemplo, el marxismo. Este
operaba sobre un descontento social. La náusea –como entelequia_ opera
sobre el desencanto individual. Es la “angustia” abstracta de Heidegger en
el terreno práctico: corresponde a una sociedad desmoralizada que ni
siquiera busca una certidumbre para reclinar la cabeza. No es por tanto la
teoría lo deplorable, sino la realidad, la deformación postrera de aquella
“insectificación”, sólo que esta vez el individuo insectificado ha querido
aislarse de la catástrofe con una mueca cínica.
Reconozcamos que ésta era la
consecuencia necesaria y obligada del doloroso extravío de la escala de
magnitudes Armado con ella podía el hombre enfrentarse no sólo con la
áspera y poco piadosa vicisitud de su existencia sino con la crisis que
una evolución tan terminante había de suscitar en su intimidad. Saberse
ligado a reinos superiores a las leyes materiales del contorno le
facilitaba una generosa concentración de fuerzas para entrar con biológica
alegría en un ciclo en que todos los fenómenos pareces desbordarse. En una
célebre fábula de Goethe le acontece a un hombre desdichado verse
compelido a una elección extraordinaria. Melusina, reina del país de los
enanos, le invita a reducir su tamaño y compartir con ella su elevada
jerarquía. Le ofrece amor, poder, riquezas, sólo que un grado inferior;
será rey, pero entre enanos. Trasladado al país donde las briznas de
hierbas son árboles gigantescos, este hombre, el más mísero de los
mortales, añora su forma anterior. Y la añora, supongamos, porque, su
escala de magnitudes le advierte que en la prosperidad o en el infortunio
su estado anterior era inimitable. En el hecho complejo de existir el
hombre es, sin más, una entidad superior.
La fábula de Melusina puede
ser igualmente trasladada a otros paisajes, y preferentemente a esos donde
la desintegración y la heterogeneidad de la vida moderna han reducido
principios absolutos e ideales en provecho del esplendor material. Se ha
producido el milagro de la fábula, pero a la inversa: el hombre no le ha
sido dado elegir con arreglo a su proporción, y aquel que no poseía un
grado de fe en sus valores espirituales, sustituyó la altiva reacción por
la resignación o por el descontento, la difuminación gradual de las
perspectivas que padece quien no posee una conciencia justa de su
jerarquía, la “insectificación”.
Pero semejante desviación no
es consecuencia del auge de los ideales colectivos. Que el individuo
acepte pacíficamente su eliminación como un sacrificio en aras de la
comunidad no redunda en beneficio de ésta. Una suma de ceros es cero
siempre; una jerarquización estructurada sobre la abdicación personal es
productiva sólo para aquellas formas de vida en que se producen, asociados
el materialismo más intolerante, la deificación del Estado, el Estado Moto
y una secreta e inconfesada vocación de despotismo.
Lo que caracteriza a las
comunidades sanas y vigorosas es el grado de sus individualidades y el
sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este sentido de
comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el
equilibrio, no por la imposición. Su diferencia es que así como una
comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades
conscientes, posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí
el estigma de la previsionalidad; no son formas naturales de la
evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su
cancelación
En la consideración de los
supremos valores que dan forma a nuestra contemplación del ideal,
advertimos dos grandes posibilidades de adulteración, una es el
individualismo amoral, predispuesto a al subversión al egoísmo, al retorno
a estados inferiores de la evolución de la especie; otra reside en esa
interpretación de la vida que intenta despersonalizar al hombre en un
colectivismos atomizador.
En realidad operan las dos un
escamoteo. Los factores negativos de la primera han sido derivados, en la
segunda, a una organización superior. El desdén aparatoso ante la razón
ajena, la intolerancia, han pasado solamente de unas manos a otras. Bajo
una libertad no universal en sus medios ni en sus fines, sin ética ni
moral, le es imposible al individuo realizar sus valores últimos, por la
presión de los egoísmos potenciados de unas minorías. Del mismo modo, bajo
el colectivismo, materialista llevado a sus últimas consecuencias, les es
arrebatada esa probabilidad _la gran probabilidad del existir_, por una
imposición mecánica en continua expansión y cierre hipócritamente
razonada.
El idealismo hegeliano y el
materialismo marxista, operando sobre necesidades y calamidades
universales que han influido profundamente en el ánimo general,
constituyen direcciones cuya resultante será prudente establecer. De la
Historia, y aun de sus excesos, extraemos preciosas enseñanzas ante las
que en modo alguno podemos ni debemos permanecer insensibles. Mientras el
pensamiento creía poder sostenerse en lo fundamental, en espacios
puramente teóricos, el mundo obraba por su cuenta; pero, si lo
fundamental declinó, la fijación práctica de los abstracto puede ejercer
una influencia perniciosa en la existencia común. Resulta entonces
necesario detenernos de nuevo a examinar nuestros absolutos ya limpiar de
excrecencias y añadiduras superfluas un ideal apto para servir de polo al
sentido lógico de la vida.
CAPITULO XVIII
EL HOMBRE COMO PORTADOR DE VALORES
MAXIMOS Y CELULA DEL “BIEN GENERAL”
En esta labor se nos antoja
primordial la recuperación de la escala de magnitudes, esto es, devolver
al hombre su proporción, para que posea plena conciencia de que ante las
formas tumultuosas del progreso, sigue siendo portador de valores máximos,
pera que se humanamente, es decir, sin ignorancia.
Sólo así podremos partir de
ese “yo” vertical a un ideal de humanidad mejor, suma de individualidades
con tendencia a un continuo perfeccionamiento.
Sugerir que la humanidad es
imperfecta, que el individuo es un experimento fracasado, que la vida que
nosotros comprendemos y tratamos de encauzar es en sí y en sus formas
presentes, algo irremediablemente condenado a la frustración, nos hace
experimentar la dolorosa sensación de que se ha perdido todo contacto con
la realidad. Lo mismo tememos cuando se fía a la abdicación de las
individualidades en poderes extremos una imposible realización social.
Si hay lago que ilumine
nuestros pensamientos, que haga perseverar en nuestra alma la alegría de
vivir y de actuar, es nuestra fe en los valores individuales como base de
redención, y al mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el
día en que sea una persuasión vital el principio filosófico de que la
plena realización del “yo”, el cumplimiento de sus fines más sustantivos,
se halla en el bien general.
CAPITULO XIX
HAY QUE DEVOLVER AL HOMBRE LA FE EN SU
MISION
Hoy, cuando la “angustia” de
Heidegger ha sido llevada al extremo de fundar teoría sobre la “náusea” y
se ha llegado a situar al hombre en actitud de defenderse de la cosa,
puede hacerse de ello polémica simple, pero e conveniente repetir que no
haber sido teorías fundadas en sugestiones sino en un parcial relajamiento
biológico. Del desastre brota el heroísmo, pero brota también la
desesperación, cuando se han perdido dos cosas: la finalidad y la norma.
Lo que produce la náusea es el desencanto, y lo que puede devolver al
hombre la actitud combativa es la fe en su misión en lo individual, en lo
familiar y en lo colectivo.
Ahora bien: va anexo el
sentido de Norma el sentido de cultura. Nuestra Norma, la que tratamos de
insinuar aquí, no es un cuadro de imposiciones jurídicas, sino una visión
individual de la perfección propia, de la propia vida ideal… En ese
aspecto no cabe duda de que su eficacia depende enormemente de nuestra
comprensión del mundo circundante como de nuestra aceptación de las
obligaciones propias. El solo intento de trazar un cuadro comparativo
entre las posibilidades culturales de la antigüedad y las actuales
resultaría descabellado. El progreso, el incremento de relaciones, la
complejidad de las costumbre, han ampliado el paisaje en términos
indescriptibles.
Es lógico pensar, por
consiguiente, que la dilatación del panorama haya redundado en limitación
proporcional de la conciencia de situación. Cuando nuestro tiempo se
plantea cuestiones de moral o de Etica –acaso las más sustantivas e
inaplazables que debemos formularnos hoy-, no ignora que en la confusión
de muchos valores desempeña un activo papel el signo vertiginoso del
progreso. La evolución humana se ha caracterizado, entre otras cosas, por
lanzar al hombre fuera de sí sin proveerle previamente de una conciencia
plena de si mismo. A es esta fuera de si puede atender mediante leyes la
comunidad organizada políticamente, y tendremos entonces un aspecto de la
Norma Etica. Pero para su reino interior, para el gobierno de su
personalidad, no existe otra Norma que aquella que se puede alcanzar por
el conocimiento, por la educación, que afirma en nosotros una actitud
conforme a Moral.
De que esta Norma llegue a
constituir un sistema ordenado de límites e inducciones depende
absolutamente el porvenir de la sociedad. Ni siquiera no es posible
comprender ese porvenir como suma de libertad y de seguridad si no podemos
prefigurar en él la existencia de normas. Y no somos de los que pensamos
que es preferible resolver quirúrgicamente el problema encomendado la
libertar irresponsable al imperio vigilante de la ley. Las colectividades
que hoy deseen presentir el futuro, en las que la autodeterminación y la
plena conciencia de ser y de existir integren una vocación de progreso,
precisan, como requisito sustancial, el hallazgo de ese camino de esta
“teoría”, que iluminen ante las pupilas humanas los parajes oscuras de su
geografía.
CAPITULO XX
LA COMUNIDAD ORGANIZADA SENTIDO DE LA
NORMA
Así como en el examen que nos
está permitido aparece la voluntad transfigurada en su posibilidad de
Libertad, aparece el “nosotros” en su ordenación suprema, la comunidad
organizada. El pensamiento puesto al servicio de la Verdad esparce una
radiante luz, de la que, como en un manantial, deben las disciplinas de
carácter práctico. Pero por otra parte no es imposible comprender los
motivos fundamentales de la evolución filosófica prescindiendo de su
circunstancia.
Desde Platón a Hegel la
civilización ha consumado su azarosa marcha por todos los caminos. Las
circunstancias han variado sin tregua, y en ciertos dilatados plazos se
diría que volvían y vuelven a producirse con desconcertante semejanza. La
sustitución de las viejas formas de vida por otras nuevas son factores
sustanciales de la mutación, pero debemos preguntarnos si, en el fondo, la
tendencia, el objetivo último, no seguirán siendo los mismos, al menos en
aquello que constituye nuestro objeto necesario: el Hombre y su Verdad.
Cuando advertimos en Platón el
Estado ideal, un Estado abstracto, comprendemos que su mundo, en relación
con el nuestro y en su apariencia polì9tica, era infinitamente apto para
una abstracción semejante Las ideas puras y los absolutos podían finarse
en el panorama, aprehender y configurar éste, cuando menos en su eficacia
intelectual. Podía crearse un mundo en que valores ideales y
representaciones prácticas eran susceptibles de producirse con cierta
familiaridad.
Platón afirmaba: -El bien es
orden, armonía, proporción; de aquí que la virtud suprema sea la
justicia…- En tal virtud advertimos la primera norma de la antigüedad
convertida en disciplina política. Sócrates había tratado de definir al
hombre, en quien Aristóteles subrayaría una terminante vocación política,
es decir, según el lenguaje de entonces, un sentido de orden en la vida
común. La idea plutoniana de que el hombre y la colectividad a que
pertenece se hallan en una integración recíproca irresistible se nos
antoja fundamental. La ciudad griega llevada en sus esencias al imperio
por Roma, contenía en fenómeno de larvación todos los caminos evolutivos.
Cuando los hechos se producían
en fases simples y en estados relativamente reducidos era factible
representarse la sociedad política como un cuerpo humano regido por las
leyes inalterables de la armonía: corazón, aparato digestivo, músculos,
voluntad, cerebro, son en el símil de Platón órganos felizmente
trasladados por sus funciones y sus fines a la biología colectiva: -Un
Estado de justicia, en donde cada clase ejercita sus funciones en servicio
del todo, se aplique a su virtud especial, sea educada de conformidad con
su destino y sirva a la armonía del todo. El todo, con una proposición
central de justicia, con una ley de armonía, la del cuerpo humano,
predominando sobre las singularidades, aparece en el horizonte político
helénico, que es también el primer horizonte político de nuestra
civilización.
Todavía, en el crepúsculo de
la mitología pagana, no aparecen claros los fines últimos del hombre. Se
le concibe adscrito a la ciudad, y más interesante quizá que su persona es
la virtud abstracta que es susceptible de representar. No existe, por
cierto, un ideal de humanidad, aun para la clara visión de los filósofos.
El Cefiso y el Eurotas no son
límites geográficos o militares, sino también intelectuales. Al otro lado
del Ponto existe la barbarie y las sombras que Alejandro rasgará años
después. El sol es un globo de fuero un poco mayor que el Peloponeso.
La certera inteligencia de
Aristóteles, que proporcionará el Método cuando los espacios nos hayan
revelado gran parte de sus misterios, se desenvuelve también en esa
concepción de la jerarquía humana. Hay hombres libres y esclavos y no
parece que todos se rijan por leyes idénticas. Hay mundos en luz y mundos
en sombra.
Nada de particular tiene que,
en tal situación, la ciudad, objetivada y armónica, predomine con carácter
irreductible sobre las desigualdades humanas, que son desigualdades sin
vocación reivindicativa. Ello nos permitirá observar que cuando al hombre
se le priva de su rango supremo, o desconoce sus altos fines, el
sacrificio se realiza siempre en beneficio de entidades superiores
petrificadas. -El hombre es un ser ordenado para la convivencia social-
leemos en Aristóteles –el bien supremo no se realiza, por consiguiente en
la vida individual humana, sino en el organismo superindividual del
Estado; la Etica culmina en la Política.
Los pensamientos citados
definen con carácter suficiente la fisonomía del mundo helénico, y es
preciso tener en cuenta que eran filósofos y filósofos idealistas los que
la habían tazado. Sócrates intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo
fundar un sistema. Platón y Aristóteles debían encargarse de situar a ese
hombre, que divisaba con angustiada preocupación el problema último, ante
la vida en común.
Nacía el Estado, aunque la
comunidad cuya vida trataba de organizar adolecía de una insuficiente
revelación de la trascendencia de los valores individuales. La idea griega
necesitaba, para ser completada, una nueva contemplación de la unidad
humana desde un punto de vista más elevado. Esta reservada al cristianismo
esa aportación. El Estado griego alcanzó en Roma su cúspide. La ciudad,
hecha imperio, convertida en mundo, transfigurada en forma de
civilización, pudo cumplir históricamente todas las premisas filosóficas.
Se basaba en el principio de clases, en el servicio de un “todo” y,
lógicamente, en la indiferencia o el desconocimiento helénicos de las
razones últimas del individuo.
Una fuerza que clavase en la
plaza pública con una lanza de bronce las máximas de que no existe la
desigualdad innata entre los seres humanos, que la esclavitud es una
institución oprobiosa y que emancipase a la mujer; una fuerza capaz de
atribuir al hombre la posesión de un alma sujeta al cumplimiento de fines
específicos superiores a la vida material, estaba llamada a revolucionar
la existencia de la humanidad. El cristianismo, que constituyó la primera
liberación humana, podrá rectificar felizmente las concepciones griegas.
Pero esa rectificación se parecía mejor a una aportación.
Enriqueció la personalidad del
hombre e hizo de la libertad, teórica y limitada hasta entonces, una
posibilidad universal. En evolución ordenada, el pensamiento cristiano,
que perfeccionó la visión genial de los griegos, podría más tarde apoyar
sus empresas filosóficas en el método de éstos, y aceptar como propias
muchas de sus disciplinas. Lo que le falta a Grecia para la definición
perfecta de la comunidad y del Estado fue precisamente lo aportado por el
cristianismo: su hombre vertical, eterno, imagen de Dios. De él se pasa ya
a la familia, al hogar; su unidad se convierte en plasma que a través de
los municipios integrará los Estados, y sobre la que descansarán las
modernas colectividades.
Roma no era la Grecia cerrada,
atenta sólo al fenómeno exterior de la barbarie persa. Ha integrado en su
existencia la de otros pueblos de costumbres, pensamientos y creencias
distintas. Las necesidades de su comunidad fueron muy superiores también.
Le fue sumamente difícil proporcionarse una idea abstracta sobre la
concepción del Estado, porque éste se había tornado proporcionalmente
complejo. Su historia es un continuo proceso de crecimiento y asimilación
que, cuando alcanza la cúspide, se interrumpe por la violencia. Legal al
mundo sus instituciones, su gloria, su civilización. Antes del ocaso,
añade a esta herencia colosal la confirmación de la dignidad humana.
La libertad, expropiable por
la fuerza antes de saberse el hombre poseedor de un alma libre e inmortal,
no será nunca más susceptible de completa extinción. Los tiranos podrán
reducirla o apagarla momentáneamente, pero nunca más se podrá prescindir
de ella; será en el hombre una “conciencia” de la relación profunda de su
e espíritu con lo sobrehumano. Lo que fue privilegio de la República
servida por los esclavos, será más adelante un carácter para la humanidad
poseedora de una feliz revelación.
Al sobrevenir la crisis la
civilización conoció siglos amargos. El derrumbamiento del imperio, sin
parangón en la historia, devuelve el mundo a la oscuridad. Pero ésta
habría sido espantosa si el crepúsculo romano no hubiese prendido en la
noche siguiente la llama inextinguible de aquella revelación. Lo que
permitirá que el hilo de oro del pensamiento continúe a través del abismo
de hogueras y sangre es el milagro magnifica de que l puente de las ideas
religiosas no sucumbiese al chocar el hierro de los bárbaros con el
agrietado mármol de Roma.
Las nuevas monarquías
aparecidas al galope poseían ciertamente notable capacidad de asimilación;
pero su proyección cultural era sumamente reducida y el imperio de la
fuerza en que debían apoyarse hizo todavía más limitada esa posibilidad.
Europa se convirtió en una necesidad armada; así como las zonas habitadas
se polarizaban en torno a los puntos estratégicos y a los fosos de los
castillos, la humanidad se distribuyó en torno a jefes militares,
caudillos y señores. Poco o nada subsistirá de cuanto había impreso su
fisonomía a la existencia general. El principio de autoridad cae en manos
de la fuerza, en razón de ese estado de necesidad aludido. Los mismos
reyes ven menguar sus atribuciones y privilegios a medida que sen ven
obligados a recurrir al poder de sus ricos señores y a solicitar su
alianza para sus empresas militares.
El saber se refugia junto a
los altares. En las abadías y en los conventos se conserva inextinguible
la llama que más tarde volverá a iluminar al mundo. Y lo que preserva de
la gigantesca crisis el acervo de los valores espirituales humanos es, con
precisión, un sentido místico: la dirección vertical, hacia las alturas,
que unos hombres de fe habían atribuido a todas las cosas, empezando por
la naturaleza humana.
La Edad Media es de Dios, se
ha dicho, y en este hecho, en este paciente y laborioso mantenerse al
margen de sus tinieblas, debemos ver la lenta y difícil gestación del
Renacimiento. Fue una Edad caracterizada por la violencia desmedida. No
nos es posible hallar en ellas las formas del Estado ni contemplar al
hombre. Gracias sólo al hecho de aventurar sus desgracias, y aun su
brutalidad a veces, sobre fines e ideales remotos, pudo resultar factible
la evolución resolu6iva. En el individuo no es fácil diferencia la
conciencia de su proporción en el ideal religioso de cuanto fue
simplemente ignorancia o superstición.
La Edad produjo santos y
demonios, pero en su desolación, en su pobreza con el horizonte teñido
siempre por los resplandores de los incendios, no le quedaba al hombre
otro escape que pone sus ojos y su esperanza en mundos superiores y
lejanos. La fe se vio fortalecida por la desgracia.
El Renacimiento halló
diseminados los restos de una cultura y trató de reconstruir con ellos un
nuevo clasicismo. Sobre las ruinas de los castillos feudales edificaron su
trono las nuevas monarquías. A la idea de aventura sucedió la empresa.
Cuando los primeros concejos acuden al servicio del rey con pendón al
frente, y se distinguen en las batallas, se consuma en la práctica el
final de un largo período histórico.
El Estado tardará todavía en
sobrevenir, pero en torno a los monarcas, depositarios de un mandato
ideal, representantes de lo que siglos después será el concepto de
nacionalidad, empieza a gestarse la vida de los pueblos modernos. Los
nobles ingleses arrancarán a un Juan Sin Tierra la Carta Magna, los
castellanos harán jurar al trono en Santa Gadea, y los aragoneses
arrancarán a su rey los “Usajes”, demostrativos de que la constitución del
Estado está en trance de ensayarse. Habrá Cámaras, rudimentarias al
principio, y los estamentos harán oír en los concejos la voz de los
gremios y de los municipios.
Esta evolución se produce bajo
un signo idealista, cualquiera que sea su realización práctica o su signo
político, y en la elevada temperatura de la Fe popular. El hombre tenía fe
en sí, en sus destinos, y una fe inmarcesible en su subordinación a lo
Providencial. Tal fe justifica en parte las titánicas andanzas de la
época. Era necesaria para lanzarse a las sombras atlánticas y sacar las
Américas a la luz del sol romano, para detener la invasión tártara en las
puertas de Europa y para levantar un mundo nuevo de la desolación.
Lo conquistado y descubierto
en esa edad constituye un himno sonoro a la vocación por el ideal. Pero es
importante no perder de vista que prescindiendo del rigor práctico de la
organización política el clima intelectual de la época conservó el acento
sobre los valores supremos del individuo. Cuando la escuela tomista nos
dice que el fin del Estado es –la educación del hombre para una vida
virtuosa- presentimos la enorme importancia que tuvo ese puente tendido
sobre las sombras de la Edad Media. Ese hombrea cuyo servicio, el de su
perfeccionamiento, estaba dedicado el Estado, no era por cierto el germen
de un individualismo monárquico. Para que degenerase había que trasladar
el acento de sus valores espirituales a los materiales. El hombre era sólo
algo que debía perfeccionarse, para Dios y para la comunidad. La virtud a
que Santo Tomás se refería no será enteramente indiferente a la “virtud”
griega, el patrón de valores ideales para la realización de la vida
propia.
Frente al humanismo, la
inteligencia humana intenta divisar nuevos caminos y orientaciones.
Maquiavelo cubrirá la vida con el imperativo político, y sacrificará el
poder real o a las necesidades del mundo cualquiera otra ley, principio o
valor.
Grocio llamará al Estado a
erigirse en administrador supremo de la felicidad del hombre y abrirá
nuevo cauces al principio de autoridad.
Los pueblos han vivido décadas
y siglos intenso, han proyectado sus fuerzas hacia espacios, desconocidos,
se han desdoblado, difundido en mundos nuevos, en empresas fantásticas y
costosas. Para que esto fuese posible se precisaba un poder enorme de los
recursos espirituales. El apogeo de los absolutos iba a despertar, como
consecuencia necesaria, el desprecio a los absolutos. La intensa
espiritualidad de la obra gestaba, por reacción, el desencanto y el
materialismo que iban a producirse después. En la evolución, por primera
vez acaso, se derivaría de un extremo a otro, de un polo al opuesto, y el
objetivo a suprimir era, inevitablemente, la temperatura ideal.
Hobbes predica el absolutismo
del Estado en la corri3ente armada de la época, pero predica ya a un
hombre desalentado. La unidad social no parece imaginada por él como el
indestructible depósito de valores, sino como víctima. Fue el primero en
definir al Estado como un contrato entre los individuos, pero importa
observar que esos individuos eran lobos entre sí, eran seres desprovistos
de virtud y, seguramente, de esperanzas supremas; la larga cabalgada les
había rendido.
En la crisis de las monarquías
absolutas vierte su mordacidad el genio de Voltaire. Ciertamente no
necesitaba ya la sociedad su corrosivo para fragmentarse bajo el trono.
Montesquieu advirtió a la monarquía que sería heredada en la República y
Rousseau coronó el pórtico de la naciente época. Se caracterizó por el
cambio radical del acento. Acentuó sobre lo material, y esto se produjo
indistintamente, lo mismo si el sujeto del pensamiento era el individuo,
en cuyo caso se insinuaba la democracia liberal, que si lo era la
comunidad, en cuyo caso se avistaba el marxismo.
Es muy posible que las edades
Media y Moderna hayan verificado su elección con un exclusivismo parcial
en beneficio del espíritu, pero es innegable que el siglo XVIII y el XIX
lo hicieron, con mayor parcialidad, a favor de la materia. El Estado de la
cultura en esos siglos pudo prever las consecuencias, pero debemos estimar
necesario en toda evolución lo mismo lo que nos parece dudoso que lo
acertado. Rousseau cree en el individuo, hace de él una capacidad de
virtud, lo integra en una comunidad de suma de poder en el poder de todos
para organizar, por la voluntad general, la existencia de las naciones.
Para Kant, lo vital en lo político era el principio de –“libertad como
hombre”-, el de “dependencia como súbditos”- y el de “igualdad como
ciudadanos”-. Rousseau llamará pueblo al conjunto de hombres que mediante
la conciencia de su condición de ciudadanos y mediante las obligaciones
derivadas de esta conciencia, y provistos de las virtudes del verdadero
ciudadano, acepten congregarse enana comunidad para cumplir sus fines.
La Revolución Francesa fue un
estruendoso prólogo al libro, entonces en blanco de la evolución
contemporánea. Hallamos en Rousseau una evocación constructiva de la
comunidad y la identificación del individuo en su seno, como base de la
nueva estructuración democrática. Esta concepción servirá de punto de
partida para la interpretación práctica de los ideales en las nuevas
democracias. Pero resulta y hasta cierto punto conveniente examinar si en
la concepción originario no se produjo, por la dinámica misma de la
reacción, la supresión innecesaria de toda una escala de valores. Podemos
preguntarnos, por ejemplo, si fue decididamente imprescindible, para
derivar el poder absoluto a la voluntad del ciudadano, cegar antes en ésta
toda posibilidad espiritual. En segundo lugar es preciso tener en cuenta
el largo paréntesis, que el Imperio abrió entre el prólogo y la
continuación del libro de la evolución política.
CAPITULO XXI
LA TERRIBLE ANULACION DEL ESTADO Y EL
PROBLEMA DEL PENSAMIENTO DEMOCRATICO DEL FUTURO
En ese paréntesis, el ideal
que el pensamiento había abandonado a la intemperie es rescatado del
arroyo por fuerza opuestas, que combatirán con extremada violencia en el
futuro. No tratará de fijar sus absolutos en la jerarquía del hombre, en
sus valores ni en sus posibilidades de virtud; los fijarán en el Estado o
en organizaciones de un característico materialismo.
Todavía Fitche crea un amplio
espacio donde el individuo, subordinado al todo social, puede realizarse.
Hegel convertirá en Dios al Estado. La vida ideal y el mundo espiritual
que halló abandonados los recogió para sacrificarlos a la Providencia
estatal, convertida en serie de absolutos. De esta concepción filosófica
derivará la traslación posterior; el materialismo conducirá al marxismo, y
el idealismo que ya no acentúa sobre el hombre, será en los sucesores y en
los intérpretes de Hegel la deificación del Estado ideal con su
consecuencia necesaria, la insecificación del individuo.
El individuos está sometido en
éstos a un destino histórico a través del Estado, al que pertenece. Lo
marxistas lo convertirán a su vez en una pieza, sin paisajes ni techo
celeste, de una comunidad tiranizada donde todo ha desparecido bajo la
mampostería. Lo que en ambas formas se hace patente es la anulación del
hombre como tal, su desaparición progresiva frente al aparato externo del
progreso, el Estado fáustico o la comunidad mecanizada.
El individuo hegeliano, que
cree poseer fines propios, vive en estado de ilusión, pues sólo sirve los
fines del Estado. En los seguidores de Marx esos fines son más oscuros
todavía, pues sólo se vive para una esencia privilegiada de la comunidad y
no en ella ni con ella. El individuo marxista es, por necesidad, una
abdicación
En medio se alza la fidelidad
a los principios democráticos y liberales que llena el siglo pasado y
parte del presente. Pero con defectos sustanciales, porque no ha sido
posible hermanar puntos de vista distintos, que condujeron a dos guerras
mundiales y que aún hoy someten la conciencia civilizada a durísimas
presiones.
El problema del pensamiento
democrático futro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la
comunidad, sin distraer la atención de los valores supremos del individuo,
acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas
puestas en el bien común.
En lo político, parte muy
importante de tal crisis de las ideas democráticas se debe al tiempo de su
aparición. La democracia como hecho trascendental estaba llamada a suceder
ipso facto a los absolutismos. Sin embargo, sufrió un largo compás de
espera impuesto por la persistencia de monarquías templadas y repúblicas
estacionarias que, para subsistir, creyeron necesario aplicar en leves
dosis principios propios de la democracia pura, preferentemente aquellos
que podían ser adaptados sin peligro. Tal operación dulcificó la
evolución, pero sustrajo partes muy importantes de personalidad al nuevo
orden de ideas, que a su advenimiento pleno halló, frente a colosales
enemigos, muy disminuida su novedad.
Sucedió así que los pueblos
que pudieron establecerla en su momento han alcanzado con ella los caminos
de perfección necesarios, y los que no lo consiguieron han optado por el
empleo de sustitutivos, los extremismos, con tal de hacer efectivo, por
cualquier vía, el carácter trascendental.
Y sin embargo lo trascendental
el pensamiento democrático, tal como nosotros lo entendemos, está todavía
en pie, como una enorme posibilidad en orden al perfeccionamiento de la
vida.
En varias ocasiones ha sido
comparado el hombre al centauro, medio hombre, medio bruto, víctima de
deseos opuestos y enemigos; mirando al cielo y galopando a la vez entre
nubes de polvo.
La evolución del pensamiento
humano recuerda también la imagen del centauro: sometido a altísimas
tensiones ideales en largos períodos de su historia, condenado a profundas
oscuridades en otros, esclavo de sordos apetitos materiales a menudo. La
crisis de nuestro tiempo es materialista. Hay demasiados deseos
insatisfechos, porque la primera luz de la cultura moderna se ha esparcido
sobre los derechos y no sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es
bueno poseer mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a las
propias facultades.
El fenómeno era necesario, de
una necesidad histórica, porque el mundo debía salir de una etapa egoísta
y pensar más en las necesidades y las esperanzas de la comunidad. Lo que
importa hoy es persistir en ese principio de justicia, pero recuperar el
sentido de la vida, para devolver al hombre su absoluto.
Ni la justicia social ni la
libertad, motores de nuestro tiempo son comprensibles en una comunidad
montada sobre seres insectificados, a menos que a modo de dolorosa
solución el ideal se concentre en el mecanismo omnipotente del Estado.
Nuestra comunidad, a la que debeos aspirar, es aquella donde la libertad y
la responsabilidad son causa y efecto en que exista una alegría de ser,
fundada en la persuasión de la dignidad propia. Una comunidad donde el
individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que
integrar y no sólo su presencia muda y temerosa.
En cierto modo, siguiendo el
símil, equivale a liberar al centauro restableciendo el equilibrio entre
sus dos tendencias naturales. Si hubo épocas de exclusiva acentuación
ideal y otras de acentuación material, la nuestra debe realizar sus
ambiciosos fines nobles por la armonía. No podremos restablecer una
Edad-centauro sólo sobre el músculo bestial no sobre su solo cerebro, sino
una “edad-suma-de-valores”, por la armonía de aquellas fuerzas simplemente
físicas y aquellas que obran el milagro de que los cielos nos resulten
familiares.
Los monjes de la Edad Meda,
borraron el contenido de los libros paganos para cubrirlos de salmos. La
edad Contemporánea trató de borrar los salmos, pero no añadió nada más que
la promesa de una vaga libertad a la sed de verdades del hombre. En 1500
la humanidad concentró sus dispersas energías para empresas gigantescas y
nos dio nuevos mundos y formas e civilización. En 1800 reprodujo el
intento y creó febrilmente, generosamente, una época. ¿No será el nuestro,
acaso, el momento de hacer acopio e las energías humanas para conformar el
período supremo de la evolución? Cuando pensamos en el hombre, en el “yo”
y en el nosotros, aparece claro ante nuestra vista que nuestra elección
debe ser objeto de profundas meditaciones.
La sociedad tendrá que ser una
armonía en la que no se produzcan disonancia ninguna, ni predominio de la
materia ni estado de fantasía. En esa armonía que preside la Norma puede
hablarse de un colectivismo logrado por la superación, por la cultura, por
el equilibrio. En tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque
viene determinada su incondición por la suma de libertades y por el estado
ético y la moral.
La justicia no es un término
insinuador de violencia, sin una persuasión general; y existe entones un
régimen de alegría, porque donde lo democrático puede robustecerse en la
comprensión universal de la libertad y el bien generales, es donde, con
precisión, puede el individuo realizarse a si mismo, hallar de un modo
pleno su euforia espiritual y la justificación de su existencia.
CAPITULO XXII
SENTIDO DE PROPORCION. ANHELO DE
ARMONIA. NECESIDAD DE EQUILIBRIO
Para el mundo existe todavía,
y existirá mientras el hombre le sea dado elegir, la posibilidad de
alcanzar lo que la filosofía hindú llama la mansión de la paz. En ella
posee el hombre, frente a su Creador, la escala de magnitudes, es decir,
su proporción. Desde esa mansión es factible realizar el mundo de la
cultura, el camino de perfección.
De Rabindranath Tagore son
estas frases: -El mundo moderno empuja incesantemente a sus víctimas, pero
sin conducirlas a ninguna parte. Que la medida de la grandeza de la
humanidad esté en sus recursos materiales es un insulto al hombre-
No nos está permitido dudar de
la trascendencia de los momentos que aguardan a la humanidad. El
pensamiento noble, espoleado por su vocación de verdad, trata de ajustar
un nuevo paisaje. Las incógnitas históricas son ciertamente considerables,
pero no retrasarán un solo día la marcha de los pueblos por grande que si
incertidumbre nos parezca.
Importa por tanto, conciliar
nuestro sentido de la perfección con la naturaleza de los hechos,
restablecer la armonía entre el progreso material y los valores
espirituales y proporcionar nuevamente al hombre una visión certera de su
realidad.
Nosotros somos colectivistas,
pero la base de ese colectivismo es de signo individualista, y su raíz es
una suprema fe en el tesoro que el hombre, por el hecho de existir,
representa.
En esta fase de la evolución
lo colectivo, el “nosotros”, está cegando en sus fuentes al individualismo
egoísta. Es justote tratemos de resolver si ha de acentuarse la vida de la
comunidad sobre la materia solamente o si será prudente que impere la
libertad del individuo solo, ciega para los intereses y las necesidades
comunes, provista de una irrefrenable ambición, material también.
No creemos que ninguna de esas
formas posea condiciones de redención. Están ausentes de ellas el milagro
del amor, el estímulo de la esperanza y la perfección de la justicia.
Son atentatorios por igual el
desmedido derecho de uno o la pasiva impersonalidad de todos a la
razonable y elevado idea del hombre y de la humanidad.
En los cataclismos la pupila
del hombre ha vuelto a ver a Dios y, de reflejo, ha vuelto a divisarse a
si mismo. Si debemos predicar y realizar un evangelio de justicia y de
progreso es preciso que fundemos su verificación la superación individual
como premisa de la superación colectiva. Los rencores y los odios que hoy
soplan en el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos son
el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino
de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del conocimiento
de si mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los
motivos ajenos.
Lo que nuestra filosofía
intenta restablecer al emplear el término armonía es, cabalmente, el
sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de
realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese
“nosotros” se realice y perfeccione el “yo”.
Nuestra comunidad tenderá a
ser de hombres no de bestias. Nuestra disciplina tiende a ser
conocimiento, busca ser cultura. Nuestra libertad, coexistencia de las
libertades que pr4ocede de una ética para la que el bien general se halla
siempre vivo, presente, indeclinable.
El progreso social no debe
mendigar ni asesinar, sino realizarse por la conciencia plena de su
inexorabilidad.
La náusea está desterrada de
este mundo, que podrá parecer ideal, pero que es en nosotros un
convencimiento de cosa realizable. Esta comunidad que persigue fines
espirituales y materiales, que tiende a superase, que anhela mejorar y ser
más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo puede realizarse
y realizarla simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su
alta torre con la noble convicción de Spinoza: -Sentimos, experimentamos,
que somos eternos-
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