Porque no sólo se es mexicano en el grito…
Por
Carlos Alberto Ramírez
México, 22/09/04 (AUNAM).-“Comerás con sosiego y reposo;
cuando termines, te lavarás las manos como hiciste antes; te lavarás
los dientes y barrerás el lugar en el que comiste”, decían los
aztecas a sus hijos. Y así comienza La cocina mexicana del
Ballet Folklórico de la Universidad Nacional Autónoma de México.
La
mesa puesta, mientras el doctor Jaime Litvak, narrador de la obra e
ilustre investigador universitario, habla de los códices y lo que
implicaba sentarse a comer entre nuestros antepasados. ¿Acaso
piensan ahora las pulquerías que antes se bebía para rituales
religiosos?
Mujeres danzantes traen el fuego y el copal que inunda la Sala
Miguel Covarrubias. Alguien toca una flauta y otros dos hacen sonar
los tambores en vivo para acompañarlas, Conjunto Raíz y Tradición se
hacen llamar. La música, según se dice en el programa, fue hecha
especialmente por Fernando Flores, “el príncipe azteca”.
Las
fiestas patrias recién pasaron, pero la mexicanidad no se va con
ellas. La gente grita, se emociona, y eso que apenas comienza a
mostrarse una parte de “la larga lista de lo que México come y
produce”, dice la voz que nos lleva por los distintos Estados de la
República, una vez terminados los preparativos para sentarse a la
mesa.
Pero antes, será necesario recordar los utensilios y el sabor que
impregnan en lo que se guisa: nuestra cocina no sería la misma sin
ollas de barro, molcajete ni molinillo. La gente susurra y se suma a
la idea de Angelina Géniz, directora del Ballet y responsable de la
investigación.
Michoacán, “lugar de peces”, llamaron los aztecas al Estado del
centro-occidente mexicano, pues al dejar en el Lago de Pátzcuaro a
quienes quisieran establecerse ahí, se dieron cuenta de la
abundancia de peces blancos. Y en escena aparecen entonces las
mujeres ataviadas en trajes típicos, oscuros, contrastantes con el
blanco y rojo de los pescadores que cargan una red. El pez blanco
llega y el público lo ovaciona, a pesar de ser atrapado rápidamente.
“Yo
soy como el chile verde, picante pero sabroso”, le cantan a la
Llorona en Oaxaca; y las imágenes de los moles y las tlayudas, junto
con la hora que no ayuda, obligan a la gente a mostrar su apetito a
través de sonidos guturales. La boca se ha hecho agua. Nuestro guía
nos recuerda que se comía también el huevo de tortuga,
afortunadamente ahora restringido, no así en la danza, donde,
aparece como remembranza del pasado.
Del
sur, somos transportados al norte: Sonora. De pronto, aparece un
venado en el cuerpo de un hombre. Sus movimientos son fuertes,
ágiles, las maracas en las manos así lo demuestran. Salta, corre y
huye del que desea apoderarse de su carne. Porque la machaca era
antes de venado. La gente se levanta casi por el gusto que le
produce ver algo tan conocido en un ambiente dancístico-gastronómico.
“Tengo hambre”, dice alguien por ahí. ¿Será acaso también por deseos
de continuar viendo? La respuesta viene cuando las diapositivas de
Tamaulipas se visualizan y el narrador vitorea: “su música como la
sopa caliente, siempre cae bien”. Un huapango comienza a sonar… y
dice, que para hablar de la huasteca, se necesita “el sabor de la
carne seca con traguitos de mezcal”. Los hombres zapatean al ritmo
del querreque. Las mujeres ganan los aplausos: vienen vestidas de
gamuza, con botas, igual que los hombres, pero se ven más guapas,
sin lugar a dudas; además, muestran sus dotes al bailar con un vaso
lleno de agua en la cabeza.
De
ahí nos vamos para Puebla, donde las leyendas de los platillos son
famosas por su conexión con los hechos históricos, como los famosos
chiles en nogada. Pero, ¿qué hay con el mole poblano y los camotes?
Nos muestran la danza de quetzales, y no precisamente porque se
coman éstos, aclararía después de terminada la función la directora,
sino por ser representativa y verdaderamente impresionante: los
hombres que la bailan, mientras toca un flautista vestido como los
voladores de Papantla, en rojo y blanco, con listones de colores;
cargan en sus cabezas penachos de casi un metro de diámetro.
¡Ah! El mole poblano, se nos explica, surgió en el siglo XVII, en el
convento de Santa Rosa, para agasajar al virrey Juan Palafox. Y los
camotes, producto de la travesura ideada por una religiosa. Las
monjas son a quienes se les debe en gran medida las mejores recetas
de la comida poblana.
Llega una pausa. Se percibe la inanición alrededor. Pero la Tuna
femenil de la Facultad de Arquitectura trae consigo lo necesario,
enchina la piel y la hincha de orgullo. Con mandolinas, guitarras y
panderos entonan y hacen vibrar: “en el extranjero es cuando más
quiero yo a mi nación”. No falta quien se acuerda de sus parientes
fuera del país. La gente canta, “bajito”, las que se sabe: El
cascabel, El quelite, Flor silvestre… “Dios te formó para ser el
orgullo del mundo… que bonita es mi tierra, que bonita, que linda
es”. Y los aplausos retumban en la Sala. No sólo se es mexicano en
“el grito”.
El
final debe llegar, si no, empacho puede causar. Y con el ritmo de
las décimas veracruzanas, el puerto es traído al escenario con los
bellos trajes blancos que sobresalen del fondo azul. Los sombreros y
abanicos nos llevan a la cuatro veces heroica ciudad, y nuestro
ferviente narrador nos ofrece la última relación con la comida:
Perote. Donde vivía Don Pero Anzures, que tenía un mesón, famoso por
su comida, para quienes iban hacia Puebla y la Ciudad de México, y
que por ser un hombre grande, recio, fuerte, se le conoció como Don
Perote. Y el resto, es historia.
El
telón se cierra, se grita un Goya, suena el Son de la Negra y
alguien grita: “¡esto debe irse a Bellas Artes! Aunque mientras eso
sucede, los hambreados asistentes correrán a buscar “un tamalito,
una corunda, un sopecito, un caldito o algo así”, como diría el
doctor Litvak al despedirse en el programa de mano. Sin dejar, por
supuesto, de seguir las reglas que heredamos de nuestro pasado
prehispánico. |
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