De la Revolución a la Década de los Cincuentas


Sucedió a los compositores anteriores un grupo que se podría considerar de transición, ya que inicia sus actividades poco antes de la Revolución de 1910 y del pleno surgimiento del nacionalismo musical en México. De hecho, uno de ellos: Manuel M. Ponce (1882-1948) es el que inaugura, al calor de la Revolución, la corriente aludida y contribuye a que la calle conquiste el palacio al lograr que el folclor, adecuadamente tratado, irrumpiera verdadera y decisivamente en la sala de conciertos. Aunque esta primera forma de nacionalismo haya sido en más de un sentido ingenua y hasta inmadura, alcanzó validez tanto social como artística, por lo que pudo llegar a significar la emancipación musical del país, que así encontraba su propia voz. No deja de ser una hazaña de Ponce el haber llevado a cabo con éxito el difícil tránsito del romanticismo de fin de siglo al nacionalismo musical en un momento histórico tan tardío como el comienzo del siglo XX.

Sus compañeros de generación José Rolón (1883-1945) y Candelario Huízar (1883-1970), que comenzaron sus respectivas carreras artísticas como compositores de pura cepa romántica -el primero muy influido por César Franck y Gabriel Fauré, y el segundo siguiendo a Massenet- también dieron el paso hacia una música nacionalista del tipo señalado. Pero en tanto que Rolón utilizaba temas populares como una sutil manera de enriquecer su expresión personal, Huízar subrayó -sobre todo en sus grandes frescos orquestales- contenidos programáticos y melodías de procedencia indígena, con lo que se convirtió en uno de los precursores de esa corriente de nuestro nacionalismo musical conocida por "indigenismo".

El rebelde de esta generación fue Julián Carrillo (1875-1964), quien -debido a su actitud cosmopolita- se negó a utilizar temas populares en su música, ya que le parecía que ello implicaba una indebida regresión al primitivismo. Sin embargo, su aguda inteligencia y talento le permitieron escapar al dilema del momento, consistente en insistir en un lenguaje musical romántico de corte europeo ya obsoleto o lanzarse a la aventura del nacionalismo musical, por la vía de un experimentalismo a base de microtonos, esto es, de intervalos menores que el semitono de las escalas a que estamos habituados.

Lo que sigue es historia actual, viva y palpitante: la Revolución barre al país, agitando las conciencias y derribando viejas estructuras socioeconómicas. Surgen por doquier nuevos hombres con nuevas ideas; muchas formas de vivir, de pensar y de sentir decimónonicas son eliminadas. Y en ello no son los campesinos y los militares los únicos actores; también intervienen con gran entusiasmo los intelectuales, que son los corresponsables de mucho de lo que se gesta entonces. En el campo del arte surge el movimiento pictórico nacional con Gerardo Murillo (Dr. Atl), José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros; la narrativa adquiere un gran impulso y en música surge lo que ya se puede calificar como una escuela verdaderamente nacional de compositores.

La Revolución es esencialmente un movimiento nacionalista, de toma de conciencia de la propia personalidad, y representa en último término la aspiración de México a ser un país moderno, en suma, su aspiración al desarrollo. En las condiciones de aquél tiempo esto significaba forzosamente preocuparse por el campo, por la cuestión agraria, y -puesto que los núcleos indígenas supervivientes se localizan fundamentalmente en las áreas rurales- descubrir entonces que el país tiene un problema indígena que debe ser resuelto mediante la incorporación de tan rico elemento humano a la vida activa de la nación.

Musicalmente, estas aspiraciones hallan por primera vez su expresión en la obra de Carlos Chávez (1899-1978), quien acude a las fuentes del folclor -que, como todos sabemos, encuentra su refugio natural en el campo- y de la arqueología o el documento etnomusical, con lo que da plena vigencia a esa corriente de nuestro nacionalismo musical que se denomina "indigenismo" y que se caracteriza por emplear con especial énfasis materiales sonoros de origen indio real o supuesto. (Esto último se refiere, desde luego, a las dudosas "reconstrucciones" de la música prehispánica).

Esta tendencia artística obedece a la idea básica de que el elemento más característico, y por ende el más vital e importante de nuestra nacionalidad y cultura, es el indígena. Tal postura ideológica se inserta perfectamente en esa fase de reacción social que precede a la síntesis nacional definitiva y que consiste en la eliminación, consciente y deliberada, del yugo intelectual que impuso la etapa colonial y que ha sobrevivido bajo la forma de actitudes mentales y prejuicios característicos aún operantes. Por otra parte, como todo en esta vida, una vez que esta tendencia haya cumplido su función, será superada y abandonada aún por sus propios exponentes.

Ahora bien, aunque por las razones anotadas al hablar de la época prehispánica quepa hacerse la pregunta de qué es lo que puede calificarse legítimamente de "indígena" en la música, por lo que el indigenismo musical siempre tendrá un carácter un tanto artificial y sintético, e incluso hasta pueda ser considerado como un exotismo, cumplió -más allá de sus implicaciones sociales e ideológicas- una función artística de gran trascendencia. En efecto, y como ya se indicó, la Revolución era nacionalista y aspiraba al desarrollo, lo que significa que el nacionalismo romántico de un Ponce no la expresaba suficientemente pese a su indudable valor artísticao y social, puesto que seguía atado a las actitudes propias de una etapa ya pasada que se deseaba superar y -además- dependía de procedimientos de composición que idiosincráticamente eran ajenos a la comunidad nacional de aquél momento. En cambio, el recurso a materiales sonoros que -artificiales o no, sintéticos o no- no se adaptaban fácilmente a un tratamiento de tipo tradicional sino que más bien exigian nuevos enfoques y procedimientos, tenía la virtud de que, aparte de toda la superestructura ideológica que lo acompañaba, no solo permitía sino hasta obligaba a desarrollar una forma de expresión artística muy propia y característica que, adicionalmente, tenía una gran modernidad. En otras palabras, esta corriente artística daba lugar a una música simultáneamente nacional y contemporánea.

Lo que Chávez logró siguiendo la vía del indigenismo fue realizado por Silvestre Revueltas (1899-1940) recurriendo al folclor mestizo, aún vivo y por lo mismo capaz de despertar más fácilmente una reacción favorable y entusiasta en el auditorio.

El anecdotario abundante, picante y sabroso y tal vez no siempre auténtico de Silvestre Revueltas, el hombre, es un elemento que conspira contra el mejor conocimiento de la obra de Silvestre Revueltas, el compositor, pues ha desplazado el interés público hacia su figura un tanto pintoresca en el recuerdo de muchos en vez de enfocarlo sobre lo que realmente importa, es decir, su música.

Esta situación propicia verdaderos malentendidos y hace posible que circule ampliamente y sin discusión una imagen deformada de su obra, resultado del conocimiento superficial de unas pocas partituras suyas algo pupularizadas condimentado con diversas historias acerca de él mismo. Así, se ha llegado a sostener que prácticamente no evolucionó como artista y que sus obras, disonantes por mero afán de modernismo, son una simple amalgama de "pedales", esto ed, de diseños armónicos, melódicos y rítmicos que se repiten indefinidamente, y de melodías que tienen el carácter de los corridos populares del norte de nuestro país.

Sin embargo, nada hay más alejado de la verdad que tan excesiva simplificación. Tal vez ocurriera algo de todo ello al comienzo de la carrera del compositor, pero también se tendría que agregar que, no habiendo convertido -como Bartok- el material folclórico en un idioma musical de índole muy personaly singularizado, tuvo la sensibilidad necesaria para descubrir que, siendo el nacionalismo una actitud esencialmente romántica y decimonónica, se tenía que superar su anacronismo básico dándole una apariencia distinta de la que le otorgarían los moldes tradicionales, ya gastados y extemporáneos en el año de 1930 en que da comienzo en forma sistemática a su obra como compositor. En consecuencia, tomó prestados de sus inquietos colegas europeos de los años veinte y treinta -Stravinsky, Varése, el joven Hindemith, Les Six- recursos y procedimientos que, siendo quizá algo superficiales y tal vez más un juego que una verdadera posibilidad musical, no por ello eran menos efectivos y revestían, en cambio, a su música con el prestigio y la brillantez de una contemporaneidad entendida -además- de manera un tanto irónica. En otras palabras, Revueltas fue todo menos el ingenuo musical que nos han querido presentar.

Además, Revueltas no permaneció estático sino que derivó hacia soluciones muy interesantes y refinadas de su problemática como compositor: los pedales antes aludidos se transforman en motivos musicales reiterados y obsesivos que no sólo llegan a cambiar de timbre, sino que se combinan y superponen de muy variadas maneras, formando un rico y sugestivo tejido musical en el que se imbrican algunas melodías tal vez menos abiertamente nacionales o de índole popular que las de partituras anteriores, pero siempre de gran eficacia expresiva. A la fase de mayor depuración corresponden obras como "Planos" o "Sensemayá".

Los temperamentos artísticos tan contrapuestos de Chávez y Revueltas -el severamente intelectual y austero del primero frente al poderosamente emotivo y exuberante del segundo- representan en cierta forma los dos rostros de ese Jano bifronte que es, desde la Conquista, la nación mexicana, y han dado origen a una de las más elevadas expresiones musicales de la misma. Los dos compositores -tan diferentes en su forma de ser- se complementaban excelentemente tal vez por esa misma causa, y modelaron la vida musical del país en aquella fase crucial. No solo escribían música o dirigían conciertos, sino que formaron una amplia conciencia musical pública y aseguraron la continuidad de su obra modelando nuevas generaciones de artistas.

Entre sus discípulos de la siguiente generación destaca con especial brillo otra pareja de compositores igualmente contrapuestos y complementarios: Blas Galindo y José Pablo Moncayo. El primero hace una música poderosamente lírica y de una materia sonora muy densa y rica, siempre de carácter íntimo e incluso intovertido que no hace concesiones y no vacila en recurrir a difíciles combinaciones rítmicas, acordes disonantes y ásperas superposiciones sonoras a fin de comunicar su mensaje de la manera más directa posible. Desde luego, esta naturaleza reservada y austera de la obra de Galindo, ajena a cualquier espectacularidad efectista, es una de sus mayores virtudes estéticas, pero, por razones obvias, también ha sido el mayor escollo para su difusión. Moncayo, en cambio, compuso una música de gran transparencia y luminosidad, nítida y sin asperezas y si, por el contrario, más bien incisiva que, por su espíritu cercano a Ravel (aunque no por ello menos nacional), representa -frente a lo que se podría considerar como la expresión esencialmente indígena de Galindo- el elemento latino, criollo, del alma mexicana.

Por la época en que Chávez, Revueltas, Galindo y Moncayo están construyendo la realidad musical del país, se incorpora a la vida artística del mismo un compositor español de origen germano que se aleja así de la pasión fratricida que sacude y desgarra a su patria: Rodolfo Halffter. Su integración a la actividad musical mexicana representa un aporte de gran trascendencia, pues no sólo es un excelente compositor sino que inyecta las más recientes inquietudes europeas a nuestro medio y, a través de sus labores como educador, crítico, organizador de conciertos y editor de música, se convierte en uno de los factores más eficaces para impedir cualquier recaída de la música de México en el provincianismo y el coloniaje que la ahogó en otro tiempo.