El proceso de recuperación de los altos niveles profesionales que había alcanzado la música culta al comienzo del período colonial fue necesariamente lento, y sólo llegó a mostrar una situación verdaderamente satisfactoria en el período subsiguiente a la caída del efímero Imperio de Maximiliano.
Los efectos mismos de la lucha armada y la anarquía subsecuente, así como la falta de escuelas locales de música que permitieran alcanzar altos niveles profesionales a quienes desearan desarrollar sus aptitudes en ese terreno, condujeron a que prácticamente toda la actividad musical de mayores aspiraciones quedara confiada a meros aficionado, entre lo que -por cierto- predominaban las damas que cultivaban el canto y el piano. (Un resíduo de esto se puede observar hasta hoy en las numerosas academias particulares "de canto y piano", generalmente a cargo de alguna profesora que facilmente descubrimos a nuestro alrededor, así como en la "educacióm musical" para las muchachas que las familias medianamente o bien acomodadas todavía consederan de buen tono).
En ese clima musical, de reducidas exigencias técnicas y estéticas, pudieron medrar numerosos músicos europeos de la más ínfima calidad, que se habían visto obligados a emigrar de sus países nativos al ser marginados por la dura competencia ahí prevaleciente. Por otra parte, las clases media y alta del México recién independizado tenían los ojos puestos en los países europeos -a los que, por razones obvias, trataban de emular- de modo que en sus "salones artísticos" se impusieran las imitaciones, serviles y por lo general extemporáneas, de los peores excesos y amaneramientos del romanticismo europeo.
Era natural que en un clima como el descrito la producción de obras meritorias fuera más bien la excepción que la regla, lo que condujo a la adopción -en forma bastante espontánea y automática- de una actitud contemporánea despectiva frente a la música del México del siglo XIX. Sin embargo, quizá no fuera desacertado reexaminar el romanticismo musical mexicano y rescatar del olvido aquella parte de su herencia que se sostuviera por sus propios méritos musicales aún en época de tan diferente orientación estética como la nuestra.
La primera observación que cabría hacer a este respecto es la de que, aparte del torrente de piezas de salón escritas para el piano que inundó a México, en una fase inicial la principal contribución -y, además, tal vez la más seria- de los compositores mexicanos a la literatura musical de la época se llevó a cabo en el terreno de la ópera. Así, es posible distinguir una primera corriente francamente orientada hacia la imitación del modelo operístico italiano de ese tiempo, dentro de la que se destacaron sucesivamente Cenobio Paniagua (1821-1882), Melesio Morales (1838-1908) y un talentoso aficionado, el ginecólogo Aniceto Ortega (1823-1875).
Paniagua escribió una música al estilo de la de Donizzeti, y obtuvo un triunfo resonante con su ópera "Catalina de Guisa", pero una de esas ironías propias de nuestro ambiente cultural arruinó su reputación: se le acusó de plagiar, precisamente en esa obra, una ópera italiana -hoy olvidada- escrita en 1885, ¡diez años después de Catalina! (y es que, además, también se ignoró el hecho de que dos obras realizadas conforme al mismo manierismo, tenían necesariamente que parecerse entre sí).
Melesio Morales vió estrenadas con éxito sus óperas "Ildegonda" y "Cleopatra" en 1886 y1891, respectivamente. En especial la primera le reportó fama y aplausos. Sin embargo, su obra tal vez más significativa, la ópera de un acto (dividido en dos escenas) "Anita", escrita alrededor de 1903, que se refiere a un episodio que supuestamente ocurrió a raiz de la batalla de Puebla y denota el influjo del verismo italiano, jamás llegó al escenario -y aún sigue sin estrenarse- a consecuencia de la especial habilidad desarrollado por Morales para hacerse de enemigos.
El Dr. Ortega presentó en 1871 su "Guatemotzin", al que denominó "episodio musical" en vez de ópera. Esta obra, que tomaba como base argumental un tema azteca, fue ampliamente celebrada como indicativa del surgimiento de un operismo nacional. En realidad su carácter es marcadamente italianizante, aunque incluye una parte -la Danza Tlaxcalteca- en la que se hace una espléndida estilización de materiales populares, tanto pot lo que se refiere a la sonoridad del conjunto orquestal, como por lo que hace a sus elementos rítmico y melódico. Dicha Danza, que no merece el olvico en que ha caído, es la única sección de esta obra que justificaría en algo la muy exagerada afirmación de que marca el comienzo de la existencia de una ópera mexicana (misma que, no ha podido realizarse plenamente hasta la fecha).
El compositor Felipe Villanueva (1863-1893), quien destacó sobre todo como un fino autor de música para piano que contrastaba notablemente con la producción salonesca de dudoso gusto de aquél tiempo, pertenece a la siguiente promoción musical, que actuó ya en pleno porfiriato. Sus compañeros de generación, Gustavo Campa (1863-1934) y Ricardo Castro (1864-1907), representan hasta cierto punto una ruptura con la tradición italianizante que imperaba en el país, puesto que -acordes con las corrientes de la época que se ponían en relieve en otros campos- introdujeron al ambiente musical local los elementos característicos de las escuelas francesa y alemana.
Quizá el más importante de estos compositores fuera Castro, quien -totalmente entregado a las modalidades del romanticismo europeo tardío- dejó obras muy bien realizadas y a la altura de su tiempo, entre las que alcanzaron éxitos de importancia -y no sólo en el ámbito nacional- su "Concierto para Violoncello y Orquesta", su "Concierto para Piano", y sus óperas "Atzimba" y "La Leyenda del Rudel", esta última escrita sobre un libreto en francés.
Ciertamente, México no produjo durante el siglo XIX compositores de la talla de un Schumann, un Mendelssohn o un Liszt. Y es que la tarea de los músicos nacionales pertenecientes a un país que era -y en gran medida sigue siendo- marginal dentro de un área cultural determinada, consistía fundamentalmente en reimplantar un nivel profesional digno en la producción musical local. Ello implicaba, en primer término, la necesaria imitación y asimilación de los modelos imperantes en las grandes metrópolis culturales del momento. Como indican los logros y realizaciones previamente mencionados, esto se alcanzó en forma satisfactoria a pesar de la abundancia de elementos ambientales adversos.
Sin pasar por esta fase, no era posible llegar a producir una música de concierto de carácter nacional, dotada de una personalidad propia y distintiva. Simplemente, la situación no estaría madura para ello. Por eso, ni las numerosas piezas de salón que se escribieron, ni en obras de mayores vuelos, como "Guatemotzin" o "Anita", fue lo nacional una parte constitutiva -y por ende necesaria- de la música; antes bien, se trataba de un elemento ajeno a la estructura y el carácter fundamental de la misma, que se introdujo en ella más como un condimento exótico que por verdadera necesidad estética. Ningún compositor mexicano estaba en condiciones de intentar insuflar verdaderamente un espíritu nacional a su música, siguiendo el ejemplo de autores como Glinka, Smetana, o Grieg, que actuaron en países que hasta ese momento se hallaban igualmente marginados. Sin embargo, es un hecho que en el país se llegaron a escribir algunas composiciones que si bien carecían de originalidad, pues seguían fielmente los modelos europeos, resistían la comparación con los mismos.
En todo caso, estas obras representan el resultado neto de la recepción y asimilación de cietas corrientes y técnicas de la música europea de aquél tiempo, con lo que constituyen uno de los diversos elementos que confluyen en nuestra música de hoy, y sin los cuales ésta no pordría ser entendida en su perspectiva y continuidad históricas. Los maestros mexicanos del siglo XIX sentaron las bases técnicas e implantaron el alto nivel profesional imprescindibles para que, en condiciones sociales diferentes, pudiera surgir una escuela auténticamente nacional de música de concierto, por lo que no merecen nuestro olvido y si, en cambio, nuestra gratitud.