Las trágicas
muertes y heridas de miles de empleados como consecuencia de los ataques suicidas
al World Trade Center y el Pentágono han evocado el espectro del miedo,
la ira y la guerra. Mientras miles de ciudadanos estadunidenses han acudido
para donar su sangre y hacer servicios médicos voluntarios en actos de
solidaridad con las víctimas, el presidente George W. Bush y el secretario
de Estado, Colin Powell, hablan de "un acto de guerra" y de "lanzar
una guerra" contra un adversario aún no determinado, pero que, se
especula, pueden ser terroristas y Estados árabes/musulmanes.
La definición
de guerra hecha por Bush y Powell es adecuada. El problema es que los actos
violentos en Washington y Nueva York no anuncian el inicio de una guerra (un
"segundo Pearl Harbor"), sino la continuación de una guerra
que lleva bastante tiempo en el Medio Oriente, el Golfo y el sur de Asia entre,
por un lado, Estados Unidos y sus aliados, y las naciones árabes y pueblos
de la región, por el otro.
Irak ha
sido atacado violentamente por bombarderos durante más de una década.
La Guerra del Golfo jamás terminó. La guerra del régimen
israelí -apoyado por Estados Unidos- contra los palestinos continúa,
con asaltos aéreos y terrestres constantes por parte de Israel y bombardeos
suicidas de los palestinos. En el sur de Asia y el norte de Africa, Estados
Unidos ha emprendido actos de guerra contra Afganistán, Libia y Sudán
como continuación de su conflicto con terroristas árabe/musulmanes.
El empeño
de Estados Unidos en esta guerra ha sido invisible y distante para la gran mayoría
del público estadunidense, porque los objetivos de la violencia han estado
siempre en el extranjero, en el Medio Oriente y otros lugares.
Inadvertidamente,
Ariel Sharon, primer ministro de Israel, ha sido explícito respecto a
la interconexión de los conflictos: vinculó la guerra violenta
de Israel contra los palestinos con la violencia en Nueva York y Washington.
La extensión
de la guerra hacia territorio estadunidense, así como la amenaza de Washington
de lanzar la guerra contra Estados que ofrecen "refugios seguros a terroristas",
ha puesto muy nerviosos a los inversionistas. Los financieros de Wall Street
temen con razón la venta masiva de acciones y bonos, en particular por
parte de los inversionistas extranjeros, además de una fuga de inversiones
en dólares en búsqueda de lugares más seguros. La destrucción
del World Trade Center, cerca de Wall Street, aumenta la percepción entre
los inversionistas de que el poder global de Estados Unidos no es invencible
y es vulnerable al ataque. La adquisición de las acciones y los bonos
estadunidenses estuvo propiciada más con su imagen como baluarte de estabilidad
que con su economía especulativa y su impulso por el consumo. La fuga
de inversión extranjera empujará a la economía estadunidense
hacia una recesión más profunda, y la mayoría de los economistas
cree que habrá una venta masiva de dólares, debilitando las cuentas
externas de Estados Unidos.
La fragilidad
del nuevo orden mundial se manifiesta en los esfuerzos para reforzar la política
de seguridad y las fuerzas militares en la OTAN, con el fin de proyectar una
imagen de cohesión y fortaleza. Sin embargo, los ataques violentos tienen
sus raíces precisamente en la historia reciente de las guerras de los
Balcanes y el bombardeo de Yugoslavia, y las guerras de sus aliados en Bosnia,
Kosovo y Macedonia. Consolidar el poder global y conservar un imperio contra
los adversarios no es fácil. Muchos historiadores han señalado
que las guerras lanzadas en el extranjero tienden a regresar a casa.
El politólogo
conservador Chalmers Johnson habla de un blowback o efecto bumerán, en
el que las mismas fuerzas (fundamentalistas musulmanas) que fueron apoyadas
por Washington contra sus adversarios (URSS) se transforman después en
sus violentos enemigos.
Si, como
parece ser el caso, extremistas musulmanes estuvieron involucrados en los ataques
violentos en Nueva York y Washington, entonces el gobierno estadunidense debe
asumir su responsabilidad: muchos miles de fanáticos islámicos
recibieron financiamiento en su ofensiva violenta contra el régimen laico
de Afganistán, apoyado por la URSS a finales de los setenta. Estados
Unidos dio abasto y entrenamiento a estos extremistas islámicos utilizando
armas de la más avanzada tecnología, incluyendo misiles de mano
que buscan calor. A principios de los noventa, el régimen musulmán
de Bosnia, con apoyo de Estados Unidos, reclutó guerreros islámicos
de la guerra en Afganistán para pelear contra Serbia. En Kosovo y Macedonia,
Estados Unidos se alió y proporcionó armas al KLA, que incluye
muchos veteranos islámicos de estas guerras extranjeras. Los fanáticos
islámicos que Washington antes llamaba "luchadores por la libertad",
hoy son los violentos terroristas que realizan acciones violentas contra Estados
Unidos, guiados por el sospechoso número uno, Osama Bin Laden, quien
recibió apoyo de la CIA. Washington ha creado un monstruo anticomunista
que se ha vuelto en contra de su patrón. Lo que han aprendido los terroristas
islámicos de sus mentores de la CIA es cómo hacer la guerra de
alta tecnología, y lo que han aprendido de sus mentores religiosos es
su voluntad de sacrificar sus vidas en la "santa guerra". Esta combinación
letal fue evidenciada en Nueva York y Washington. Desgraciadamente para la humanidad
éste no es el último capítulo en esta guerra entre extremistas.
En lugar de guerra, éste debe ser un tiempo para reflexionar sobre las raíces sociales y políticas del conflicto; un tiempo para reconocer que los derechos de autodeterminación tienen precedencia por encima de las doctrinas imperiales obsoletas de esferas de influencia y colonias de asentamientos.