El Principe Feliz
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás
conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En
Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en
el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras
construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las
siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os
olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras
preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa
roja y el zafiro será tan azul como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una
niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo,
estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está
llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto.
Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el
ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te
mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo
llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la
palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña,
y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
- Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el
hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y
pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo,
vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente
junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus
manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que
adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una
palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte
sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas
aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero
más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay
misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo
que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se
festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a
sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían
de hambre, mirando con apatía las calles negras.
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro
para calentarse.
-¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había
visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y
dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos
felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se
quedó sin brillo ni belleza.
Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se
tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de
las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos
y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al
Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba
calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez
más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el
Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los
labios porque te amo.
-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de
la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como
si se hubiera roto algo.
El hecho es que la coraza de plomo se habla partido
en dos. Realmente hacia un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con
dos concejales de la ciudad.
Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que
eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el
alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá
que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la
Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en
sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales.
Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de
plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina
muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus
ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará
eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.
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