AMOR EXPRES

 

Ciudad de México (14 febrero 2004).- Soy hija de un matrimonio que duró 35 años (justo hasta el día en que murió mi padre) y que todo ese tiempo fue feliz. Me educaron para tener independencia económica, pero también para encontrar una pareja y quedarme con ella el resto de mi vida. Hoy tengo 38, he vivido con cuatro hombres y por falta de espacio no diré aquí cuántos amantes, novios y aventuras de fin de semana hay en mi haber. Como todos mis amigos y amigas cuarentones y citadinos, soy toda una autoridad en materia de amores exprés y ni siquiera me da pena decirlo porque ¿quién podría hoy arrojar la primera piedra?

 

Es el mundo de la velocidad. Vamos a bares que estarán de moda un máximo de seis meses. Tenemos en el refri el teléfono del sushi y de los sándwiches que llegan a nuestra casa en una velocidad récord. No compramos en el súper por Internet porque cuarenta minutos haciendo un pedido es demasiado tiempo; casi todas las páginas web nos aburren y quince segundos es más o menos lo que nuestra mente está dispuesta a esperar cuando buscamos información en la red. Si transcurrido ese tiempo no hay nada interesante, hay que pasar a otra cosa.

 

Es el mundo de la velocidad y las relaciones envejecen más rápidamente que nunca. Según el INEGI, en 1971 hubo 3.2 divorcios por cada 100 matrimonios: esta cifra aumentó a 8.6 en el 2001. Y los datos corresponden a los divorcios legalmente concluidos, por lo que no se consignan las separaciones. ¿Qué decir de las uniones libres y de los noviazgos? Basta voltear a ver a nuestros amigos y a nosotros mismos. A los 40 seguimos "en la búsqueda", y nos parece normal. Tenemos amantes de un fin de semana, novios de un mes, "compañeros de vida" de un año. ¿Para qué quedarnos con una sola persona cuando podemos tener muchas? ¿Para qué "aguantar" a alguien? No soportamos la realidad con sus aristas, preferimos la ilusión. El amor virtual no es sólo el que se da por Internet. También un cuerpo desconocido es irreal cuando en él nos perdemos y en él perdemos la esperanza de lo que dura. ¿Para qué durar? Es demasiado difícil remontar los años; es fácil y delicioso amar los espejismos, una y otra vez, una y otra vez, cegados.

 

En tiempos ya no digamos de mi abuela, sino de mi madre, del cortejo al matrimonio pasaban años, tras los cuales había sexo asegurado para ambos durante el resto de sus vidas. Poco importaba que éste fuera insatisfactorio. La píldora lo cambió todo: nos dio autonomía sobre nuestro cuerpo de mujeres, nos dio libertad. Sin hijos es más fácil irse. Y luego nuestro ingreso a las actividades económicas, que nos dio también independencia. "El que paga manda", y cuando la mujer se puede pagar sola lo que ella quiere, ¿para qué necesita estar atada a un hombre?

 

Sí, las relaciones exprés, pienso, son obra de nosotras las mujeres. No necesitamos estar casadas para tener relaciones sexuales, no hay ninguna necesidad de un largo cortejo porque bastan dos horas junto a un hombre para que hayamos decidido si se nos antoja o no irnos con él a la cama. La "condena" social nos da risa. No tenemos tiempo que perder y si la relación no marcha, a otra cosa, mariposa. Olvidamos pronto y bien. Como dice Kundera en La lentitud: "El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido".

 

Es el mundo de la velocidad y en él queremos satisfactores rápidos y efectivos. Decía Groucho Marx que la principal causa de divorcio es el matrimonio. Yo creo que la principal causa de que las relaciones no nos duren es que nos hemos vuelto adictos al placer, y la emoción de estarnos enamorando es uno de los mayores placeres que existen. Por eso no queremos que acabe, y si acaba corremos en busca de otra emoción igual o más intensa. El amor es nuestra droga, gratuita, fuerte, rápida. No el lento sueño del opio, no esa voluptuosidad que imagino tan lenta, sino el vértigo de la velocidad. Caer atados los tobillos a una cuerda, caer ciegamente en los brazos de alguien sin nombre, "este lánguido caer en brazos de una desconocida", diría Huerta. Y queremos seguir cayendo, siempre, cada vez más de prisa, en ese abismo.

 

Y, sin embargo, estamos insatisfechos, porque el vértigo cansa y en el fondo queremos que el amor nos dure. Por eso no es extraño que pasemos del cinismo a la esperanza, que soñemos con un amor que sobreviva a su propio deslumbramiento, a su fulgor. A pesar de que ya casi nadie dura con nadie, de que todo es vértigo y caída, creemos.

 

Yo, por ejemplo, estoy amando a un hombre al que hace un mes no conocía, pero del que creo saberlo todo porque es mi espejo. Salté al vacío desde la primera vez que lo vi, a una velocidad vertiginosa, y sigo cayendo. Y quiero quedarme ahí, no tener más nada que decir del amor exprés, como hubiera querido mi padre que desde la nada me mira. Estar con él los próximos 35 años de mi vida. A fin de cuentas, 73 años no es una mala edad para morirse.