Hoja de vida
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Una alegoría de lo habitual                        English
Dinamarca. La sala de reuniones de una multinacional. Por las ventanas se presiente la asepsia del espacio escandinavo. El presidente de la corporación se ocupa de que todo este a punto. El café está dispuesto en orondos termos que reposan sobre una repisa de acero inoxidable. Al lado de los recipientes se amontonan las tacitas de pálido azul de Royal Copenhague. Se avecina un conclave de los máximos rectores de la sociedad. Los consejeros, uno a uno, se hacen presentes. Un ujier trae un objeto escondido bajo un paño: tiene forma de catafalco. El presunto sarcófago yace en una bandeja de plata extirpada de las minas de México o de Bolivia. Hay un silencio de expectación. El joven descubre el enigma. Se trata, en efecto, de una caja de madera. El presidente, tras una breve perorata, la abre con delicadeza. Con el índice y el pulgar de la mano derecha empieza a sacar un surtido de esos muñecos hieráticos que, como salidos de un relato de Orwell, han hecho famoso el nombre de Lego. En esta ocasión, son algo distintos de lo que solían ser sus antepasados de resina sintética. Su aspecto, entre tenebroso y ocurrente, corresponde al de los actores del último producto de la serie Aventura, un perfeccionamiento del ya clásico ensamblaje dirigido a los niños, que recrea a través de los minúsculos engendros, y de las piezas que los acompañan, los albures de las regiones más peligrosas del mundo. La violencia, vista desde lejos, es cosa de juego. Con los personajes, la clientela infantil edificará los imaginarios propios de los superhombres de la Guerra de las Galaxias que sueñan con ser. La primera que aparece es la muerte con las costillas al aire. Enseguida, un terrateniente con sombrero tejano, y después unos cuantos guerrilleros. Algunos llevan una ametralladora atorada en los corvos que remedan las extremidades. Surge una mujer con cola de caballo; va vestida con un traje de tela de camuflaje. Después, sale el matón, mal encarado, sin afeitarse; lo distingue una cortadura en la mejilla; lleva consigo un machete. No podía faltar el secuestrado envuelto en un tejido de cadenas. Están todos. Cada figurilla pasa de mano en mano entre murmullos de aprobación. El juguete es santificado por el conglomerado de poderosos que, acaso sin darse cuenta, se ha enfrascado en depurar la filiación del público menudo. Los catálogos están listos. Lo propio ocurre con las cajas de colores llenas de piezas que rellenaran las jugueterías de Europa, o de la Quinta Avenida, o del centro Andino. Una vez más, como en las películas de Indiana Jones o en los escenarios de cartón de Disneylandia, se va forjando el arquetipo. El prejuicio, está vez con la propiedad irrebatible de tener un acento de candor, está a punto de asaltar las mentes de los pequeños de todo el orbe. Eso incluye a los niños de América Latina.
El relato anterior es una ficción, pero podría no serlo. El juguete existió, estuvo en las tiendas especializadas. Lo mismo ocurrió con los catálogos, de tirajes millonarios, que desaparecieron de súbito y que sugerían, en forma de historietas, las aventuras que cualquier crío podía reinventar con las piezas del perverso rompecabezas. La peligrosa, desgraciada y podrida América Latina, con sus prototipos, seguía en la mira de los autócratas de la industria. Las pirámides, las caricaturas de dioses de estirpe maya y los facinerosos con sus caras lúgubres, todos ellos de juguete, así lo demostraban. Algunos años después, uno de esos catálogos y uno de los juegos, sobrevivientes tal vez de un ataque tardío de conciencia, cayó en manos de Nadín Ospina. Esas piezas de una arqueología contemporánea, empezaron a inquietarlo:los bandidos del Lego danzaban en el universo de ídolos precolombinos con orejas de Mickey Mouse; de terracotas con la cara de Bart Simpson, de Chacmooles con la efigie de Tribilín; de pectorales Taironas con el rostro de Donald, o de figurillas de cerámica china,  que constituyen los dioses del olimpo urticante construido por el artista, en una mezcla de parodia y melancolía, para poner de relieve la envergadura de ciertos influjos sobre aquellos iconos que concretan la tipificación. Las piezas hacían parte, con sus granadas desperdigadas y con sus matojos de amapola, con las mágnum automáticas, con los escorpiones de baquelita y con las serpientes pintarrajeadas de colores brillantes, de esa estirpe de prototipos recreados a menudo por los creativos de otras latitudes, en el plástico o en el celuloide, y difundidos por el poder de las grandes inversiones
Poco a poco, los nuevos personajes se fueron aislando. La imaginación del artista les confirió la condición de ásperas fantasías con fuerza propia.  El planteamiento crítico, a partir del estereotipo, fue tomando forma. Se hizo urgente poner de relieve un punto de vista, aún más punzante, sobre la identidad que, si bien había sido esbozado  en la obra anterior, se enriquecía con un examen de índole antropológica de un preconcepto convertido en juguete. De nuevo, los mecanismos foráneos, las lecturas prejuiciosas de una realidad, intentaban inmiscuirse en los supuestos colectivos y en la esencia de una cultura que, a estas alturas, va camino de definirse como el fruto de un nuevo mestizaje donde lo extraño pareciera validar lo propio o, cuando menos, reforzarlo.
Los medios de expresión del nuevo discurso de Nadín, que bajo el nombre de COLOMBIA LAND retoma los senderos conceptuales ya enunciados y les da una dimensión aún más trágica, a través de una hipérbole manejada con enorme agudeza y de una metáfora de nuevo diseñada en el extranjero, no surgieron por casualidad: se hizo preciso retomar el lenguaje de la pintura, que también ha enriquecido ese universo de postulados ya manidos y de lugares comunes, y recrearlo con un sabor de pop art  que, a la postre, también es importado, para hacer énfasis en una posición planteada a partir de la hipótesis de que así nos ven, porque así nos retratamos. Pero no se podía dejar de lado la instalación realizada con esa fauna de figuras corpóreas que constituyen el eje del Lego. El uso de una serie de lenguajes delata, con un sabor de sátira, no sólo la perfidia del juguete sino el entramado de que la realidad del país constituye un entorno que el quehacer artístico se encargado de hurgar como si con esa mirada, a menudo cómoda, se diera la redención; como si el repaso repetitivo de la tragedia consiguiera el exorcismo. Acaso también se trata de un juego de banalidades y de facilismos. También sobre esa circunstancia hay una posición de examinador que lleva al instante a la reflexión.
En un atisbo lleno de ironía sobre lo aciago de los prejuicios, reside la esencia de la exposición de los últimos trabajos de Nadín Ospina, que el Centro Cultural de la Universidad de Salamanca en Bogotá presenta con gran orgullo para finalizar las actividades de 2004.

FERNANDO TOLEDO