BORRADOR DE UN TEATRO DE LA CRUELDAD.

Antonin Artaud.

Aparecido en Revista Pomaire, año 1957. Chile.

Traducción de Eduardo Molina.

"Antonin Artaud - poeta, ensayista y, más que nada, una de las mentalidades más originales e inquietantes de la literatura francesa contemporánea - dejó antes de morir varios bocetos de obras en preparación. Fue el creador de El Teatro de la Crueldad.

LA CONQUISTA DE MEJICO:

Acto primero:

Los signos anunciadores.

Una panorama de Méjico en la espera, con sus ciudades, sus campos, sus cavernas de trogloditas, sus ruinas mayas.

Los recursos musicales y pictóricos para acentuar sus formas, agarrar sus asperezas, serán logrados mediante el espíritu de una melodía secreta, invisible para el espectador y que corresponderá a la inspiración de una poesía sobrecargada de alientos y sugestiones.

Todo esto tiembla, gime, como un escaparate sacudido, anormalmente. Un paisaje que siente venir la tempestad; objetos, músicas, telas, trajes perdidos, sombras de caballos salvajes pasan por el aire como meteoros lejando, como el rayo sobre el horizonte lleno de mirajes, como el viento a ras de suelo, si inclina vehemente en una anunciadora claridad de seres de lluvia. Luego la iluminación entera entra en la danza; a las conversaciones destempladas, a las disputas de todos los ecos de la población, responden las mudas confrontaciones, ensimismadas, deprimidas de Moctezuma con sus sacerdotes reunidos en colegio, con los signos del Zodiaco, formas severas del firmamento.

Acto segundo:

Confesión.

Méjico visto esta vez por Cortez.

Silencio sobre todas sus luchas secretas, estancamiento aparente y sobre todo, magia de un espectáculo inmóvil, inaudito, con ciudades como murallas de luz, palacios sobre canales de agua estancada, una pesada melodía.

Luego de un trazo, en un tono agudo y recto, cabezas que coronan las murallas.

Después de un sordo fragor lleno de amenazas, una impresión de terrible solemnidad, vacíos en las multitudes como bolsillos de calma en el aire resoldado por la tempestad: aparición de Moctezuma, que avanza solo delante de Cortez.

 

Acto tercero:

Las convulsiones.

Moctezuma corta el espacio verdadero, lo taja en dos como un sexo de mujer, para hacer brotar lo invisible.

La muralla de la escena se atiborra desigualmente de cabezas, de gargantas; melodías agrietadas, extrañamente cortadas. La respuesta a estas melodías aparece como muñones. Moctezuma mismo aparece cortado en dos, se desdobla; con pedazos de sí mismo a medio aclarar, posee otros de luz que ciega; con muchas manos que salen de sus vestiduras, con miradas pintadas sobre su cuerpo como una múltiple toma de conciencia, más en el alma de Moctezuma todos los problemas debatidos pasan en tropel.

El Zodíaco que con todas sus bestias enrojece sobre la cabeza de Moctezuma, se convierte en una multitud de pasiones humanas encarnadas por las sabias cabezas, brillantes de argucias, de los oradores oficiales - arengas secretas - respecto de las cuales, la multitud, a pesar de las circunstancias, no deja de reír burlonamente al pasar.

Sin embargo, los verdaderos guerreros hacen mugir sus sables, al afilarlos sobre las casas. Barcos voladores atraviesan el Pacífico de índigo violáceo; repletos con las riquezas de los fugitivos, mientras por otro lado, en otros barcos voladores llegan armas de contrabando.

Un hombre demacrado como sopa con toda rapidez sintiendo que el asedio se aproxima a la ciudad y, como la revuelta estalla, el espacio escénico aparece como congestionado por un mosaico de gritos, donde hombres o bien tropas compactas, bien pegadas, miembro con miembro, se chocan frenéticamente. El espacio está pavimentado hacia arriba de gestos que giran, de rostros horribles, de ojos agónicos, de puños cerrados, de cabelleras, de corazas y, en todos los estadios de la escena, vientres que caen como el granizo y cuyo bombardeo toca la tierra con sobrenaturales explosiones.

 

Acto cuarto:

La abdicación.

Ahora bien, la abdicación de Moctezuma tiene como contrapartida una extraña y como maléfica pérdida de confianza en el lado de Cortez y sus guerreros. Un turbio secreto sube de los tesoros descubiertos, aparecidos como ilusiones en los rincones de la escena, (lo cual será realizado por múltiples juegos de espejos).

Las luces, los sonidos, se hinchan y revientan como frutos acuosos que se aplastran contra el suelo. Extrañas parejas aparecen; el español por sobre el indígena, horriblemente hinchados, ampulosos y negros, y caen como carretillas que mostraran vientres.

Muchos Hernandos Cortez entran al mismo tiempo, signo de que ya no hay jefe. Por otra parte, los indígenas masacran españoles, mientras que, ante una estatua cuya cabeza gira emitiendo una música, Cortez con los brazos colgantes, parece soñar. Las traiciones quedan sin castigo, las formas que no sobrepasan jamás de cierta altura, hormiguean.

Depuestas las armas, los sentimientos de lujo aparecen. No las pasiones dramáticas de tantas batallas, sino sentimientos calculados, un drama sabiamente urdido, en el cual por primera vez durante el espectáculo aparecerá la cabeza de una mujer.

Y como consecuencia de todo esto, es también el tiempo de las miasmas, de las enfermedades.

Sobre todos los planos de la expresión aparecen como sordas floraciones, sonidos, palabras, flores venenosas que estallan a ras de suelo. Y, al mismo tiempo, un soplo religioso hace inclinarse las cabezas; sones terribles parecen rebuznar, recortados nítidamente según las caprichosas fiorituras del mar sobre una vasta extensión de arena, de un acantilado todo hecho trizas por las rocas. Son los funerales de Moctezuma. Un pataleo, un murmullo. La multitud de indígenas cuyos pasos hacen un ruido de mandíbulas de escorpión. Después hay remolinos frente a las miasmas, cabezas enormes con las narices infladas por los olores, y nada, nada más que españoles inmensos y bamboleantes. Y como una alta marejada, como el estallido brusco de una tempestad, como la revuelta que arrastra a toda la multitud por pedazos llevando el cuerpo de Moctezuma muerto, zangoloteado por las cabezas como un navío. Y los bruscos espasmos de la batalla, la espuma de las cabezas de los españoles acosados, que se aplastan como sangre contra las murallas verdegueantes."