Dorado, como escribirte una carta sin nombre para bautizarte con ella y dejar que caigan sobre ti todas las hojas rojas en que se descompone el otoño. Sin que se rompan las bolsas del parto, ni que flotes en líquido amniótico, ni tus heridas supuren, ni te descompongas como los huesos al morir la tarde, la que se arrastra, reptando, llega y desaparece.

Nada qué hacer con tus mantos ni tus manos ni tu pecho cubierto de agujas que se me clavan en las manos como una señal más de aquello que no se deja atrapar por la escritura que a cada paso se vuelve más barrosa y descompuesta.

Ganas de morir en un desprecio, en un invierno de hembra ignorada, de alguien a quien se le da la espalda y con ese voltear se la vuelve dócil y transparente, aunque ese paso se torna insignificante. Entonces, se desdibuja toda la referencia, se callan todas las palabras gastadas que por dentro quieren romper el alma y transformarse en gritos, en susurros, en un inmenso gemido que me traiga a la vida. Pero, no me lees, me aplazas, me opacas, me dueles, te descompones en una imagen por dentro y me tiño de gris con tu pena, pero a pesar de todo no te tengo y sólo siento este nudo que socava y me sofoca y me impide tener la paciencia para esperar a tu próximo giro, a tu próximo bemol, a tu próximo suspiro helado ante mí, a tu roce, tu decisión de tardanza, tu distancia completa, acabada, femenina, pasiva, latente, temida y temerosa. Pero no me desvisto ante ti y tu posible imagen, la que invento y mezclo con mis risas ante el espejo, son sólo una señal más de mi latido aplazado, de este estar bregando por conservar el equilibrio y que la ansiedad se traduzca esta vez en palabras y no en llanto, no en desborde, no en ganas de correr para deshacerme de mis fluidos, hacerlos estallar frente a ti, como en un juego maquiavélico para que cierres los ojos y… dejes de temblar como yo cuando no sé de ti.

junio 2004