ARTE, CINE Y RESISTENCIA

A-B-C. La primera dictadura empieza en el colegio, cuando la máquina fascista determina desde sus propios principios de validación las disposiciones que darán sentido a un sistema de relaciones correctas y funcionales: palabras que se ajustarán a sus propios conceptos y significaciones, estéticas de un orden preciso, calculado, en el recato "moral" de los cuerpos suprimidos por aquello que no se puede hacer presente. El orden de la sala, el uniforme, el formarse en la mañana, el cantar el himno patrio. Luego, las divisiones. Alma y cuerpo, verdad y mentira, bien y mal, moral e inmoral, válido e inválido, izquierdas y derechas, mujeres y hombres, forma y contenido, sujeto y objeto. Así funciona y en gran medida es lo que se hereda. Estás acá o allá; eres bueno o malo; dices algo cuerdo o no dices algo cuerdo; es lógico o es ilógico, tienes un principio de autovalidación o no lo tienes. Eres de los míos o eres de los otros. Delincuente o ciudadano. Sistémico o antisistémico.

Pues bien; más allá de las hegemonía y su absorción de la diferencia (como muy bien se dijo hace un par de días en otro coloquio), el binarismo es quizás la mejor forma de tranformarnos a cada uno de nosotros en un pequeño fascista; partir de nuestros propios principios de exclusión, bloquear el pensamiento satanizando o instaurando nuestros propios Che Guevaras o Papas. Es tan fácil, tan burdo, que la máquina mercantil ha hecho de ellos una forma de comercialización. Lo mismo da una polera de un grupo antisistémico o de un grupo de pop chicle . Ambos son parte de lo mismo: la máquina binaria. Como una pieza que cabe bien en un rompecabezas pre- armado (de esos de mil piezas). Binarismo es el nuevo ismo. Dentro de su lógica lo blanco es blanco, lo negro es negro. Lo malo malo y lo bueno bueno. Los sanos sanos y los locos locos. La división entre dos fronteras que están supuestamente opuestas, construída a partir de los resabios iluministas y autovalidados en un principio de verdad: la filosofía ha dado su parte en esto (que le pregunten a Kant). Siempre será más fácil caber dentro de uno de estos principios antes que estar completamente desnudos en el óceano violento de la vida, dibujando una línea quebrada que escriba y rehuya. Una trizadura en la pared blanca donde somos escritos día a día. Si algo puede caracterizar al arte de la modernidad es justamente eso: una traición. Un abandono, un salirse. Si hay alguna imagen para esto es la imagen del traidor que lleva un cuchillo bajo la mano y traiciona la raíz (partido, familia, país, bandera) al que alguna vez perteneció. Un correr, no como el correr "blanco" de Forrest Gump, un hacer por hacer, un accionar por accionar, sin detención; si no más bien un correr como el de Antoine Doinel al final de los 400 golpes; es decir, huyendo en plano secuencia en dirección al mar y ahí una detención absoluta. Un ir hacia lo desconocido.

Si algo ha caracterizado a las obras más críticas (en el sentido más efusivamente Adorniano del término) de esta modernidad que se nos acaba de escapar ha sido justamente eso: dibujar una línea quebrada. Ahí está Godard, Buñuel, Raúl Ruiz en el cine. Samuel Beckett, Heiner Müller, Artaud en el teatro. Kerouac, Eltit, Kafka en la literatura.

Pues bien.¿qué caracteriza a este arte al que hago referencia? Sin duda varias cosas, pero una que las aúna a todas: resistencia. Resistir como el acto fúnebre de un arte que asiste al fin de su propia utopía, pero que a la vez celebra su momento, su luz fugaz. Resistencia como una detención y fuga, el huir de ese estado de contención, pero a la vez enrostrar al propio sujeto su escisión fundante. Un escapar del rostro, buscando multiplicidades que refieran a eso: un instante fugaz de todo relacionado con todo. Escapando de lo humano. Nada más terrible que la metáfora –simbólica como reflejo del rostro sea la única forma de acceder a los otros niveles. ¿por qué la experiencia estética neta, hoy múltiple, debe referir siempre a un reflejo simbólico de sí mismo? ¿Porque en vez de volver a prenderse a su cuerpo, no viajar en cada nueva experiencia estética en una desaprehensión absoluta de lo corporal? Pues bien, un primer punto sería el arte como un lugar de libertad asociativa, de experiencia con lo múltiple (no desde lo uno, si no siendo lo múltiple, es decir la libre asociatividad de todo con todo). Nada más peligroso para cualquier "ismo" que pensar en la soberana libertad asociativa del arte, algo que se opone a la reducción (si no mercantil) al nivel de su propia experiencia. Es decir, dando una experiencia que se mueva en lo indefinible, único, sin predeterminaciones, sin ser "reflejo", "síntoma" o "testimonio" si no siendo libre a sus interpretaciones. La obra, en ese sentido, es autónoma, y sus lecturas deben escapar, huir de su linealidad interpretativa. En este panorama ¿cómo es posible hablar un arte que de cuenta de? ¿Cómo es posible pensar en un arte que escape de la propia reificación? ¿Cómo pensar en una configuración posible, cuando desde todos lados hay un nombre otorgado desde un sistema de representación que busca estratificar? ¿en que medida el arte puede hablarnos de un trauma que se encuentra en el borde de lo comunicable, fuera del nombre? ¿cómo es posible representar aquello que se encuentra en el límite de la propia representación, la muerte esperando detrás de cada esquina? ¿cómo dar nombre escapando de la banalidad audiovisual que intenta acabar con cualquier indicio del horror? La máquina binaria no se detiene y absorbe. Dictadura hoy es eso:una palabra. Pinochet una imagen. Por cada programa al respecto en la televisión, por cada nombre a una imagen, queda fuera un inasible. Por cada representación posible, un murmullo. Debajo de los muros pareciera siempre esperar su infrahistoria; el pequeño ruido que se le tiende a escapar a cada nuevo discurso. Pero bueno; estamos aquí para hablar de las estéticas de la dictadura ¿y que existe si no ahora en medio de esta majamama de palabrerío e imágenes prediseñadas que todos los sectores quieren que adcsribamos, si no una estética vendida y asimilada, una invasión de los imaginarios propios y colectivos de lo que fue (y no fue) la dictadura? ¿qué hay si no una adscribir o un estar fuera? ¿qué hay si no una estética propia de la dictadura, que detrás de sus imágenes esconde modos, morales, técnicas que son propias de una estética del fascismo? ¿una definición en el ámbito profundo, una construcción precisa y calculada de los imaginarios? Los cuerpos pasean en el zapping televisivo en la llamada "liberación sexual", y a un botón usted tendrá a un periodista dando un inteligente análisis político internacional, un programa de atrocidades grabadas o la película mal traducida de hace 10 años. Cada programa es cada programa, cada imagen es cada imagen. Se busca la definición, la claridad, una neo lengua que va a impedir poder traspasar la señal electrónica de la pantalla.

 

Pues bien, he ahí un primer punto de partida para hablar de la medida de una estética de la dictadura, una estética del facsismo. Ahora bien, ¿Es posible representar después de un siglo XX lleno de horrores?¿como es posible que el arte se haga cargo de esto? Y, dentro del campo que me interesa en específico, ¿cómo filmar desde un principio estético de resistencia? ¿cómo filmar siendo crítico hoy?

Mi respuesta: ante la simplificación discursiva del audiovisual televisado, pareciera que lo único que nos salva es la complejidad de la experiencia. Un énfasis en los cómos por sobre sus qués. Pensar en sus resquicios, los objetos, el caso a caso. Las líneas infrahistóricas del dominio. Ahí se sitúa el pensamiento que busca una critica. No en una denuncia (recurso del tipo "Aquí en vivo",) si no un cómo representa. Un saber corporalizado, no un objeto a abordar. Una mirada oblicua que da nombre y se reniega. La única forma de pensar el horror es no mostrándolo. La máquina hará de cada suceso una experiencia banal. Un éxito de taquilla. Un juego nuevo en Fantasilandia. Por el contrario ¿qué nos queda detrás de una película como la Batalla de Chile? ¿o de Diálogos de exiliados? Un forzado acto de conexión con unas figuras apenas reconocibles. Un cómo viste, como habla, como se ve. Cómo se comporta. Una subjetividad que describe desde su propio sector que se hace parte y aparte. Si la imagen es puro flujo de información, sólo es posible representar otorgando un corte, una detención. En palabras de Ramón Griffero "no podemos representar como ellos representan", a lo cual comentaría: no podemos representar linealmente en un contexto donde todo apunta a un sometimiento mayor, un olvido mayor, un borrar los cuerpos inyectando morfina en cada día a día. No podemos representar ni decir linealmente, en un contexto que se encarga de transformar todo en un objeto más dentro del discurso totalizador. El horror espera en cada acto mínimo. El horror es olvidar; pero olvidar un se vive aquí y ahora. Una inercia que nos lleva de titular en titular, de palabra en palabra sin apenas saber que caemos de lugar prefijado en lugar prefijado. Una estética resistente del horror representa sabiendo lo ficcional de sí mismo y, a sabiendas de su propio fracaso, traspasa a la realidad el único arte posible. El arte de sí mismo recae en traspasar el arte a un arte-vida. No una estetización de la vida, si no un principio de desrealización, de ver que nada es como parece.

(Como en la cita Beuyseana del C.A.D.A. en su acción de arte de 1981 "el trabajo de ampliación de los niveles habituales de la vida es el único montaje de arte válido, la única exposición, la única obra de arte que viene". La utopía del arte ha muerto, no su pesadilla)

Pero volvamos. La estética de la dictadura, del fascismo, del horror se alimenta de nuestro silencio. De un callar. De un asimilar. Dar por sentado. Creer que esto es así y no de la otra forma. Que nada contiene a lo otro. (Detrás de la felicidad se esconde la pesadilla, detrás de la "alienación" momentos fugaces de luz). La estética de la dictadura, del horror se alimenta de los compartimentos separados en las oficinas, del rechazo absoluto al encuentro, al diálogo, del satanizar al otro (o ridiculizarlo), del pánico permanente a lo diferente (lo "opuesto"), las estéticas y las formas de la dictadura se alimentan del egoísmo, pero también del consenso. Se alimentan de las verdades que damos por sentado. Un creer que se está en lo correcto, en la silla correcta (ustedes están de público, yo acá sentado). Que hay cosas más importantes y prioritarias que otras para pensar, y otras no. Detrás de cada gesto, las formas del fascismo esperan para hacer de nosotros un "forma parte de". Las formas del fascismo se esconden detrás de cada principio de invalidación del otro: justo ahí espera el pequeño Hitler de nuestro interior . Cuando creemos que estamos fuera de eso, es el primer indicio de un cáncer que ya se apoderó de nosotros, que nos ha ahogado. Huir, hacerse pequeño, el recorrido de un caracol, Antoine Doinel corriendo, el arte de nuevo.

Damos así paso a las micropolíticas, el arte-vida. En el cine, como en la vida (o en la vida-cine), cada detalle es un viaje. Cual es la estética de la dictadura? Un hoy. La estética de la dictadura es aquella que vemos en el día a día. Edificios nuevos, simulando una ciudad extranjera. Guardias y casetas de seguridad. Cuerpos traumados que explotan en curvas y cola less. Gente entrando en masa al mall como única entretención del fin de semana. ¿Cuál es la estética de la dictadura? Un salir a caminar, comprar el pan. ¿Cuál es la estética cinematográfica de la dictadura? Un cómo era el pan. Qué se oía. Cómo estaba el cielo. Como mirábamos. Que ropa había. Que ropa hay. ¿Cuál es la estética de la dictadura? Un cuerpo que ha registrado en su superficie los sucesos, sus intentos por definirlo (mientras que el lenguaje lo marca, las ideas lo disuelven). En palabras de Michel Foucault: "la procedencia que se enraíza en el cuerpo. Que se inscribe en el sistema nervioso, en el aparato digestivo. Mala respiración, mala alimentación, cuerpo débil y abatido." Una singularidad que debe escaparse. Un "encontrarlos allí dónde menos se espera", dónde menos se espera ha quedado huella de un proceso en su mera negatividad. La estética de la dictadura habita, vive, se reproduce en los modos de subsistencia de nuestro cada día, en la experiencia concreta de los cuerpos. ¿Qué técnicas usamos para comunicarnos? ¿cómo decimos lo que decimos? ¿qué dejamos fuera y que dejamos dentro? ¿qué pensamos de la persona que está al lado? ¿cómo nos entretenemos el fin de semana? ¿qué se articula detrás de un chiste sobre un inmigrante? ¿detrás de la risa histérica de un chiste fálico? ¿qué vemos cuando vemos la televisión? ¿cómo nos insertamos en el medio laboral? Y más allá ¿cómo son los rostros? ¿las pieles? ¿los ojos? ¿dónde hay cáncer, donde coagulación? Más y más allá. Una lupa que ausculta, abre la piel, logra penetrar en los poros. El cine como terapia, denuncia, belleza, objetivación. El detalle. El rincón de una pared que esconde un papel tapiz de hace 30 años, un lápiz gastado, un letrero de neón. Una comisura en los labios, un pequeño gesto de alguien que mira hacia el lado, un señor que sale todo los días a la misma hora en la casa del frente. Todo es indicio, rastro de un esto ha sido, esto es, un ha terminado siendo, instante fugaz de un proceso. Todo relacionado con todo.

Por eso, la del arte (y la del cine) es una tarea traidora. Espera y retorna con la daga. Los estados y las totalizaciones son acusados, indesmentibles. Pero no de forma directa, si no oblicua, como el nombre que se niega. "Pura forma" para un pensamiento conservador que espera reducir la experiencia a un objeto definido (el "síntoma"), que no considera al arte contemporáneo como parte de su historia, es decir como un saber validado- "pura forma", cuando lo que hay es un pensar diferente a partir de su misma forma. Que no asume interpretación lineal (el dolor, la culpa, la redención histórica si no que culpa, dolor, redencion historica, muerte, amor , vida, ahogo, amor denuevo). Y que sabe que su forma es puro pensamiento (la discusión sobre cómo acercar este arte a la gente, la dejo para otro día). La imagen es descarnada, indesmentible, abrumadora en su potencia. Pero indefinible, fantasmagórica, mortuoria. Los cuerpos aparecen como fantasmas provenientes de alguna parte. La máquina del cine, de los fantasmas es correlato de la máquina de desaparecer gente. El desaparecimiento es filmado, retornado como en la mejor de las pesadillas. Aún retumban las imágenes vistas. Los rostros de los asistentes al funeral de Neruda en el 73 (lejos el mejor momento visto en la televisión en muchos años). El rostro de un general en una reunión previa al golpe. O la de Aldo Parodi tomando el sol en el infierno de un Santiago de post dictadura. Todo es digerido y se devuelve en su espectralidad.

En este panorama situamos al cine crítico hoy; en palabras de Frederic Jameson, cine conspiratorio como un "esfuerzo conciente y colectivo por descifrar el lugar en el que estamos y los paisajes y formas a la que nos enfrentamos en un final del s XX cuyas abominaciones se intensifican debido a su ocultación e impersonalidad burocrática". Un espectro que retorna con la daga, distorsionado. Igual, pero diferente a sí mismo. "Una verdad a 24 cuadros por segundo" disuelta, irremontable. Miles de espejos que refractan, hacen oblicuo su proceso (director-cámara-proyección-espectador), pero hay algo que innegablemente ahí está. lo descarnado es su fuerza, su maldición lo oblicuo.

Un detalle que ocurre detrás, un gesto. Plano detalle, zoom in, zoom out.

El cine es pura experiencia, un saber mínimo pero necesario que se entrega entre medio de nuestro parpadeo a 24 cuadros por segundo. Es espera, aburrimiento leve (como dice Raúl Ruiz) en el que a veces nos quedamos dormidos, una pausa dentro del avance progresivo-temporal. En ese sentido el cine desde su pregunta abierta es un fenómeno de aprehensión, donde el espectador es puesto al centro partícipe de su propia desaparición. Un hacerse parte de lo que está afuera, incorporándolo.¿Como vemos el cine? ¿Como vemos las cosas? ¿Como vemos el mundo? ¿Como nos hacemos desaparecer en la ciudad? Siempre en los modos, siempre habitando en el rabillo del ojo.

En el cine-vida, en el plano detalle, siempre habrá un argumento posible para atacar los deseos de totalización (ese pequeño "pero" que hace la diferencia). Desde su silencio el cine, acusa, espera y resguarda. Singulariza cuando se hay que pluralizar. Niega su interpretación cuando hay que reducir. Cuando se piensa que se está filmando un cine de izquierdas, lo que vemos es un cine de derechas. Y viceversa. El cine seduce, deja en off. Siempre momentos, lugares, objetos: Cuerpos, espacios y trayectos. De la nada, el todo. El espectador cobija, se disuelve, se hace parte de los flujos, establece su propia línea de fuga, directo al óceano o al abismo. Saltando vallas, desmitificando, siendo la muerte, viviendo la experiencia mortuoria por excelencia, viendo con rayos x detrás de la pared banca. Aún si la utopía del cine ha muerto (como el arte) su recuerdo parece tan vigente como ayer.

Cine máquina-máquina de los ojos-máquina del cuerpo, de la esthesis, recuperando el cuerpo al pensamiento, pensamientoi físico de patadas de Bruce Lee, la risa dislocada que produce Charles Chaplin. Siempre fuera de la línea, fuera de línea, fuera de la propia palabra, haciéndose pequeño en la hoja que cae de un árbol o en el paseo dominical en bicicleta. Cada día distinto al otro, cada instante uno nuevo.

Cine-vida, cinefilia-cinematografía o la resistencia del pensamiento más allá de sus divisiones. Mientras caen los edificios y sus paredes binarias.