Entiendo a la identidad como expresión de integridad. Lo idéntico a sí, no en tanto esencias inmanentes, sino como integridad que dialoga con lo circundante. Lo que hace a la identidad es la referencia, y esto hace de la identidad algo dinámico, no ese detenimiento vital por motivos del control y de la sujeción social, la construcción social del sujeto.

Somos lenguaje porque somos vínculo. En algún lugar entre la inmediatez rígida del aislamiento y la unicidad marítima de la disolución, aparece lo que somos como individuos. Cuando el diálogo navega en la esfera de las individualidades, aparece la identidad individual. Cuando navega en la esfera de lo colectivo, aparece la identidad colectiva. Pero el diálogo navega siempre (aunque en ocasiones no logremos hacernos cargo de ello) en esa esfera existencial que desabsolutiza los universos parciales de lo individual y lo colectivo, y entonces la identidad se reivindica dinámica y ocasional.

Claro que existe esta intencionalidad más o menos velada, más o menos conciente, de controlar el flujo vital clavando con estacas los individuos al piso, a un piso referencial y endurecido que acaba con la autoridad no delegada.

En esto autoridad e identidad están ligadas. Autoridad tiene una raíz etimológica bien interesante. Es la nominalización de la capacidad de ser en tanto ser íntegro (autos), eso que podría decirse también con la tan trillada expresión de "ser uno mismo". Este "ser uno mismo" es un ofrecimiento, una propuesta. Implica proponer a lo circundante la voluntad propia de relacionarnos de una u otra manera, es la voluntad de construir o alimentar vínculos existenciales con uno u otro lenguaje. Esta responsabilidad, esta capacidad de responder a la existencia de uno desde la voluntad y desde el compromiso genuino, es peligrosa a la hora de sujetar identidades al piso, a la hora de imponer conductas obedientes para el ejercicio del sometimiento. Ahí es como aparece la autoridad delegada, esa que llamamos tradicionalmente Autoridad, a secas, y que aparece como fuerza exterior, referencial y soberana, repecto de la cual trazamos nuestro comportamiento que es, en definitiva, la estela que dejamos de lo que somos o de lo que fuimos.

El principio de realidad es, en cierta medida, un diálogo con la Autoridad. Y el principio del deseo, en cambio, dialoga con la autoridad. Cuando hablo del deseo no me refiero necesariamente a los impulsos del "ello" sino a la manera en que acudimos o no a su consumación. El ello nos grita desde adentro, el superyo desde afuera, y el yo tal vez termine siendo una oreja existencial, una audición o sordera, y, por sobre todas las cosas, una acción en consecuencia.

Si la autoridad existe no existe la obediencia. Y si lo simbólico deja de ser ese escondite para lejanías, ese privilegio de la cultura policía, y en cambio es el nutriente sabio de la cultura viva, de la forma más humana de existir, el lenguaje ya no es la imposición escolar sino la expresión menos lingüística de nuestra existencia.

Es por todo esto que insisto en asumir la identidad como aquella integridad referencial y dinámica que dialoga con lo circundante por asuntos de la autoridad, de la repsonsabilidad de ser, de forma autogestionada y relacional. De la soledad al aislamiento hay una distancia que no es conveniente achicar. La integridad no se pierde en el vínculo, sino más bien al contrario. Es lo que hace posible el vínculo o, mejor, es la consecuencia simultánea del vínculo.

Cuando pienso estas cosas intento correrme de nociones estrictamente racionales, quizás corroborables desde la experiencia mediatizada por las Ideas de un pensamiento único, enciclopedizado y reductor. Son las 17:28 del 28 de Mayo de 2004, pero tampoco es del todo cierto. Lo fenomenológicamente puro, eso que no existe tanto en la medida en que no existe la pureza. Nos temporaliza y moldea el principio de realidad, pero no dejará jamás de ser interpretable. Así como nos explicamos el tiempo como sucesión de instantes, como devenir o camino con desdes y hacias, y así como esta explicación es, creo yo, tan cierta como necesaria, será importante explicarnos la simultaneidad transversal, esa que se nos muestra en la insuficiencia cronológica del almanaque, esa que hace a esta realidad bisiesta en la que no nos alcanzan los relojes. Y esta otra explicación, también insuficiente, ha de coexistir con la primera, mal que nos pese la paradoja.

La noción del tiempo hace a la noción de identidad. No es que nuestra existencia sea paradojal, sino que la razón inventó la paradoja como válvula de escape y como detección de aprendizajes, de pasos a dar. La resolución de la paradoja es la utopía necesaria para que la razón se mueva, y es la aceptación racional de la paradoja lo que hará del pensamiento racional algo útil, relativizado a su ámbito parcial del saber, desabsolutizado e impuro.

Y entonces lo simbólico aparece como lenguaje coexistente capaz de participar en la construcción de ideas, de nociones vitales de lo que somos y sucede. No podremos explicar algo tan hondo como la identidad. Y mucho menos racionalmente. Pero sí podremos construir nociones dinámicas de ella que nos sirvan para vivir mejor. Es en este contexto, sólo en éste creo yo, en el que sirve la utopía visceral del conocimiento