Un paso en el laberinto

Cuando descubrimos que se nos muestra una pieza y que a destapar esa ventana que se nos desvela, es a lo que nos llevó ese paso que escogimos dentro del laberinto, podemos pensar que hay cierta causalidad, que hay cierta concatenación de fenómenos, pero sólo nos evidenciamos a nosotros mismos en nuestra elección.

Al destapar esa ventana lo que descubrimos es uno de los posibles rostros que tenemos. Qué tan auténtico sea ese rostro, dependerá de qué tan propia haya sido la primaria elección que en su concatenación devino eso desvelado.

Cuando comenzamos a encontrar la salida del laberinto; cuando caminamos proyectando alguna afirmación de nosotros mismos, alguna trama esencial que nos hable de nuestra perduración, de nuestra persistencia; cuando comenzamos a dar respuestas a nuestras acciones en función de rasgos de nuestra identidad, podemos pensar que la disolución no es el destino de nuestra andanza.

Supongo que esa afirmación de nosotros mismos en términos de identidad es lo que preserva el hilo que, al caminar por el laberinto, nos permite saber qué pasos ya hemos dado y qué tan enredados estamos.

Sin embargo, para que nuestro hilo no se corte o no nos volvamos locos de enroscarnos en el laberinto, es necesario que alguien, otro, vele por nuestras espaldas, es necesario que alguien, otro, nos devuelva con su mirada eso que venimos siendo.

La autoafirmación de nuestra identidad en tanto hilo que conserva nuestra integridad, no viene de la nada ni es fruto de un acto de creación libérrimo, sino que es fruto del diálogo existencial con otros que nos proponen, con su mirada, lo que hemos venido siendo.