Desandar la ciudad que me cubre como un manto de timideces nunca bien expresadas y siempre al filo de la sorpresa que estalla, como una copa rota, al girar detrás de esa esquina, casi perfecta, que me encuentre con quien, muy en el fondo, quisiera encontrar.
Quedar como un suspiro semiconfesado en una madrugada de velas donde se inscribió la pasión y la dureza de un cuerpo que sólo quiere unos bemoles de sobra...
Guardar el líquido seminal en la espalda. Líquido blanco que se escurre por mi costilla y queda recogido, como en su concavidad insaciable, en la curva de mi columna que se arquéa con la fuerza que vulnera mi cuerpo y lo penetra.
Espiar de reojo la sombra que las velas proyectan en lo blanco de la pared que en la noche se vuelve un gris nacarado y la sombra sólo un susurro a la indecencia.
Buscar un cuerpo semipresente, traficado a la blancura de otros gestos y otras madrugadas aún en el vientre indeciso del futuro.
Bucear mis profundidades internas, las de cuerpo, impregnada de fluido vaginal que no espera nada más que el deseo y la impostura de un hombre de piel morena.
Quedar tendida después de amar, sin amor, siempre sin amor, como un requisito de cualquier "ismo" que no sea el de la carne, el de un infantil juego con la lujuria de la cual reniego, casi siempre por principio y porque es el lema de otro cuerpo sibilino que no quiso nunca reverberar con mi conscupicencia de animal tardío.
Esperar la luz que subía del sur, la que perdí al marchar, siguiendo la ruta de la madera, del fuego, del pedernal. No queriendo impregnarme de ninguna noción que me imponga reflejos, muros, sensibilidades adoptadas de un tiempo en el que transcurrí lejana a todo devenir de la carne.
Dejar de pertenecer a la confusa realidad de un placer que nunca podrá ser enteramente compartido en tanto las fronteras del cuerpo son siempre un dato inclasificable, intraducible, más allá de un emocionar que promete sincronía, risas en redondo, que vienen de otros inciertos emisores. Como en una comunicación abierta al sol que ya pronto nace.
Evadir las miles de rejas y sandeces que le grita la cultura a un querer que se solaza en la pureza de la nieve. Siempre y cuando se supere, previamente, el amargo destino de ponerle nombre a las cosas.
Inventar palabras, invitarlas a entrar a la hoguera de la mente, de la lengua. Porque nunca la emoción dejará de estar transida de verbos que la vuelven una dulce mediación para aquietar la sed de sentido de un alma esquiva.
Limpiar el verbo de carne. Ahogar el verbo en la carne.