Derek Walcott (Premio Nobel de literatura 1992, nace en 1930 en la Isla Santa Lucía)

La joven esposa

Haz que todo tu dolor sea pulcro.
Ahueca las almohadas, alisa las esquinas
de su colcha favorita.
Escribe a quienes guardan luto por ella.

Al atardecer, después de la oficina,
recorre el risco de un sillón,
el valle de las sombras en los sofás,
el follaje muerto de las cortinas.

¡Ah, pero el espejo -el espejo
que crees que ha descubierto
al traidos que sientes ser-
se empaña, por mucho que lo limpies!

Los capullos del papel de la pared
no se inmutan ante los apagados sollozos
que no deben oír los niños,
o ante los cajones que no te atreves a abrir.

Ella se ha ido con aquel visitante
que se sentó a su lado, como el viento
cerrando suavemente la puerta del dormitorio;
se fueron cogidos del brazo,
dejando atrás la foto de boda en
su marco labrado, un rostro sonriéndose
a sí mismo. Y el teléfono
mudo. La carga

que arrastramos a este lado más pesado
de la tumba no resulta reconfortante.
Pero el voto que fue expresado
en encaje blanco te ha traído

hasta la linde misma
de esa promesa; ahora, para algunos,
las púas del seto de espino
se transforman alegremente en flores

y el corazón en desconsuelo.
El sol se reclina sobre el suelo de una cocina.
Tú sigues colocando el tenedor y el cuchillo
en su sitio cuando pones la mesa para comer.

Los niños se apropian del espacio
que deja una silla retirada
y nada puede ocupar el lugar de ella,
amada y ahora aún más profundamente amada.

Los niños aceptan tu respuesta.
Te sorprenden cuando ríen.
Ella está ahí sentada diciendo con su sonrisa que el cáncer
mata todo menos el Amor.