Hace
63 millones de años, la costa superior de Piura
era un campo de múltiples calderas emitiendo coladas de
lava. Un sofocante ambiente por encima de los 900°C se
veía por doquiera. Al fondo, los incipientes Andes
comenzaban a tener altura. Cuando todo quedó en quietud, por así
decirlo, extensos bolsones de gases clorhídrico y
sulfuroso intentaban escapar de su prisión. De vez en
cuando, una que otra fumarola hacía irrespirable el
ambiente de por sí enrarecido. Columnas de vapor ácido,
sobre los 300°C eran manifestación de que la actividad
no había cesado del todo. Hasta que un día, ahora sí,
todo quedó en quietud.
Sobre la capa de lava, el
viento se encargó de crear un primer relleno de polvo y
pequeñas piedras. Los Andes, entonces, no eran tan altos
como hoy, así que el transporte volátil era cosa
simple. Por otro lado, no había valle de Huancabamba,
por tanto, sin un primer 'freno' para los alisios, el
viento ayudaría.
Todo volvió a ser lo de
antes, excepto que el río, que siglos de siglos después
los primeros habitantes bautizarán como Lengash,
que antes avanzaba sin problema hasta encontrarse con
otro más grande, que otros pobladores llamarán Turicarami,
no encontró salida: la colada de lava, al enfriarse
rápidamente creó un pequeño macizo que hizo imposible
seguir avanzado al NorOeste.
Sin embargo, casi a la
vuelta había un terreno más bajo. El río tomó por
asalto la zona, y creó un nuevo curso hacia el sur. El
mar entonces quedaba más cerca, puesto que lo que hoy
llamamos Sechura, no era más que zócalo continental
bajo el agua.
La capa de polvo y piedras
se hizo más gruesa. Las lluvias hicieron la otra parte.
Pero, ¡miren alrededor! La vegetación antes pequeña se
ha tupido, es inmensa y exuberante.
¿Qué sucedió? Resulta
que el agua, en combinación con remanentes sulfurosos,
hidrogenados y carbonados, enriqueció el suelo,
haciéndolo ampliamente fértil. La fauna no tardó en
tener hogar. Pero eso era en el verano, porque al llegar
el otoño, ya no había lluvias. Pobres los árboles que
tenían las raíces cortas, o morían, o se esperaban al
otro verano. Los otros se mantenían, si no fuertes, al
menos, verdes.
Por supuesto, los animales
tenían dos opciones. O buscar áreas verdes más al
norte, donde la actividad volcánica era mucho más
violenta, o apelar al instinto de supervivencia, y, a ver
cómo pasamos el invierno. Por supuesto, algunos tuvieron
suerte de salir volando. El resto cruzó la darwiniana
experiencia de adaptarse.
Así las cosas, hasta que
con el correr de los siglos llegarían los homínidos. El
resto es historia.
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