El terruño según Eliseo
Salió buscando el futuro, como cualquier
otro muchacho, hasta que enfrentó su identidad cultural y volvió a
explorarla. Ahora que dice conocerla más, busca ofrecer más.
por Nelson Peñaherrera Castillo nelsonpenaherrera@journalist.com
A Eliseo Pangalima Rentería (foto de la
izquierda), la vida ni le sonreía pero tampoco lo trataba mal.
Simplemente era otro ‘pata’ más en medio de otros ‘patas’
que caminaban por la sociedad, buscando cómo ser algo para después
ser alguien y llevarse a la boca alguna cosa.
"Desde que salí a Lima, me gustó
conocer el país". Se sentía un aventurero en medio de otras
personas llevadas por la corriente de conocer lo que vieron en los
libros, o por el puro gusto de sentir aire nuevo a cada minuto.
"Cuando estuve en Ecuador me
preguntaron sobre Cusco, y dije que no lo conozco, pero sí Aypate,
y eso está en mi tierra. Que era punto de vía para Quito y para
Cajamarca."
Bastó la referencia para que Eliseo
volviera al terruño para prometerse volver a salir jamás a menos
que lo haya conocido por completo.
El loco Aypate
La ciudad de Ayabaca (izquierda) vio nacer a
nuestro personaje hace veinticinco años. Casi nada ha cambiado
desde entonces, pues mantiene las mismas calles estrechas
flanqueadas por casos de uno o dos pisos con techos de teja a dos
aguas.
Ubicada a 2.715 metros sobre el nivel del
mar (según la última medición oficial), y con una temperatura
promedio de 18 grados Celsius, posee un clima escogido por sus
fundadores, a mediados del siglo diecisiete, para convertirlo en un
granero.
La ciudad se ubica en la ladera oriental del
cerro Campanario, cuya cumbre más alta roza los tres mil metros de
altura.
Por las calles circula un chico menudo, de
hablar modulado y a la caza de cualquier que no tenga cara de
parroquiano, con algún acento de curiosidad por lo que hay por
allí. Se trata de Eliseo, el guía.
Las ruinas de Aypate son la evidencia de
dominación incaica en la zona de Ayabaca. Están a unos treinta
kilómetros en línea recta desde la ciudad, a una altura de dos mil
novecientos metros, en medio de una vegetación tupida y típica de
esta parte de los Andes: árboles frondosos regados sempiternamente
por el páramo.
Como Ayabaca, las ruinas están casi en la
cima del cerro, desde donde es posible dominar toda la comarca, y se
supone que constituyeron un centro ceremonial y político, aunque
para Eliseo sería lo primero.
"Aypate era un apu [espíritu
protector] donde venían culturas chimúes y mochicas para pedir
cosechas o agradecer producción."
Para el guía informal, Aypate es la
quintaesencia de la identidad ayabaquina junto a los petroglifos
preincas de Samanga, que están más al norte, rozando el límite
con el Ecuador.
"Mis amigos me llaman ‘loco Aypate’
porque soy el único que invita a la gente de afuera a que visite
las ruinas", meta personal que le ha llevado a guiar a gente
del extranjero: "He llegado gente francesa y les ha parecido
maravilloso."
Fue así como lo conocí, cuando intentaba
descifrar la maqueta que de las ruinas se expone en el hotel
"Samanga" en el centro de la ciudad, que representa sólo
la parte visible pues se estima que la tercera parte aún puede
estar oculta bajo la vegetación, y que, como Troya, podría
corresponder a la ciudadela original construida por los ayawakas, un
centro ceremonial de culto a la luna.
"Me gusta acostarme en cualquier lugar
de Aypate y regreso como nuevo. Nunca le he rezado, no le hecho
pagos (ofrendas)".
Nuevas artes
Los ayawakas eran una tribu que integraba
una confederación con los wankapampas, más al sur, y los kañiwas,
al norte: eran los wayakuntus (o guayacundos).
"No somos herederos de un pueblo
cualquiera. Samanga no se sabe todavía de dónde proviene",
sentencia Eliseo, y tiene razón pues los estudios existentes
abundan en imprecisiones aún de quienes fueron los habitantes que
pisaron sus pies en la zona, de dónde aparecieron y cómo se
desarrollaron o qué hicieron.
Siglos después, uno de sus descendientes ha
logrado, eso sí, desarrollar otros talentos, como los trabajos en
cuero. He conocido el cuarto-taller de Eliseo, en su casa, en el
sector sur de la ciudad.
Hay bolsones, billeteras, monederos.
"El cuero viene de la curtiembre artesanal, obtienen la cal y
se saca la piel." Los trabajos están pintados en colores de la
tierra, desde los pasteles hasta los marrones típicos de la tierra
arcillosa cuando está húmeda. "He pintado con un tipo de
pintura, otro tipo, llegué a mezclar con thinner, con
alcohol."
Eliseo dice que es un arte que pudo haber
aprendido en Ecuador y que le lleva a hacer un morral en dos o tres
días, y si se le agregan accesorios, un día más.
"Ahora conozco Ayabaca. He investigado
un poco", dice el muchacho confiándome que es el momento de
aprender más para servir más a su tierra. A sus veinticinco años,
luego de vagar como un ‘pata’ más, ha decidido aprender
idiomas, profundizar sus estudios de turismo, para lo cual volverá
a Lima en estos días.
Dice que volvería en cualquier momento si
de hablar de su tierra se trata. Es como una deuda por todo el
tiempo que jamás la concibió como su mama-pacha, la diosa
de la fertilidad inca, que da sustento y cuyo cuidado y cariño era
vital para el sustento de los antiguos habitantes.
Apuesto que lo hará regresar, cuando haya
superado su segunda etapa de aprendizaje.