Érase una vez una mujer de nombre Nadia. A Nadia le gustaba mucho el jardín de su casa (que era enorme, por cierto).
Nadia aprovechaba los fines de semana para hacer diversos arreglos a su jardín y una que otra vez para sembrar alguna nueva planta. Curiosamente, ese fin de semana, iba a trasplantar un árbol que había comprado el lunes y que aún no gozaba de los beneficios de un lugar definitivo.
Como el asiento de un árbol requiere previo agujero en la tierra, Nadia se apresuró a cavarlo de la mejor manera que pudo. Palada tras palada dejó el hoyo del tamaño que consideró conveniente.
Se las arregló fácilmente para terminar el resto de la tarea. Estaba regando a su nuevo inquilino cuando pensó en que no había utilizado toda la tierra del hoyo para taparlo nuevamente. Se le ocurrió mirar hacia el pequeño montículo sobrante y, ¡caray! había algo extraño que sobresalía de él.
Incrédula, se acercó al montículo para distinguir que cosa era aquella que a veces brillaba y a veces se oscurecía, como si fuera una especie de día en pequeño. Tuvo una gran desilusión: excepto por el inusual brillo era una simple caja de madera.
Pensó que posiblemente algo valioso estaba dentro de aquel cofrecillo. No tenía cerradura visible, lo que hizo esfumarse en Nadia la esperanza de hallar la llave hurgando más en la tierra. La caja entonces fue sometida a tensión, martillazos, serruchos, cuchillos, alambres, etc, pero resistió tenazmente los esfuerzos para abrirla.
Paciente, pero no tonta, se dió por vencida y mejor fue a bañarse dejando el cofre sobre la mesa de su cocina. Pero la caja misteriosa la aguardaba con más sorpresas. Cuando Nadia terminó de asearse y acudió nuevamente a inspeccionar la caja, ¡ésta estaba abierta, como si siempre lo hubiera estado!
Con trabajos, Nadia se recuperó de la mezcla de espanto y asombro al encontrar la caja en semejante condición. Se le llegó a ocurrir que un fantasma era su propietario y que andaba merodeando su casa buscando la oportunidad de llevarse su singular pertenencia.
Pasó Nadia la noche en vela con la intención de no ser sorprendida por espectros astutos y envidiosos cuando por fin tuvo el valor suficiente como para descubrir el contenido de la caja. Nueva decepción: todo lo que guardaba la caja era una roca ovalada y un rollo de pergamino cuyas inscripciones apenas se diferenciaban de los garabatos de un infante.
"Tal vez tenga valor arqueológico y me recompensen por haberlo encontrado", dijo para sí. Y resolvió que esa misma tarde llevaría el cofrecillo a ser revisado por los expertos del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
"Buenos días", dijo Nadia al pararse frente al escritorio de un funcionario de la institución. "Buenos días", respondió éste, sin prestarle atención. En ese momento revisaba una enorme pila de papeles.
"¿Qué se le ofrece?" preguntó el funcionario dejando a un lado temporalmente su tarea.
"Bien, sucede que mientras cavaba en mi jardín para...". Nadia se explayaba cuando el funcionario la interrumpió: "Señorita, al grano. Tengo montones de cosas que atender."
Nadia, un poco contrariada, obedeció. "Encontré esta caja en mi jardín." Le extendió el citado objeto al funcionario.
"¿Y qué pretende que hagamos con ella?" cuestionó el funcionario una vez que examinó superficialmente la caja.
"Quisiera que me dijeran si tiene algún valor arqueológico."
"Está bien. Vuelva dentro de un mes."
"¿Un mes? ¿No cree que es mucho tiempo?"
"Ah, ¿ud. sería capaz de estudiar un objeto supuestamente arqueológico en menos tiempo?"
"No, pero..."
"Hasta pronto, vuelva en un mes."
Y sin darle tiempo a más, un policía la condujo a la salida del edificio.
Nadia regresó puntualmente al cumplirse el plazo, exactamente a la misma hora. La caja parecía no haberse movido del lugar donde la había dejado. No tuvo que articular palabra para saber lo que había ocurrido.
"Ahí tiene ud. su caja, señorita. Puede llevársela cuando quiera," le dijo el mismo funcionario de la vez anterior sin despegar la mirada del documento que mecanografiaba. Éste, al no escuchar ningún reclamo ni el movimiento de la caja, continuó "No fue capaz nuestro laboratorio de hallarle importancia a este objeto. La madera en la que fue tallado es de árboles que no son de esta región. Posiblemente tales árboles ya estén extintos. La piedra que estaba adentro es una piedra como cualquier otra, sin ninguna peculiaridad que la haga diferente de otras piedras. Y el pergamino no está escrito en ninguna lengua conocida de las culturas que han poblado este lugar. Enviamos facsímiles a otros centros de investigación del mundo y tampoco reconocieron ninguna escritura antigua semejante. En pocas palabras, no sabemos que es esta cosa y, la verdad, no nos interesa saberlo. Háganos un favor y llévesela."
Aún sin abrir la boca, Nadia hizo lo que se le pidió.
Nadia volaba a la centésima conferencia que dictaba en Europa. Sostenía sobre sus piernas la caja que había encontrado en su jardín casi cien años atrás.
Desde que vió que nadie se interesaba en la caja, decidió que ella misma le encontraría su significado, por muy oculto que éste fuera. Empezó por leer todos los libros del mundo. En uno de ellos encontró la fórmula de la inmortalidad, y gracias a eso aún seguía investigando. Abrió la caja que tanto había cambiado su vida y sacó de ella el antiguo documento que guardaba.
Ya no recordaba cuantas veces había visto el pergamino cuando, de repente leyó en él:
"Ésta es la piedra filosofal."
Como con vida propia, también le reveló:
"Le he dado los conocimientos de Mundo. Ahora, le daré los conocimientos del Universo..."
Y las inscripciones se tornaron en un mapa que señalaba el fin del mundo.
Gracias a su inmensa sabiduría, Nadia no tuvo problemas para llegar al fin del mundo.
En esa montaña, que era el fin del mundo, estaba un hombre anciano. Estaba de pie, inmóvil, como si fuera una estatua.
Nadia se acercó y le formuló la más antigua pregunta:
"Maestro, ¿cuál es la verdad universal?"
El hombre, sin mover los labios, dijo:
"Soy un mentiroso."
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Última actualización: 4 de Agosto del 2003.