L a   v i s i t a
 

El bus verde se detuvo en su recorrido y los pasajeros empezaron a descender. Vi que llevaban viandas y frutas a sus parientes queridos que estaban recluidos en el recinto penitenciario porteño.

  Cuando tomé el micro y vi que las calles se sucedían unas a otras, desde la inicial Avenida Argentina, pasando por la comercial Pedro Montt, no había pensado en el espectáculo que había de presenciar en la cárcel.

  El tórrido sol de febrero que es en Chile el equivalente al agosto europeo, se hacía dueño majestuoso del cielo de un color azul intenso. Las murallas del penal estaban pintadas con cal  y cada quince o veinte metros un gendarme con su uniforme verde-caqui, parecido al de los guerrilleros, montaba guardia con una metralleta en bandolera. Sus metálicos pasos so-naban nítidos seguramente por el silencio reinante.

  De improviso, un amigo que me acompañaba en esta piadosa visita me dijo: "Lucho, saca tu carnet de identidad". Obedecí en silencio al ver que una fila de personas hacía lo mismo delante de nosotros. Al comien-zo de ella un funcionario de prisiones sentado frente a una mesa hacía las veces de inspector de las personas que formaban pacientemente. Cuando llegó mi turno, le extendí el documento que sabía vencido, por lo que pensé que no me dejarían entrar al recinto. Con sorpresa lo miró, como buen poli-cía observó la fotografía, de más de diez años de antigüedad, para compro-bar que la persona que lo exhibía era la misma que aparecía en la foto. Con grata sorpresa recibí un papelito amarillo...(Debía de ser la contraseña para ingresar al recinto penal). Entretanto, mi amigo no tuvo mis problemas y se acercó frotándose los lentes con un pañuelo, en un característico gesto suyo.

  Al ingresar a la sala de espera, después de otra cola (Chile es el país de las "colas" o filas), los gendarmes acomodaban encima de un mesón las cosas que llevaba la gente a sus seres queridos y procedían a revisarlas rigurosamente. Noté que no permitían limones ni uvas y después supe que con dichas frutas se preparaba el temido "pájaro verde", bebida que ha cau-sado innumerables problemas en todas las cárceles del mundo. Y la del Puerto no era una excepción.

  Después de un corto trayecto por el interior del penal, pudimos por fin reunirnos con nuestros amigos que estaban allí, cuyo feroz delito ha-bía sido intentar roban una céntrica farmacia en una locura de noche de Año Nuevo, con muchos grados de alcohol en el cuerpo (con lo cual la valentía aumenta). No justificaba su delito, pero tampoco podía pensar que por tan poca cosa pudieran dos muchachos jóvenes estar privados de su libertad.

  Al vernos,  se acercaron y  Ricardo, al que más conozco, me dijo : "¡Viejo, cómo fuiste a molestarte!".  -Hombre, no es nada, no es nin-guna molestia, repliqué, notando que sus ojos parpadeaban de felicidad por nuestra visita. Procedimos a entregar nuestros pequeños paquetes y noté que Mario, el otro amigo detenido, estaba acompañado de su polola, una niña de mirada dulce y ojos tiernos, tez morena enmarcada por un cabello color aza-bache. Noté también que en la improvisada banca, donde nos ofrecieron asiento, había una mujer de pelo canoso que mantenía aún rasgos de juven-tud. Era la dueña de la pensión donde se alojaban los muchachos, los que no tenían parientes en Valparaíso.

  Los demás presos tampoco escapaban al calor reinante y con-versaban reunidos en grupos con sus parientes y amigos. Se notaba que casi todos eran de extracción popular, muchos pululaban entre los grupos, reco-lectando monedas que decían era para comprar  parafina. A lo mejor en sus celdas les permitían hacer onces y desayunos, pues supe les daban almuerzo y comida, eso sí que con piedra lumbre para bajarles la potencia sexual, ya que son muchos los hombres en hacinamiento inhumano y sin posibilidad de desahogo sexual.

  El agua era transportada al patio, donde se desarrollaba el día de visitas, por hacendosos niños, los que la traían desde una llave ubicada entre el patio y la recepción, por así decir.

  Notaba a Ricardo ensimismado, como cavilando  en cómo salir de su situación. De pronto alzó sus ojos negros y me dijo: "Lucho, quiero pedirte un favor". "Te lo hago siempre que pueda", contesté alegre y cauta-mente. Enseguida nos pusimos de pie y nos alejamos del pequeño grupo a conversar confidencialmente... "Quiero, me dijo, que me saques fotocopia a estos documentos", al mismo tiempo que metía su mano al interior de su parka azul y me los entregaba, no dándome lugar a una negativa (astuto el hombre, pensé). Los recibí y los guardé en mi chaqueta. "¿Cuándo quieres que los traiga?, consulté tímidamente. "El martes, el próximo día que hay entrada", contestó, al mismo tiempo que, bajando la mirada  arguyó a modo de explicación: "No tengo dinero para pedirte este favor".  "No te preocu-pes, tengo algunas monedas y sabré cumplir; en todo caso no es tan caro", dije para consolarlo al verlo un poco deprimido. Me acordaba cuando lo veía por las calles porteñas con su inseparable guitarra, después de haber cantado en los buses de locomoción colectiva. Entonces su carácter en li-bertad era alegre y despreocupado; hoy en prisión era nervioso e inquieto, pero no hosco.

  Volvimos al grupo donde estaban el resto de los amigos Mario y su polola y Alejandro, mi acompañante, charlaban con un poeta joven que recién había llegado. Como era domingo, los gendarmes habían sido un po-co compasivos: ya era el término de la visita y aún permanecíamos dentro del penal, para alegría de los presos. Pero no hay plazo que no se cumpla... y fatalmente un fornido gendarme con un pito anunciaba el término de otra visita...

  "¡Señora, no se pierda! imploraban Mario y Ricardo a la dueña de la pensión. Uno a uno fuimos saliendo a la calle adyacente.  "-¿Bajamos a pie?, le pregunté a mi amigo de los infaltables lentes. "-Sí, creo que es mejor caminar después de estar tanto rato sentados".

  Transcurrieron los días y en un local cercano a mi casa saqué las fotocopias pedidas por mi amigo encarcelado. La próxima vez que tenía que ir era jueves y tuve los documentos para ese día.

  Otra vez en la cárcel, pero la escena no era la misma en el pa-tio: unos evangélicos predicaban a esas almas caídas en pecado. "¡Almas que escuchan, arrepentíos antes del juicio final"! Estas y otras parecidas fra-ses llenaban la tarde. Mi amigo al verme me dijo :"Lucho!" y me abrazó emocionado. Le entregué los documentos. Su señora aún no llegaba de Mendoza, a donde había ido a buscar trabajo.

  "¿Y la Negra sabe tu situación?, consulté. "Debe venir viajan-do", me dijo con pena e impotencia...
  Charlamos un rato. Ya más calmado me confidenció que él no tenía antecedentes penales, así que su pena sería firmar un tiempo y después quedaría libre.

  Yo era la única visita que tenía aquel día,. los amigos se aleja-ban de la cárcel, nadie soporta la fila ni las preguntas de los gendarmes. De nuevo sonó el pitazo y comprendí que había que marcharse. El muchacho comprendió que debía dejarlo en ese medio ambiente hostil.

  Bajé a pie hasta la Plazuela Aníbal Pinto. Una hermosa lola parada en una esquina me hizo gozar de las delicias de la libertad.

  Antes de subir al bus le di la última mirada...