L a   n o c h e   p o r t e ñ a
 

Anochece y me encuentro de pie en Pedro Montt, la concurrida arteria porteña. Cerca mío se encuentran los singulares puestos de los artesanos en anillos, collares y otras prendas femeninas. Aquí se reúnen poetas jóvenes y escritores aún sin editar a conversar y hacer planes sobre el futuro.  -¡Chiquillas, cómprenme aritos! vocea una vendedora empeñosa, ofreciendo su mercadería a las buenas mozas que pasan a esa hora. (Deben de ser estu-diantes en vacaciones, las que sonríen y se alejan sin comprar).  Fumo un cigarrillo y miro el reloj de la esquina. Es viernes y como trabajo sólo hasta este día y tengo el fin de semana libre, no tengo apuro por irme a casa. Es-pero a un amigo, al que llamo "El Lobo Estepario"; es un hombre parecido al célebre personaje de la novela de Hermann Hesse. Como a diez metros lo veo avanzar entre los transeúntes. Viene acompañado de dos amigos y ya me ha divisado, pues me sonríe. Como es su costumbre, al detenerse frente a mí me extiende su mano hinchada por la mala circulación de la sangre. Saludos. Los amigos, al percatarse de que los abandona, le dicen "¡Chao, Lobito!, a lo que él contesta con un "¡Chao, que les vaya bien!", y se alejan rumbo a la calle Condell.

  Al estar solo con "Lobito" me fijo en que viste pantalones plo-mos en buen estado, zapatos negros, al parecer recién lustrados, chaquetón azul claro y jersey plomo; luce una barba espesa y pelo largo. Parece un simpático existencialista. Se me acerca y observo que quiere decirme algo, sus grandes ojos pardos parecen dilatarse cuando escucho "¡Tengo una pi-cada, Juan!".  ¿Dónde? le pregunto, intrigado por su inesperada confesión. "Es aquí cerca, en Las Heras".  ¿Ah, sí y cómo se llama?  El "Rossini", me responde. ¿Cuánto vale la botella de vino?, pregunto, al mismo tiempo que lanzo una bocanada de humo al aire. "Barato", responde. Y se queda pen-sando un rato, como es habitual en él.

 Nos encaminamos lentamente, viendo pasar a los transeúntes. Nos detenemos junto al cine "Brasilia" y miramos un rato los afiches: al parecer exhiben una comedia italiana con mucho humor y sexo, picardía, que parece ser el contenido de dichas películas.

  En un kiosco de diarios color verde oscuro, sobresalen dos mu-chachos hacendosos, que parecen estar a cargo de él: mientras venden su mercadería, lanzan piropos a las niñas que pasan. Los titulares con letras rojas llaman la atención del público que transita a esa hora.

  Seguimos caminando por la calle Las Heras y nos detenemos en un negocio que parece ser una mezcla de bar y fuente de soda, pues ven-de completos y churrascos, además del apetecido vino. Abrimos las puertas de vaivén y nos encaminamos a una mesa que parece estar desocupada. Tomamos asiento y "Lobito" pasea su mirada por el lugar: nos ha recibido el clásico vocerío de los lugares nocturnos, el humo espeso de los cigarrillos flota en el ambiente, algunas mercenarias del amor dialogan con los clientes: las hay para todos los gustos, trigueñas y morenas, de pelo largo y corto. Una me llama la atención: va de mesa en mesa y sube una escala que da a un altillo, que es el "reservado". Las murallas del bar aparecen decoradas con afiches gigantes y mini calendarios con modelos desnudas.

  Llega el garzón y le encargamos una botella de vino tinto y una porción de papas fritas hechas en casa. La mercenaria, entretanto, ha bajado los escalones y se dirige ahora a un cliente que al reconocerla ha levantado una mano en señal de saludo. Conversan entre ellos y de pronto el hombre saca un billete de  cinco mil pesos y se lo muestra. ¿ Será el precio por una noche de amor? Ella, rutilante, abre sus grandes ojos negros que se mueven constantemente cambiando de dirección. Parecen no llegar todavía a un acuerdo y ella se marcha al altillo con una botella de vino a medio consumir. Desde allí, a hurtadillas, lanza furtivas miradas a su fogoso galán, quien, habiendo consumido una pílsener, se dispone a irse a casa, pues su enamo-rada se ha quedado con otros parroquianos.

  Por fin llega nuestro vino y las papas fritas. -¡Vas a tener que apurarte o vas a quedar sin nada!, le digo a "Lobito" con la sonrisa a flor de labios, y él me contesta diciendo -¡Qué hambriento eres, hombre! y su rostro parece contraerse con una mezcla de estupor y  preocupación. Devoro rápi-damente las papas fritas ante la sorpresa de mi amigo solitario. Éste se de-tiene, me observa y me dice ¡Déjame algo!. Le hago caso y como más pau-sado, pero igual se me acaban las papas fritas. Es como en el cuento de "La Tortilla Corredora", que de tanto mirarla para comérsela se les va corriendo. Entra un pequeño cantor popular y su voz melodiosa y dulce parece llenar el ambiente. Un silencio grato ha descendido sobre el local para oírlo cantar. Interpreta "La Joya del Pacífica", la famosa canción porteña que ha dado la vuelta al mundo...

   "Del cerro Los Placeres yo me pasé al Barón,
   me vine al Cordillera en busca de mi amor,
   me vine al cerro Alegre y tú siempre detrás,
   Porteña buena moza, no me hagas sufrir más."

  La música llenaba el ambiente, era grato escuchar la canción de este pequeño trovador. Empezó el niño a hacer la recolección y de todas partes le llegaban generosamente las monedas. Cuando estuvo a mi lado y extendió su diestra para solicitar dinero, me fijé en él: lucía un pantalón de mezclilla y un vestón azul de colegial. Le dí algunas monedas y murmuró un gracias lacónico. Su rostro moreno delataba su satisfacción: tenía el pelo desordenado y las orejas sucias, sus pies los calzaba con zapatillas azules. Se fue feliz rumbo a la calle y sus pasos fueron apagados por la noche.

  Al poco rato sonaron de nuevo las puertas del bar con su ca-racterístico ruido semi metálico y en el umbral aparecieron tres hombres, uno de más edad ya peinaba canas: lucía un sobretodo blanco y para prote-gerse del frío se abrigaba con una chalina, que lucía alba en comparación con su rostro, violáceo por el exceso de alcohol. Se les acercó un amigo y juntos los cuatro hombres se dirigieron a una amplia mesa que estaba deso-cupada.

  Se acercó el muchacho de las mesas y oí que el hombre mayor ordenaba una pichanga (comida compuesta de cerdo, aceitunas, cebolla y queso) y una botella de vino tinto para empezar esa noche de bohemia y de cantos, ya que también aparecieron un hombre gordo y otro individuo, que entonaron acompañados por guitarra, diversos boleros románticos, de los que el pueblo comúnmente denomina "música cebollera". De pronto, las puertas fueron abiertas no muy suavemente, dejándose oir el chirrido carac-terístico, como sonido de goznes sin engrasar: un carabinero, de parranda al parecer, llegaba acompañado de un contertulio al que llamaba su "socio". Miraron en derredor, el mozo acudió solícito y encargaron su ración de vino blanco. El policía procedió a sacarse su chaquetón y yersey, quedando en mangas de camisa. Una vez cómodo empezó a tamborilear sobre la mesa con sus  dedos largos y morenos. No le duró mucho la inactividad, repenti-namente se fue a acompañar al hombre mayor, que comía pichanga con sus hijos. El "socio", al verse solo, se sentó a nuestro lado.

  El recién llegado, al parecer, venía de mal genio, ya que en me-dio de su borrachera y entre dientes echaba garabatos y "sacaba la madre" a todos los presentes.  Cuando asomó algo de tranquilidad a su rostro y al ver que sus ojos empezaban a cerrarse, di un codazo a mi amigo que miraba sorprendido la escena, moviendo con inquietud sus pupilas, y le lancé mi primera pregunta al "socio": ¿Desde qué hora están tomando? - Desde como las siete de la tarde. me respoonde con un hilo de voz.  Llevaba el corte de pelo a la usanza militar, es decir corto detrás de la cabeza.  Nosotros ya ha-bíamos consumido nuestro vino y las papas fritas, así que nos vino muy bien la botella de blanco que nuestro improvisado amigo trajo a nuestra me-sa. Algunos minutos más tarde, el cantor, que estaba en la mesa vecina, nos entregó un plato con más papas fritas. El curado nuevamente hablaba en voz baja y nos relataba cómo había sido encarcelado tiempo atrás, cuando no pudo pagar unas deudas. Este hombre, por las cuentas que sacó, al parecer tenía negocio y fue embargado. Decía que le quitaron mercaderías, un tele-visor, una máquina de escribir y otras cosas. Lloraba como un niño y estaba tan ebrio, que no le costaba nada decir la verdad. Intentó sacar cigarrillos y se le cayeron varios. "Lobito", solícito , se inclinó y le recogió uno; el hom-bre, desconfiado, lo miró y le dijo "Devuélvame los que faltan". Mi amigo, sorprendido por la frase hiriente, quedó con el cigarrillo en la mano, sin sa-ber qué hacer y exclamó como un borrego extraviado -¿No es cierto, Juan, que no hay más?.  ¡En efecto!, tercié yo y antes que el problema pasara a mayores, ya habíamos convencido al simpático borracho de que no le ha-bíamos quitado ningún cigarrillo. Viendo que cabeceaba nuevamente, le consulté de dónde era. -¡De Temuco!, me respondió y agregó con picardía, entrecerrando los ojos, evocando con ternura un amor perdido... Allá me enamoré de una indiecita araucana. ¡Y no le hablé! ¡No!, me dijo. Yo era un cabro de 15 abriles por entonces y era muy tímido por aquellos años... Con-versaba mientras, insaciable, bebía copiosamente, vaso tras vaso de vino y agregaba: Ella era una moza de más de veinte años, de pelo azabache y de caderas anchas, ojos negros. Fue un amor juvenil como tenemos casi  todos a esa edad...

  ¡Socio! gritó el carabinero que lo acompañaba. Se acercó el policía y su uniforme verde parecía dominar el recinto. Le puso una mano en el hombro y le consultó en forma confidencial ¿Está todo pagado?  ¡Todo pagado! le respondió el hombre que había bebido hasta saciarse.

  -Nos veremos amigos , nos dijo el hombre ,levantándose difi-cultosamente. - Por aquí vendré y les presentaré a mi mujer...Vive a Valpa-raíso y me casé al sentirme solo, nos confidenció al retirarse rumbo a la puerta, acompañado del policía. Desde el umbral, el simpático bebedor le-vantó una mano y los ruidos de la movilización nocturna silenciaron sus pa-sos trasnochados.

  Cuando salió, me quedé pensando en el "socio" y sus aventu-ras. Parece que era jubilado de alguna institución armada y ahora trabajaba de rondín (los diarios en sus avisos solicitaban ese tipo de personas para es-tos trabajos). Era sin duda un tipo singular y mano abierta, como buen chi-leno.

  Con "Lobito" conversamos un rato, no muy largo por lo avan-zado de la hora, y nos dispusimos a marcharnos. Llamamos al garzón y le pedimos la cuenta. Al momento apareció con  una boleta pequeña y rosada. A la luz mortecina del bar vi los números. No era mucho. Pusimos la mitad cada uno, como es nuestra costumbre cuando salimos a beber, y el mucha-cho se alejó con el dinero. Estaba justo y no había que esperar el vuelto.

  Nos dispusimos a salir,. Sorteamos un par de mesas con bebe-dores noctámbulos y bohemios. Abrimos las puertas y un aire gélido nos golpeó el rostro. Ya estábamos de nuevo en la calle. Empezamos a caminar por Pedro Montt, que a esa hora se veía desolada. Despertó mi curiosidad la gran cantidad de perros que se alimentaban de las basuras tendidas en las aceras, los quiltros husmeaban aquí y allá cuando saciaban su hambre y se iba cada uno por su lado, escabulléndose ya hacia el mar o hacia los cerros, según donde tuvieran su improvisado domicilio. Eran perros vagabundos y vivían de los desperdicios, como algunos pobres seres humanos.

  Llegamos, en nuestro camino a casa, a la calle Victoria, que se veía hermosa en la madrugada: la luz caía sobre los árboles, dándoles un tono esmeralda. La arteria se veía a esas horas nocturnas como un gran par-que.

  De pronto "Lobito Estepario" se detuvo al ver unas luces multi-colores y me dijo ¡Vamos a conversar un rato!, encaminando sus pasos ha-cia una puerta blanca, que era la entrada de la casa de "niñas de la vida ale-gre".  ¡Hola, María!, saludó a una morena de ojos verdes que estaba ahí de pie en el dintel de la puerta. ¿Has visto a la Nancy?  ¡La Flaca está embara-zada! Parece que tuvo un descuido con un marino, dijo la morena, con voz cascada.  ¡Y yo que quería verla!, dijo mi amigo "Estepario", seguramente al recordar una noche feliz pasada con la Nancy.

  Un silencio tenue cayó entre los dos, ya había pasado a tomar parte de la calle y del medio ambiente, pues la mujer me ignoraba al no co-nocerme y no tener yo cara de un cliente conocido para ella.

  Mi amigo, después de cavilar un rato, nuevamente decidió se-guir a casa. ¡Chao, María!, dijo y se me adelantó unos pasos. Yo me quedé y le pregunté a la mujer de vida fácil con insolencia   ¿Cómo está el nego-cio?  ¡Malo por la recesión! fue la precisa respuesta de la mujer y vi  que su rostro pintarrajeado se contraía en mucha expresión de pena.  ¡Ojalá se componga!, le grité para levantarle el ánimo. Y me alejé a grandes zancadas para alcanzar a mi amigo, que me esperaba en una esquina próxima, alum-brada por la luz mortecina de un foco a gas de mercurio.

  Tenía ganas de fumar y no tenía cigarrillos. Los pasos de "Lobito" los sentía tristes a mi lado, seguramente por su amor perdido en brazos de un marino.  ¿Qué dijo la María? me consultó con un hilo de voz, sin haber recobrado aún su ánimo.  ¡Nada!. Le pregunté cómo estaba la pe-ga y me respondió que mala por la recesión.  "Lobito" lanzó una sonora car-cajada al oír la palabrota de moda y acotó
¡ parece que a ellas también las afecta! ¡Así es!, le respondí al tiempo que metía mis manos a los bolsillos.

  Al poco rato avanzábamos por la Avenida Argentina. No veo vehículos ni personas. Debe ser por lo avanzado de la hora. El puerto duer-me y sólo dos bohemios como nosotros andaban en las desoladas calles. A lo lejos veo alejarse un furgón policial. Debe ir a la comisaría, pienso para mis adentro.

  Empezamos a subir lentamente la calle Simpson. Vamos al ce-rro Polanco, lugar de nuestras residencias. La primera cuadra es de cemento, después el suelo está cubierto de adoquines. Miro el ascensor único de Val-paraíso; los demás, según un estudio, son funiculares: los hierros enmoheci-dos dan la sensación de encontrarnos cerca de una mina. Hoy sólo se usa parcialmente, pues hubo un accidente tiempo atrás y se desprendió el piso del pasillo que va en el aire como en los viejos palafitos. Semi paralizado, el viejo ascensor aún sirve a los sufridos habitantes de este cerro porteño.

  Al llegar casi a la calle Antúnez, alcanzo a divisar una escuelita básica.  Es pequeña y ocupa unas casa viejas donde estudian las nuevas ge-neraciones de ciudadanos porteños.

  Ya estamos con "Lobito" al final del viaje. Un letrero anuncia "Botillería Polanco". Ha llegado la hora de irse a dormir. Mi amigo me ex-tiende su mano (la veo más hinchada) y me invita a tomar onces a su casa al día siguiente.  ¡Chao, Lobito!, le digo y él me contesta ¡Chao, Juan!  El cielo estrellado anuncia un bonito día invernal...Es julio.

  Camino unos pasos y subo una calle semi empedrada, donde crece el pasto verde en esta época del año,  por las abundantes lluvias.  Saco mi llave y la introduzco en la cerradura. Abro silenciosamente , pues ya to-dos duermen en casa.  Llego a mi dormitorio y comienzo a desvertirme, cuando sorpresivamente en las albas sábanas caen tres cigarrillos. Son los que había perdido el "Socio" y que a mi amigo "Estepario" casi le cuestan un ojo en tinta. Cómo fueron a parar  al bolsillo de mi camisa nunca lo sa-bré. Los recogí mecánicamente y los dejé en el velador sucio de polvo. Nunca pieza de soltero está ordenada y limpia, dice un adagio. Y la mía no es una excepción.

  Me acuesto después de fumar uno de los cigarrillos perdidos y me quedo.