L a   c a ñ a
 

Estaba sentado en la Plaza Victoria, punto de reunión de los porteños, para pasear y conversar. Hoy es domingo y habiendo cerrado mi pequeño puesto de libros en la feria, saco cuentas y noto que he ganado algunos cientos de pesos. Tengo para pasar la semana sin sobresaltos -pienso- y sin tener que pedir dinero prestado.

  Los domingueros empiezan a desocupar los bancos de este centro de esparcimiento. Son más de las 22:00 horas y de noche, aunque estamos en primavera, en Valparaíso baja la temperatura. Apago contra las baldosas del piso la colilla del cigarrillo que he estado fumando (el cigarrillo es el vicios de los solitarios), mientras saludo a algunos amigos que se diri-gen a sus casas, caminando ya hacia Condell o a la concurrida Pedro Montt.

  De pronto veo pasar un camión cargado con javas de vino y una idea se me viene a la mente, iré a tomarme una "caña" a "La Vertiente", el "Samoiedo porteño", como decían los bebedores consuetudinarios. Atra-vieso la plaza en forma diagonal y camino por el "paso de cebra" frente al Club Naval. Si me atropellan aquí, pienso, al menos tendrán que pagarme el funeral, pues esta zona es de los peatones. Miro hacia donde ponen el nom-bre de las calles, en las esquinas; sobre un fondo amarillo dice, con letras letras, "MOLINA". Me introduzco en la calle, que se encuentra en semi-oscuridad rodeada por altos edificios. Una doble fila de automóviles estre-cha la calzada, así que continúo por la vereda. Varias casas de un piso (construcción de adobes) ocupan la otra calle que está ubicada en forma diagonal. Arriba tiene un letrero de lata que dice Bar y Restaurant "La Ver-tiente". Penetro al local suavemente iluminado; se nota que el piso ha sido untado con parafina o petróleo, pues las tablas aparecen relucientes. Sobre la estantería está el aviso "No se fía", que el dueño hace respetar. A la iz-quierda hay un refrigerador antiguo y sobre él una radio que, calculo, debe tener más de veinte años por lo antiguo del modelo. Unas cuantas mesas con manteles sucios y rotos completan el pequeño local, a cuyo alrededor unos cuantos bebedores se sientan a tomar vino y a conversar de sus existencias.

  Yo casi terminaba mi cigarrillo y mi vaso de vino tinto estaba a medio consumir, cuando de pronto un hombre me toca el brazo y me dice, en tono de súplica e interés -¡Patrón, me deja la corta?&nbbsp; ¡Cómo no ! -le res-pondo, alargándole el cigarrrillo. Lo toma y lo fuma con deleite.

  Debe ser un hombre cercano a los sesenta años, luce una barba de varios días y un sombrero plomo, calza zapatos negros sin lustrar y viste pantalones del mismo color. De pronto le digo, cortando el silencio: -¿Está bueno el cigarrillo?.
-Sí, mi amigo, yo soy hombre que ha sufrido mucho a causa de las mujeres.- Sorprendido por la inesperada confesión de quien ni siquiera sabía el nom-bre, me quedo por unos instantes mudo ante la acusación hecha a las repre-sentantes del bello sexo.

  Termino mi vaso de vino y pido otro. Mi ocasional acompa-ñante, entusiasmado porque ya medio bebido le presto atención, me dice -¡Yo fui de la  armada! Siete años hace que dejé el uniforme. Una mañana de invierno, en el muelle Prat, delante de un teniente (y sus ojos se achican por el odio)...-¿Estaba curado? le pregunto interrumpiendo su conversación. -¡Sí!- me responde con fuerza-- pero él me trató mal, me amenazó con ha-cerme un sumario y yo me fui para no volver más.

  Se pasó la mugrienta y callosa mano por la boca sin dientes, y se llevó el vaso de blanco a los labios.

  -¿Era joven entonces usted? - le pregunto intrigado por sus ac-ciones. -¡Tenía 25 ó 26 años! me dice, bajando el tono de voz para hacerlo más confidencial. Saco mi cajetilla de cigarrillos y le ofrezco uno. -¡Justo le iba a pedir!, exclama con alegría. Se lo enciendo y fumamos en silencio.

  -¿Es casado? le pregunto con respeto. -¡Sí!, me dice con pena mal disimulada, -tengo tres hijos, pero soy separado, hace ya mucho tiempo; cuando la veo ni siquiera la beso en la cara, a pesar de que ella insiste.- Ya mi vaso se acaba, así es que apuro el último trago (el concho es lo mejor) y me dispongo a marchar, cuando una mujer rubia, ya casi una anciana, hace su entrada al local; se acerca al mesón y deposita en él una moneda de  diez pesos. -¡Blanco!- exclama, y un hombre que viste abrigo negro aún en buen estado le alcanza el vaso de vino blanco.

  -¡Es Doña Meche!, dice mi acompañante, mientras lanza una bocanada de humo. -¡Qué feo ver a una mujer tomando sola! le digo en voz baja, para que Doña Meche no escuche mi opinión. -Está acostumbrada -dice mi ocasional amigo sin sorprenderse, al momento que lanza una mirada de reojo al rostro de la rubia bebedora. Ésta bebía mientras charlaba con el dueño algunas frases inconexas. -¿Cómo está el negocio, Don Lucho? -¡Regular!, -no falta quien tome para ahogar sus penas!, respondió sin inmu-tarse el consultado. En sus ojos las pupilas se mantenían quietas, como bus-cando una aprobación tácita. Sus ademanes, algo torpes por la edad, hacían recordar los de un viejo pájaro marino sobre una roca oteando el mar. La mujer, terminado su segundo vaso, empezaba a echar garabatos y maldicio-nes entre dientes.

  Al rato crujieron de nuevo las tablas del piso. Era "El Pato", bohemio consuetudinario y generoso cuando tiene dinero para beber. Nos instalábamos a beber  en la mesa, cuando la mujer rubia, arrastrando los pies, se acerca a nosotros y, sin que la invitemos, toma siento al lado de "El Pato", empezando una larga discusión de dos personas que han venido de-masiado el tema en público.

  -¡El Anticristo vive, la Biblia dice que nacería en esta época! -¡Falso!, replica Doña Meche al Pato con calor y agrega -Nada dice la Biblia, el Anticristo es Satanás!  - ¡Cómo va a ser Satanás, Señora. El Anticristo vive, debe tener entre 9 ó 10 años.  -A mí no me venga con cuentos del Ann-ticristo -decía Doña Meche ya totalmente curada, lo que enfurecía más al Pato, que siempre cree tener la razón. Es un muchacho elegante, que en forma constante usa corbata y "James Bond", el popular maletín que usan los jóvenes ejecutivos apodados "cuescos cabreras", que casi siempre sue-ñan con grandes negocios donde se transan millones de dólares en contante y sonante, pero en realidad lo que hacen es conseguir pequeños préstamos, por lo que los clientes les cancelan mil, dos mil pesos., según el monto.

  Ya es tarde. Consumo mi última ración de tinto y me levanto con agilidad extraña, después de haber consumido varias "cañas". Al salir a la calle enciendo de inmediato un cigarrillo, lanzo una bocanada de humo al aire y siento el mismo placer que sienten los fumadores al inhalar el humo .

  Subo una calle empedrada después de haber atravesado medio Puerto a pie. Desde lo alto me sorprende el espectáculo de Valparaíso...Es la noche con alegría y bohemia que parece no extinguirse nunca...

 

  Pasaron algunos días antes de que yo apareciera por "La Ver-tiente". El trabajo y las teleseries me tenían absorbido, hasta que una vez, terminada la telenovela "Los Títeres", decidí ir a ver a Don Lucho, el dueño del "Samoiedo Porteño". Me sorprendió ver a la entrada del local la ambu-lancia de la Asistencia Pública. El color blanco-crema del vehículo resplan-decía en medio de la noche, que era aún joven bohemia. Como casi siempre sucede en estos casos, varios curiosos se apostaron a mirar qué sucedía, un enfermero con albo uniforme y rostro huesudo dirigía la maniobra de em-barcar en la ambulancia, con ayuda de dos curiosos, a un hombre que, sucio y maloliente, yacía en la acera contigua.

  -¡Ya! ¡Cuidado con la pierna, que la lleva fracturada el pobre!  -¡Usted, el de negro, gire hacia la izquierda! - ¡El de camisa a cuadros, in-trodúzcalo de frente!. En un período de algunos minutos de incertidumbre, había sido embarcado en la ambulancia, la que ya con el paciente a bordo partió haciendo girar una luz roja que llevaba en el techo y rasgando con su sirena la quietud de la noche.

  Me dirigí al mesón y pedí a Don Lucho  una caña de tinto. El hombre me obedeció lentamente, como es su costumbre, y puso el vaso es-pumante a mi alcance.

  ¿ -A quién se llevaban?, le consulté cuando ya se alejaba. Sor-prendido, giró la cabeza y me dijo en voz baja : -¡Al Willy!, el que estuvo conversando con Ud. el otro día.-  -¿Y qué le pasó?, insistí sin alzar la voz. -Se cayó curado y se rompió una pierna, tiene para tres meses enyesado -diagnosticó.-La mujer se aburrió de él, la dejó con tres niños chicos y se dedicó al trago. Es un irresponsable, agregó con amargura.

  Intrigado, no supe qué decir. Me acordaba del alegre bebedor con que estuve tomando días atrás. En este país muchos toman, sacan a be-ber a la mujer o la dejan que se dedique a la prostitución, ellos hacen "pololitos": son pintores, albañiles, lustrabotas, ¡qué sé yo!, pero no desha-cen el hogar.

  ¡Una bestia, este Willy! ¡Dejar a su esposa con tres niños pe-queños! De rabia me tomé otra caña. Antes de irme, me pasé el pañuelo por la boca, usándolo como servilleta, y consulté una vez más al paciente Don Lucho, que continuaba a mi lado, seguramente intrigado por mi interés en aquel borracho que acababa de llevarse la ambulancia. -¿Y cómo diablos mantenía la mujer a sus hijos?  - ¡Lavaba, pues hijo!, me contestó el anciano bondadosamente. - Además era una bella persona- ¡Yo la conocí!, buena mujer, no hay nada que decir de ella, vive para sus hijos.  Terminó su con-fesión en una tos rebelde.

  Afuera la luna danzaba entre los árboles. Me retiré con una mezcla de pena y alegría. Mi  paso solitario marcó las tablas del piso. No quiso tomar micro para ahorrar veinticinco pesos. Al cruzar la Plaza Victo-ria, me detuvo Popeye : -¡Déjame la colilla!. Toma, le dije y quedó el cuida-dor de autos (autorizado por  la Municipalidad)  ensimismado en sus re-cuerdos.

  La noche ya había caído y me alejé rumbo a Pedro Montt para olvidar las penas...