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¡...la primera vez que me acosté con ella. Lo recuerdo como si fuese hoy mismo. Estaba acompañada por un tipo bajito y feo, con una perfecta cara de memo, en realidad yo diría que aquél podría ser el prototipo del memo por excelencia. Ella, por contra, lucía en todo su esplendor, estaba radiante con aquella blusa semitransparente y una minifalda tan ceñida que ponía a prueba la resistencia de las costuras. Aquello ocurrió algún tiempo después de haber terminado mis estudios de Derecho, durante los días en que no podía encontrar un trabajo que me permitiese ejercer la abogacía, y tenía que ganarme la vida como camarera el ‘El Bogavante’, justo antes de que me despidiesen por el simple descuido de habérseme olvidado ingresar en el banco la recaudación del restaurante durante tres o cuatro días. En realidad aquel despido fue providencial ya que al día siguiente el Sr. Salvatore, cliente asiduo del bogavante, me ofreció un trabajo en su organización. Me dijo: "Renata tu eres una chica despierta y estoy seguro de que podrías tener un brillante futuro en la empresa".
Reconozco que al principio tuve ciertos escrúpulos a la hora de realizar algunos encargos, pero pronto me convertí en la mano derecha del Sr. Salvatore el cual me empezó a confiar las operaciones más delicadas. Pronto me acostumbré a las visitas a los despachos de empresarios, ejecutivos y algún que otro ministro, a los viajes continuos a Palermo, Bolivia, New York ..., a los hoteles caros y a los hombres y, porqué no, mujeres caras. Pero volvamos al día que Palmira y yo hicimos el amor por primera vez.. Aquel día descubrí en Palmira cosas que ni en mis más atrevidas fantasías hubiese llegado a imaginar de mi antigua compañera de facultad. Yo atendía la mesa donde ella estaba sentada y cada vez que pasaba por su lado, lo cual procuraba que sucediese frecuentemente, ella no dejaba de mirarme insinuantemente humedeciendo sus carnosos labios con la punta de su lengua y haciéndome un guiño sin que su estúpido acompañante pareciese enterarse de nada. Por tercera vez consecutiva tuve que oir la voz de aque imbécil gritándome: "¡Camarera, otra de chipirones!" . Aquello era más de lo que yo podía soportar....

Aquello era más de lo que yo podía soportar. Era la tercera vez que le hacía un guiño a la camarera. Está bien que yo sea un tipo bajito y feo, lo sé, con una perfecta cara de memo, cuarentón y un poco tripudo, pero soy uno de los mejores criminalistas de Barcelona y desde hacía tres años Palmira financiaba su carrera pasando algunas noches en mi estudio. Para ella había comprado el sobre ático y lo había decorado totalmente a su gusto y a mi gasto, demasiado moderno, demasiado actual, pero Palmira estaba realmente divina. Cuando estiraba su hociquito y gimoteaba: ¿por qué eres tan malito? ¿por qué no me haces ese regalito de nada? Claro que para ella, ese de nada, podía ser cualquier cantidad. Y luego enrollaba sus brazos en torno a mi cuello y sus piernas me atrapaban en una tenaza y luego yo, el terror de los Tribunales, el del ingenio agudo como un dardo y la memoria plagada de leyes y citas oportunas que aterrorizaban a mis opositores, bajaba mi cabeza hasta quedar entre sus piernas y mi lengua buscaba el secreto placer del valle, entre su vello hasta encontrar ese misterioso trocito de vida que estrujaba con mi lengua y ella gemía y apretaba mi cabeza con sus muslos y pedía más y más y mis manos estrujaban sus nalgas y sin saber como, un dedo loco se introducía en el más estrecho lugar que en el mundo existe y ella pedía más, hasta que otro dedo, o dos, buscaban por delante el dedo perdido hasta encontrarse separados por un débil, húmedo y suave velo, pero sin verse se reconocían y saludaban y se tocaban sin alcanzarse y Palmira gemía más sin dar descanso a mi lengua y a mis labios que mordían, lengüeteaban, succionaban, chupaban, apretaban, soltaban, masajeaban y hacían mil inventos descubriendo los secretos que ya eran viejos cuando se inventó la humanidad. Y Palmira se arqueaba, gritaba, lloraba y entonces, sólo entonces la penetraba. Un viaje a la India en mi juventud, mi afición al yoga y mis conocimientos sobre las técnicas secretas del Tantra me permitían estar horas haciendo el amor y supliendo con experiencia y habilidad el tener un miembro vulgar y mi poco agraciado aspecto. Esta era la última vez que nos veríamos. Se había recibido y ya no necesitaba mi ayuda.
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