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...Casi había olvidado a Palmira. Pero al oír su nombre, las imágenes se hicieron presentes en mi memoria y fue encarnando lentamente, hasta que la recordé en plenitud, casi como si la tuviera delante. Palmira no era en realidad ninfómana, como opinaba la mayoría de los que la conocían. Era difícil de saciar, como si tratase de recuperar en cada contacto los años perdidos en su juventud. Había nacido, como yo, en una época de absoluta prohibición sexual, en la que las mujeres no tenían rodillas y los hombres hacían esfuerzos por hallarlas cuando ellas subían por una escalera. Había quienes decían que debajo de las largas faldas existía algo más que los pies, pero pocos lo habían conseguido comprobar. Luego, cuando la minifalda aclaró el enigma, nuestra obsesión pasó a otra faceta: ¿cómo explorar lo recién descubierto?. Palmira fue la gran pionera en ello, pues ofreció, a quien quiso, un viaje gratis por su intimidad. Algunos viajaron con demasiada frecuencia, por lo que comenzaron a notar mareos y cierta debilidad en las piernas, un cansancio justificado por tanta excursión. Así como al principio todos querían una oportunidad con Palmira, pronto huían de ella como de la peste negra. Y ella, la que fue muy asediada, no encontraba un explorador voluntario que llevarse a la jungla. Hubo un tiempo que detrás de su casa crecían arbustos, pero se marchitaron bajo la pertinaz anatomía de ella y el peso de quien la acompañaba. De la jungla no quedó nada, sino un espacio de tierra dibujando un cuerpo tendido. Al acabar con el círculo de amistades, seres cobardes que consideraban la apertura sexual de Palmira como el pasaporte al hospital, ella tuvo que buscar otros horizontes. Y ya no volví a verla más, ni la tuve en mente hasta que....
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