
Índice de la obra
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...envidia, pues ella se me adelantó con Ricardo, el hombre de mis sueños, la bestia peluda que me producía efervescencia nocturna. Ella, con sus malas mañas, se lo llevó al tálamo y... lo único que me dejó fue la amargura de imaginarme lo que pasó entre ellos. Algo más o menos así:
Ricardo abrió los ojos y miró a su lado. Palmira dormía profundamente. La pobre había pasado una noche de perros, de puro mordisco. Se diría que se durmió exhausta, pero fue un desmayo terapéutico, necesario y urgente.
-"Es que se ponen a jugar como locas, y lueego dicen que se cansan"- pensó él.
Se incorporó y fue hacia la puerta. El pasillo estaba desierto y la escalera exenta de ruidos. Era el momento de considerar el desayuno. Regresó a la cama y observó a la mujer. Dejó escapar una risa sardónica, en tono mental.
Pasó ante la cocina, y revisó el refrigerador. No contenía telarañas, pues a las arañas no les gusta el frío. Había un trozo de queso negro. El color no se debía a su origen africano, sino a que el moho era añejo.
-Tal vez sea francés- dijo-, aunque huele a pies de cadáver.
Fue al cuarto de lavado y vio las cuerdas. No había una sola ropa colgada. Palmira usaría el traje de cuero a toda hora, y éste se lavaría si llovía y ella olvidaba el paraguas.
Regresó a la puerta y subió al piso superior. Nadie a la vista. De nuevo, la risa sarcástica fue el único sonido a su alrededor.
Ella despertó al notar que él estaba hurgando en sus pies. Las manos las tenía ya atadas con trapos, sobre los brazaletes de cuero, y Ricardo le estaba poniendo otros en los tobillos. El se había colocado una sábana alrededor de la cintura, simulando estar vendado.
-¿Qué haces?- preguntó lla mujer.
-Hay que hacer ejercicio cada mañanaa. Es bueno para el corazón.
-¿Y voy a correr atada?
-Yo no he dicho correr, sino hacer ejerciciio.
La levantó de la cama y se la cargó al hombro. La mujer estaba perpleja, además de dormida aún, por lo que no protestó.
El había dejado la puerta abierta y una silla impedía que se cerrase. La llevó al barandal y Palmira despertó al ver una soga que colgaba en el hueco. Ricardo cogió la soga y la amarró a los trapos de las muñecas de ella.
-¿Qué vas a hacer?
-Vas a conocer el peligro, nena. Debiste haaber visitado primero el retrete, porque te vas a cagar.
Haló de la cuerda y ella levantó los brazos. El ató el otro extremo de la soga al barandal, elevó a la mujer del suelo y la arrojó al hueco. Palmira dio un grito de pánico. Estaba en el segundo piso, a unos seis metros del portal.
-¿Estás loco?
-żLo has adivinado o alguien te informa?
El recogió soga y ella subió hasta encontrarse entre dos pisos, el segundo y el tercero. Entonces, Ricardo cogió las cintas que colgaban de sus tobillos y las amarró al barandal, haciendo que ella abriera las piernas. Como había dormido sin braga, el espectáculo era de una vagina insinuante.
-¿Qué es lo que vas a hacer?- ppreguntó ella.- ¿Y si viene alguien?
-Diremos que rodamos una película dee Tarzán: Los Gorilas Libidinosos.
Ella quedó en el vacío, con las manos juntas y hacia arriba, y las piernas abiertas, formando un ángulo obtuso. Ricardo recogió su cadena del suelo y subió al piso superior. Allí, anudó un extremo al barandal y otro a su cintura, alrededor de la parte vendada. Luego miró a la mujer, y dijo:
-Más vale que el barandal no est&eaccute; podrido, o acabamos en el hospital.
-¡No!- Palmira lanzó un grito yy cerró los ojos.
El quedó colgado en el hueco, a la derecha de ella. Palmira abrió los ojos y observó al hombre. Este apoyaba los pies contra el barandal y se impulsaba rumbo a ella. Chocó contra su cuerpo y se asió a él como lapa.
-¿Te gusta mi afición?- pregunttó Ricardo.
Se colocó sobre la mujer, quien no podía cerrar la boca, aunque tampoco exhalar un gemido. La cadena le sujetaba a él, pero al reposar sobre Palmira, las sogas recibían el peso de ambos.
-Y ahora...- dijo el detective- a gozar anttes de que el barandal se rompa.
Entró en la humedad de la mujer, y ésta lanzó un alarido. El comenzó a moverse sin prisa, disfrutando el vaivén del columpio. Palmira entornó los ojos y percibió la luminosidad del semblante del hombre. Notó que ella se excitaba también, aunque los nervios deberían impedírselo.
-El miedo es placer- dijo él, recorddando la frase de ella.
La mujer cerró los ojos, evitando mirar hacia abajo. Su respiración se hacía agitada, anunciando el clímax. Ricardo empujó con el cuerpo y ella se columpió hacia atrás, al límite de la cuerda. Un crujido sonó a sus espaldas, en el piso de arriba. La cadena cedió un poco y él quedó a merced de las sogas que sujetaban a la mujer.
-¡Estás loco!- gritó ellla.
Pero Ricardo no la escuchó y se meció a ritmo más veloz. Palmira estaba a punto, entre el dolor que sentía en los tobillos y las muñecas, el orgasmo que se acercaba y la sensación de pánico al saber que el portal les esperaba. Comenzó a gozar con frenesí, apresurando el clímax para ganar al barandal que podía ceder en cualquier momento. El lo advirtió y se apremió a alcanzarla.
Un rostro apareció en el primer piso, saliendo al hueco de la escalera y mirando hacia arriba. La única vecina se unía a la fiesta como espectadora. Lanzó un grito de espanto, pero permaneció absorta. Palmira dejó que su organismo dictase sobre su mente, y reclamó más, echando el vientre hacia delante. Ricardo se aferró a ella y sintió una eyaculación salvaje, gloriosa, de las de época. Nunca antes había experimentado el sexo en tal postura, ni en condiciones peligrosas, pero había asumido su propia farsa, y le entusiasmaba.
-¡Puercos!- gritó la señ;ora del primero.- ¿No lo pueden hacer en la cama?
-Nos la han embargado- respondió Riccardo.- Si no le gusta, no espíe.
Palmira echó la cabeza hacia atrás, exhausta y temblorosa. Ricardo asió la cadena con ambas manos, y se colgó de ella, dándose impulso en retirada. El barandal del tercero crujió en el momento que él se balanceaba. Uno de los tres balaustres en lo que estaba amarrada se había roto. Ricardo consiguió agarrarse al pasamanos del segundo. Lanzó un grito de alegría y saltó al pasillo.
Palmira cerró los ojos, segura de que sus huesos se harían trozos en el portal. Los abrió, al comprobar que seguía columpiándose. Ricardo había atado las cuerdas al barandal del cuarto piso, para no confiar a uno solo el peso de ambos cuerpos. La mujer exhaló el aire de sus pulmones, como un grito de alegría.
El fue halando las cuerdas que sujetaban a la mujer, acercándola al barandal. En sus labios afloró una sonrisa de triunfo: había constatado que estaba más loco de lo supuesto. La vecina se retiró a su casa, segura de que el tipo desnudo era un demente peligroso.
-¿Qué te ha parecido?- pregunt&ó el detective.
-No puedo... hablar.
Palmira cayó a los pies de él, desmayada. Ricardo se dedicó a descolgar sogas y desatarla. Luego la metió en el departamento y cerró la puerta.
Cuando abrió los ojos, Palmira vio a Ricardo sentado a su lado, desayunando un cigarrillo. El la observó con expresión sonriente e insistió:
-¿Qué te ha parecido?
-Bestial- respondió ella con un hiloo de voz.- ¿Así lo sueles hacer?
-Esto no es nada. Si vieras lo que supone ccuando te lanzas de un avión. Si no te apresuras, puedes olvidar abrir el paracaídas y...- golpeó el envés de una mano contra la palma de la otra.
-¡Estás rematadamente loco!
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-¿Vamos a desayunar?
-Sí, y en un lugar tranquilo, sin baarandales, en una planta baja y ni siquiera taburetes.
-¿No quieres que intentemos...?
-¡No! Tal vez otro día, pero.... no lo creo. Eso no me gusta nada.
-¿Y piensas que a los demás less encanta que les des puñetazos en la cara?
-Es diferente.- Ella movió la cabezaa hacia los lados, con poca seguridad.
-Sí, muy diferente, pero segú;n quien dé y quien reciba.
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