<<... la miró a los ojos y hubo una comunicación entre dos infiernos: el de él y el de ella...>>
charles bukowski. el malvado.
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donde decía buscar frase: tecleé relatos eróticos y, sin dudarlo, presioné el botón que decía buscar.
se abría casi de inmediato ante mis ojos un pergamino interminable de lugares abstractos qué visitar, y de entre todos, el que me atrajo más era el que tenía por título: llevé la flechita a esa línea que se me antojaba mágica y luego de presionar, un gigante, enmascarado en brillantísimo cuero negro, con un látigo en la mano apareció de súbito en la pantalla, pidiéndome hacer click sobre Entrar sólo si era mayor de 18 años.
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mi supervisor pasó cerca de mi puesto y en medio de tanta culpa y nerviosismo, me tomó algo de tiempo reducir la imagen de tamaño para que pareciera que leía a través del cristal el manual de normas y procedimientos de la empresa. hubiera sido realmente vergonzoso que mi supervisor en lugar de comentar “así es, memorice las reglas, que luego lo evalúo”, hubiera dicho con violencia que “no te vea otra vez utilizando en eso nuestros recursos o vas a estar poquísimo tiempo ocupando ese asiento”. una amonestación el primer día de trabajo, el mayor anhelo de todo pasante.
siguió su camino, de seguro al cuarto del café a buscar una taza, y cuando se perdió de vista regresé a mi nuevo mundo bizarro. busqué de inmediato el cuento de angelita y empecé a leerlo. después de todo, las normas son siempre las mismas y el primer día no hay mucho qué hacer y bla, bla, bla...
era un crimen desperdiciar el ánimo que crecía en mi pantalón con cada línea. tenía que ir al baño y masturbarme, pero antes debía imprimir la historia. me levanté un poco de mi asiento y elevé mi rostro ligeramente sobre el tabique que me separaba del resto de la oficina, como un roedor del desierto haría en la boca de su madriguera.
vi la impresora; esperaba que estuviera sola, pero a las once de la mañana hay embotellamiento de impresión. al menos seis personas revisaban constantemente lo que había salido por la boca del animal en espera de su documento, visa para un almuerzo relajado.
a las doce, ready or not, todos fueron a comer. alguien GRITABA “acaso les van a pagar más por trabajar en la hora de almuerzo” y entre risas, arreaba el rebaño al pastizal. envié mi historia, ya ansioso, a reproducir en papel.
llevaba una hora pensando en las conversaciones con mis compañeros de apartamento sobre nuestras técnicas masturbatorias. recordaba como héctor “fornicator” lópez, sin fanfarronear, sino más bien franco y sencillote, nos decía que se llevaba al baño todo recurso disponible: dos dedos, pulgar e índice, relatos, imágenes, ideas, música ambiental y mucha concentración. Alguna vez sintió calambres antes de terminar su tarea. “a veces parece que no voy a terminar nunca” decía preocupado, añorando el milagro de la eyaculación precoz. samuel, “sammy”, lo hacía en su cama. tomaba una almohada, la doblaba alrededor de una bolsa plástica previamente ungida por dentro con aceites y la penetraba repetidamente, in-out in-out, mientras la apretaba con ambas manos y mordía entre gruñidos su sábana. hacía mucho ruido, por eso cerraba su cuarto y ponía música a todo volúmen.
alex, “la loba”, pasándonos por un lado, nos decía: “¿ya se pusieron grotescos, o falta todavía?”
“¿tu como te masturbas, loba?” – preguntaba héctor.
“con un dedo” – decía con una sonrisa mientras iba a la cocina a llenar su octavo vaso de agua del día. era tan delicada su seña al mostrar su dedo medio que no parecía ofender o estar ofendido.
“yo necesito leer”
“¿eso es todo?” – sammy.
“¿y los detalles? ¿la imagen?” – fornicator.
“la homosexualidad comienza donde la curiosidad vence a la hombría” – la loba, a su regreso de la cocina, sonriendo.
era la verdad, necesitaba que alguien de otro tiempo, de otro espacio, me sugiriera una imagen, iniciara una escena que yo complementaría a placer. por eso necesitaba a angelita. por eso esperaba cada página con impaciencia y manos sudadas.
ya había visto desde mi puesto a la señora de limpieza dejar la puerta del baño abierta para que se secaran los pisos (por mi cuenta jamás lo hubiera encontrado, pues no tenía letrero), así que al salir la última página, confirmando la soledad del departamento de contabilidad, me dirigí al baño y me encerré en un cubículo con buena luz a leer.
sentado, mientras leía, me rozaba sobre el pantalón. era como una sesión de crecimiento personal: me trataba con cariño, me demostraba aprecio. amor propio.
dos páginas más tarde, con una mano me desabrochaba el pantalón y me liberaba de tanta presión mientras la otra sostenía el cuento que yo leía con avidez. por un momento era adicto a angelita, a como perdió su virginidad en la cocina con su padre, y a cómo le enseñaba a su hermanito a sostener una erección.
cuando mi pantalón descendió por mis piernas hasta el suelo, el roce era decididamente una caricia. la caricia devino en meneo; que tuve que detener porque alguien entró al baño, y bajo la puerta debía lucir cuando menos llamativo el que la hebilla de un cinturón se balanceara con ritmo.
oí correr el agua. se limpiaba las narices de manera bastante femenina. me pareció curioso e intenté ver por debajo de la puerta, pero no podía ver nada. me distraje pensando en la incómoda forma de notar que me había equivocado de baño, y quizá por eso no percibí el momento en el que el estrecho cuartito se inundó con su aroma.
lo identificaba claramente. era una loción diurna de vainilla para manos y cuerpo de victoria´s secret. era el mismo aroma de mi maestra de catecismo de cuarto grado, la madre josefina, una sevillana de unos setenta años que tenía en trato con niños en los genes.
el aroma me llevó de inmediato a mis ocho años, en una capilla de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, frente al colegio, cantando hosannas y alabarés, de la mano de mis amiguitos y de la señora de quien Dios se disfrazaba para hablar con nosotros. viendo un jardín inmenso de cayenas y albahaca a través de un vitral al distraer mi atención del Cristo crucificado que se elevaba sobre el altar.
mi erección se fue a la mierda.
intenté seguir con el cuento, pero el olfato estimula más directamente la imaginación que la lectura. para leer necesitas concentrarte, y no es fácil concentrarse en los devaneos anales de la mamá de angelita con una imagen constante de sotanas y mariposas en el alma. si el olor hubiera sido esa seductora mezcla de sudor, saliva y semen que habita en un cuarto luego de varios rounds sexuales, ni la biblia me calmaba la inflamación y la incandescencia.
frustrado, y con la vainilla en bajo relieve, regresé a mi puesto. la oficina seguía sola así que me senté, aparté el teclado y refugié mi cabeza entre mis brazos, sobre el escritorio. recordaba a la madre josefina entre salmos, canciones y hostias; entre murmullos y risas.
la recordaba convenciendo a mi mamá de que un seminario era lo mejor para mi educación(subí una mano sobre mi cabeza y comencé a estrujarme el cuello. siempre funcionaba. me relajaba).
recordaba, ya más tranquilo a mi mamá llevando a la madre a su casa (era casi nuestra vecina), dónde la recibía casi siempre su quinta nieta. recordaba que ella le comentaba a mi mamá que tenía 14 (catorce) hijos. recordaba la confusión que me causaba saberlo.
recordaba que mi primer pecado mortal, que me costó cinco padres nuestros y dos credos, fue imaginar a la madre josefina subiendo con lujuria su sotana e invitando a su hombre a divertirse en tierra santa. consideraba tan dañino ese pensamiento que lo había borrado de mi memoria, hasta que victoria´s secret lo rescataba de algún rincón donde reposaba junto a una cosquilla en la ingle.
esa era la solución. alguien me dijo una vez en una plaza en madrid “si no puedes con ellas, macho, fóllatelas”. debía agregar a la madre Josefina a mi fantasía.
regresé al baño con las manos vacías, que dediqué exclusivamente a mis caricias y meneos. todavía olía a vainilla. la madre josefina me pedía recitar de memoria Mateo 26:41. yo no me lo sabía, de pié, al frente, en el pequeño salón.
pero hacía mi mejor intento: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu... el espíritu... la carne... ¡la carne es débil!”
“no os lo sabéis, ¿cierto?”, cada ese, cada ce, todo eran zetas en su sensual voz nativa, hija de moros e ibéricas.
“no me lo aprendí”
la madre dejaba de dirigirse a mi, para dejar caer sus palabras sobre todos los infantes: “¿hijitos míos: sabéis lo que es la tentación?”
en ese momento mi imaginación convertía niños y niñas de siete años en jóvenes ardores. en voluptuosas curiosidades.
“la tentación es un calor ajeno en vuestra ternura” – tanteaba con la punta de sus dedos una entrepierna impúber.
“descubrir la esencia inequívoca de ese calor” – paseaba los mismos dedos frente a un joven olfato.
“¿entiendes?” – mirándome fijamente.
entonces ella se acercaba a mi. su dedos a mi sexo. su hábito al suelo para llevarme a su sagrada boca y no retardar más el húmedo beso que traducía mi agitado ejercicio en desvanecimiento y me devolvía a lo tangible.
así, mareado, extático, sudoroso; reposaba, aún sentado, percibiendo en el aire dulzón un incentivo que prolongaba unos segundos el temblor.
pero debía salir de allí. pronto terminaría la hora de almorzar y manadas de mujeres entrarían al baño para no salir hasta no ser de nuevo la fina estampa que salió de casa esta mañana.
eso podía tomar mucho tiempo.
abrí cuidadoso la puerta. voces se acercaban a presionarme. aún mareado pero ágil, auxiliado por la ubicación intrincada de la puerta y su vecindad con el cuarto del café, no sólo pude salir inadvertido, sino que llegué incluso a servirme una pequeña taza de café claro cuando las voces arribaron. una de ellas entró al baño. mi alivio no se alteró siquiera por el calor hiriente en mis dedos al sostener el vaso plástico.
nadie me dijo nada, ni un saludo. regresé a mi madriguera.
algunos músculos aún vibraban levemente: había sido un orgasmo muy intenso. MUY intenso.
entendí entonces, aún en éxtasis, que debía perseguir ese aroma y hacer física mi fantasía. nació de inmediato un seductor en mi.
me fijé en cada mujer que desfiló ante mis ojos (hasta las mujeres de mercadeo y ventas eran feas y de un gusto terrible. un ochenta por ciento me doblaba la edad. pero no me importaba mucho), y DECIDÍ, no sin algún temor, que la recepcionista era la causa de mis inundaciones sinápticas. decidí que ella olía a vainilla, impulsado por unas piernas y un culo inigualables, a pesar de una sonrisa que invitaba a no decir nada divertido en el resto de tu vida.
no me la habían presentado, pero mis compañeros hablaban mucho de ella, de isabel, del culo de isabel.
“yo soy nuevo aquí”, me dije. “si alguien tiene un pretexto para acercarse a ella, soy yo”.
revisé mis gavetas. no había engrapadora, así que se la pediría.
nervioso, me acercaba a ella; estaba parada, llegando de comer, conversando con la señora que le llevaba el café al director. isabel sonreía mientras hablaba con ella, así que me dediqué a observar sus piernas.
mis temores se disiparon cuando percibía que la vainilla, de ser casi imperceptible, iba convirtiéndose en un aura difícil de obviar, que protegía su escritorio.
se mezclaba con la inequívoca esencia del café instantáneo con leche en polvo, pero la relevaba gallardamente a un segundo plano.
volteó hacia mi, y su cabellera casi no se movió. haría un par de semanas que recibía embates ininterrumpidos de sucio y grasa. sus mejillas brillaban con la luz de neón. más grasa. Con una sonrisa me dijo “hola” y me escudé mirándola a los ojos. de haber visto su boca, mi estrategia habría fallado al nacer.
la señora del café aprovechó mi llegada para continuar su camino. nos dejó solos.
“hola”, sin rodeos.
“hola. ¿en que te puedo ayudar?”, sonrisa.
“necesito una engrapadora y no sé si me asignan una, si hay una común... no sé”
“si quieres te presto la mía”, otra sonrisa, era insoportable.
“oye, gracias ... isabel, ¿no?”
“sip. mucho gusto”, extendió su mano, como lo esperaba.
“mucho gusto”
sus manos eran bastante ásperas. fingí una molestia en la nariz y acerqué mi mano para frotármela mientras aspiraba el afrodisíaco perfume y mi rostro cambió tan bruscamente que debió haberlo notado. olían a 212 pour femme, de carolina herrera. de hecho, el aura iba en franco desvanecimiento. “si isabel usa 212, otra persona usa la crema”, pensé.
mi “gracias, ya te la traigo” cuando tomé la engrapadora fue bastante nervioso. algo que no comprendía se adueñaba de la situación. ahora era carmen esther corredor jiménez (de profesión llevarle el café al director, más de sesenta años de edad, nacida en la frontera con la hermana república de venezuela, de voz chillona y nariz tosca como tosco era el grueso de sus piernas) la dueña del aroma que acababa de sacudir mis valores morales.
no parpadeé en cinco minutos. dejé la engrapadora al lado del mouse apoyé mis codos sobre la mesa, uní mis manos frente a mis labios y mirando fijamente los libros de contabilidad frente a mis ojos, abandoné el proyecto.
busqué el manual organizacional y, a las dos de la tarde, comenzó mi primer día de trabajo.
* * *
cuatro de la tarde. la oficina estaba muy calmada.en medio de mis distracciones y mi negación a leer en vidrio había avanzado sólo dos o tres pantallas.
luego de dos horas, había pasado todo tipo de cosas por mi mente: comprar la crema y aplicarla sobre cada mujer que llegara a mi lecho, olvidar del todo la idea, seguir mi idea de seducción de la señora (eso debía ser una patología registrada) y otras que por su efecto poco trascendente no recuerdo.
en medio de mis cavilaciones, doña carmen esther me pasó cerca, rumbo al baño, y sin pensarlo la seguí. iba tenso, pero embobado por las ideas que acompañaban las dulces migajas de victoria´s secret que dejaba en el camino.
abrió la puerta del baño y en un acto último de raciocinio, me desvié al cuarto del café.
estaba sudando, respiraba como si acabara de subir diez pisos a trote. jadeaba.
hice un amago de ir al baño y me arrepentí. volví a amagar y retrocedí una vez más. tenía que entrar, pero ¿a qué?
quizá si era suficientemente dulce cedería a mi deseo. “una señora de su edad no debe ser capaz de despreciar un joven robusto como yo”, pensé entre otros disparates. me sentí inconsciente pero optimista. reuní fuerzas, respiré profundo y con cuidado de que nadie me viera entrar entre al baño y cerré por dentro.
ella estaba dentro de un cubículo. tenía otra oportunidad de arrepentirme, un último amago de salir, pero ya no pensaba, esperaría impaciente y la convencería, iba a seducirla.
el baño olía a vainilla, y la madre josefina salía del cubículo y recibía un susto de muerte al verme.
“mijito, te equivocaste”, con un tono de voz inexplicablemente lejano al andaluz.
“no me equivoqué, madre”, y su rostro cambió por completo y de inmediato.
me acercaba a ella y ante cada argumento, cada oferta y cada piropo me rebatía con nerviosismos y amenazas. le pedía que bajara la voz, que perdiera el miedo; intentaba convencerla de que iba a disfrutar como pocas veces, pero no parecía escucharme. había miedo en sus ojos.
increíblemente seguro de mi mismo, no dudé un segundo de que cedería pronto, así qué la abracé y comencé a lamerle el cuello. ella comenzó a pedir auxilio a toda voz, así que con una mano cubrí su boca y con la otra la contenía por la cintura.
empezó a pegarme por donde podía, seguía gritando, pero ahora eran sólo jotas y haches vagamente audibles y menos aún comprensibles.
metí la mano por debajo de su hábito, su piel estaba muy arrugada y hacía difícil que la recorriera, pero debía estar disfrutando que un muchachito le acariciara tan apasionadamente las piernas.
la acosté sobre la grama, no sin esfuerzo, arranqué su ropa interior y la penetré repetidas veces, venciendo la resequedad de su poco ansiosa entrepierna. arriba, en el cielo, las pocas nubes se arremolinaban blanquísimas de manera vertiginosa.
vainilla, cayenas y albahacas; un vitral de San Jorge con un pie sobre el dragón a mi derecha, enmarcado por las paredes enmohecidas de un gris oscuro y húmedo.
me mordió la mano y al soltarle la boca comenzó a gritar de nuevo. la tomé por el pelo y subí su cabeza, me apoyé en la frente y la golpeé con fuerza contra las baldosas. al menos tres veces. hasta que ya no hubo más resistencia, sino sangre inundando los pequeños canales que separaban las piezas de cerámica del piso.
la puerta empezó a retumbar. la golpeaban desde fuera. gritaban algo que no recuerdo, que no entendí, que no escuché.
mientras yo continuaba el vaivén, la puerta cedió, y un grito agudísimo opacó el sonido de la puerta contra las paredes y el piso. un hombre que no había visto antes tomó una papelera de metal y me golpeó la frente y la mejilla. me partió algunos huesitos. ciego del dolor, sentí que entre otros tres me tomaban por la espalda y me elevaban para lanzarme contra el muro de los lavamanos. era la única forma de separarme de carmen esther, cuyo cuerpo todavía temblaría algo de tiempo antes de morir.
“¡LA MATÓ!” es lo último que recuerdo pronunciado con claridad, porque luego solo recuerdo que me golpearon gritando en un solo estruendo ensordecedor.
cuando desperté, días más tarde, estaba en una camilla. había tres policías alrededor y uno de ellos colocaba un espejo frente a mi. no me podía mover, me dolía cada centímetro y no podía reconocer el reflejo de mi propio rostro. recordé una foto de mussolini y su esposa muertos y deformes después del linchamiento.
luego de unos segundos lloré dolorosamente al darme cuenta de que no había muerto.
O. 27062000
foto: "Guilty?" de gerard maas. usada con su autorización. ganadora del concurso "Tamron" de www.photo.net en abril de 2001.envía tus comentarios al autor
mondoBizarro, resultó ganador del X Concurso Nacional de Literatura "Pedro R. Buznego", mención cuento.