¡Cómo!
¿Qué se ha casado? Y pensar que lo dejé gozando de
buena salud.... Eso comentaba un malvado amigo del
periodista Jesús Hermida, cuando le dijer que a sus
62 años había decidido tener un adulterio decente y
una segunda reencarnación matrimonial con su novia
de 36 años. Ya se sabe: con la llegada del calor se
nos sube a la cabeza una fiebre de santos sacramentos
("mire, doctor -le decía una paciente a su
ginecólogo- es que cuando mi marido me administra el
santo sacramento no siento nada") o, en
definitiva, fiebre de ese voto de cohabitación
eterna tan pareceido al de la castidad. Prueba de
ello es que en los últimos días, tras un período
de matrimonio de prueba, que es algo así como
disfruta ahora, paga más tarde, también
representantes de otros gremios como Raúl en el de
la pelota, la "Spice" Victoria en el de la
música o Alexia de Grecia en el de la nobleza han
aceptado la esclavitud voluntaria. Los humanos
somos un misterio. Ni siquiera nos echamos atrás
sabiendo que es mucho más fácil quedar bien como
amantes que como maridos, porque es mucho más
llevadero ser oportunos e ingeniosos de vez en cuando
que todos los días. Palabra de Honoré de Balzac.
Creo recordar que fue el Dr. Kovacs, ese ser
superdotado al que Hipócrates consideraría
discípulo predilecto, el que nos decía durante una
comida en su visita al Club Faro que él no pensaba
casarse por una razón de peso: si podía hacer feliz
a muchas mujeres, ¿porqué hacer infeliz a una sola?
Ya en
el siglo XVI, Etienne de la Boetie opinaba que el
contrato matrimonial era una monstruosa perversión
de la que la naturaleza no tenía culpa, y no hay
diccionario de citas célebres que no ponga como ropa
de Pascua a tal institución, sin que falte quienes
piensen que es una violación de los derechos humanos
y hasta una cuestión de mal gusto. Pero nos va la
marcha. Cierto es que el matrimonio a lo que ayuda es
a resolver los problemas que uno no tendría si no se
hubiera casado, cuestión de la que nos advirtió
Bernard Shaw, pero el arte de vivir consiste en
aprender a convivir con los problemas más que en
intentar eliminarlos. Incluso Oscar Wilde, que no
estaba por la labor de amar a las damas habiendo
varones, nos advertía de que único equilibrio de la
vida conyugal es que proporciona iguales decepciones
al marido y a la mujer. ¿Es una entrega de la
libertad y un aceptación de la pérdida de
identidad? a lo mejor, oye, pero Engels nos enseñó
que la libertad es el reconocimiento de la necesidad
y Lenin se preguntaba ¿libertad? ¿para qué?, mucho
después de que Séneca dictaminara que la única
libertad es la sabiduría.
El amor
no es sólo un consentimiento, sino también un arte
y a los brazos del amor nos lanzamos ciegos sin ver
los obstáculos, pero con alas para salvarlos, que
decía Jacinto Benavente. El amor nos lleva a donde
lo llevamos y la cosa está clara: hay que amar un
paisaje, una puesta de sol, una obra de arte, a un
hombre... pero hay que amar y siempre insatisfechos.
Amémonos
los unos a los otros y si es menester sobre los
otros, aunque sea entre cumbres borrascosas. Puede
que el amor sea una especie de servicio militar; lo
que es seguro es que como juraba Quevedo es fe y no
ciencia, y bien están unas dosis de fe en estos
tiempos, tan huérfanos de ella. Sabemos que la
pareja engorda y eso es malo, pero también que es
una institución contranatura y en ese morbo tiene
uno de sus principales atractivos. Carmen Alborch,
esa impresionante mujer madura que tuvimos de
ministra del acerbo cultural, escribió su libro
"Solas" para reivindicar las virtudes de la
soledad voluntaria en la mujer, y tal tesis sostiene
también Esther Vilar que, por cierto, considera que
el matrimonio es una inmoralidad. Pero ambas me han
comentado, aunque las dos tras la segunda copa de
albariño ante mesa y manteles, que disponer de modo
omnipotente del propio cuerpo tiene también un alto
precio. "Chico, es que soportar a un hombre de
por vida es una pesadez y aguantarlo un milagro, pero
de vez en cuando te apece volver a casa y tener a
alguien a quien criticar".