Fuegos
Fatuos
En el tren iba la elegante viajera, perfumada y llena de toda de una singular coquetería
femenina. Recuerdo su traje vaporoso como para los rigores de nuestro clima, sus manos
finas y los breves pendientes de sus orejas pequeñas y rosadas. Sobre su falda,
descansaba un rico bolso de piel con dos iniciales en dorado relieve.
Cuando el tren deteníase en las alcabalas del camino, ella abría un libro que
extraía del bolso tal vez una novela romántica-, y enfrascábase en la lectura de
tal manera, que no advertía los muchachos harapientos y descalzos, que pedían una moneda
o vendían baratijas o conservas a los pasajeros que asomaban la cabeza por las
ventanillas del tren.
Esta muchacha iba acompañada de una señora que la atendía con gran esmero: dábale
galletas y dulces finos, de esos que admiramos en las vitrinas lujosas de las tiendas y
confiterías.
Estas compañeras de compartimiento no osaron mirarme ni una sola vez, y si lo
hicieron, fue con la impresión de que contemplaban un objeto cualquiera; pues parece que
su mundo de comodidad y lujo, no les permitía sentir interés por las cosas que las
rodeaban en aquel viaje pintoresco y largo.
Cuando llegamos al punto de destino, las ví perderse entre la apretada multitud
que iba de un lugar a otro; tal vez, tomaron un automovil que las llevó al hotel. Pero lo
cierto fue que jamás se desvaneció de mi mente, el regio porte de la muchacha que un
día fue compañera de viaje hacia la capital.
Ocho o diez años han pasado desde entonces. El tiempo es un gran modificador; y
yo, he bajado varias cuestas en la vida y subido otras tantas. Un día, llenando las
funciones correspondientes a mi trabajo social, penetré en una choza obscura y llena de
miseria.
Sobre una cama destartalada, yacía la paciente con un acceso de tos que hacía
pensar en las flores pálidas de Evaristo Carriego, el poeta de la muerte que ronda en los
hospitales y en las casas pobres de los barrios. Bastóme respirar el aire de la pequeña
vivienda para saber que de aquellos pulmones destrozados se escapaba la vida hilo a hilo.
Ella se agitó nerviosamente como para explicar algo; pero yo, con un gesto de
comprensión, me llevé el índice a la boca en señal de absoluto silencio. Encontrábame
en el centro de la pieza pensando en la gravedad del caso, cuando mis ojos tropezaron con
algo que brillaba en un rincón obscuro de la choza.
No tuve necesidad de preguntar a los vecinos por la historia de aquella infeliz.
Dos iniciales como los fuegos fatuos de leyenda, me revelaron el trance de aquella vida,
cuando una vez hube de contemplar aquel rico bolso que hoy colgaba de la pared
desteñido y viejo-, en las manos suaves y perfumadas de la excéntrica viajera.
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