La
Primavera
"Cuando llegue la Primavera
" decían los campesinos, mirando desde las
puertas de sus ranchos, la extensión calcitrante de la tierra reseca. Y yo, visionaria y
niña aún, soñaba que la Primavera era una reina de carne y hueso; ataviada de gasas y
lirios, con una diadema rutilante sobre la rubia cascada de sus rizos. Y pensaba que
llegaría con su varita mágica, reverdeciendo los campos y regando violetas a su paso.
En las mañanas blancas y luminosas, yo la esperaba sobre un tronco rugoso del
camino, e interrogaba al viento que pasaba: ¿vendrá por este o aquel sendero? Y
vanamente oteaba el horizonte y buscaba sus huellas perfumadas por todos los recodos el
camino.
¡Oh, Primavera! ¿cómo será la Primavera?
-Es la hija más hermosa del tiempo- respondióme una vez el hortelano.
Y el tiempo manso y lento, matizó de capullos la pradera. Doráronse los frutos y
hubo frescor y aroma en las laderas; pero yo, la soñaba tan humana, que un día enrumbé
mis pasos hacia el punto más alto de la tierra en pos de la anhelada Primavera. Más
allá del valle y la hondonada estaba la meseta solitaria; y más lejos aún, sobre un
tajo saliente del cerro milenario, el rancho abandonado y semiderruido ofrecióle refugio
a mi cansancio.
En la parte superior de la puerta, y ya casi apagado por el tiempo leíase este
nombre: "La Quimera". Cuando mis ojos descifraron el enigma, parecióme
despertar de un sueño amargo y sombrío. Un sol radiante y nuevo ardía en mis venas;
miré en torno del rancho, y el paraje solitario y triste sin una flor ni un nido, se me
antojaba un desierto donde no flotase ni un hálito de vida.
Entonces, desde el picacho helado de la cumbre miré hacia atrás. El campo verde
me llamaba: rosas, campánulas, lirios, y violetas adornaban el paisaje y embriagaban el
ambiente. Naturaleza toda sonreía; y yo, hechizada y sensitiva ante el regio conjunto de
la vida, descendí de la cima a la pradera para estrechar en mis brazos a la dulce
Primavera.
¡Ah, ésta es! me dije- formando un búcaro con las flores azules del
camino. En mis manos quedó para siempre un perfume grato y fresco que iluminará mi
existencia. Y desde entonces, cada vez que contemplo una simple y menuda florecilla a la
orilla del camino, me repito radiante de esperanza: ¡Ah, ésta es la Primavera, mi dulce
Primavera!
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