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La historia de la controversia religiosa

Capítulo 1

La revuelta mundial contra la religión  

(Traducción del inglés por Sergio Docal)

 Prólogo

Capítulo 1

La revuelta mundial contra la religión

Una nueva edad de la humanidad

El origen de la rebelión

La batalla del siglo diecinueve

La ciencia hace su entrada

La voz del corazón

 

Prólogo

El traductor escoge como prólogo las siguientes palabras de H. G. Wells, tomadas de las páginas 99-100 de su libro Crux Ansata:

"McCabe es uno de los más capacitados, interesantes y eruditos de todos los escritores, y como la mayoría de los esmerados reformadores del pasado, surgió del seno de la Iglesia. Empezó su vida con una sólida educación Católico-Romana; nació en 1867, a los dieciséis años era monje franciscano, y a los veintitrés era cura. Fue profesor de Filosofía Escolástica durante cuatro años, y después Director del Colegio-Universidad de Buckingham. Su título eclesiástico, que ha dejado de usar, es Reverendísimo Padre Antonio. Colgó los hábitos en 1896, y contrajo matrimonio tres años más tarde. Uno podría describirlo como el último Protestante, o sea, que no le queda el menor retazo de religión, habiendo comprendido hace mucho tiempo que el Ser, cualquiera que sea, que pueda estar sosteniendo este universo, no puede tener nada en común con el coco vanidoso y vengativo que el clero ha fabricado para asustar y sojuzgar a la humanidad. Escribe con una erudición y un acopio de conocimientos que hacen de él el más capacitado crítico religioso de todos los tiempos".                      H. G. Wells

  

Capítulo 1

La revuelta mundial contra la religión    

Hace unos años, estaba yo sentado con un grupo de eruditos en un salón de la bella Universidad de Oxford, en Inglaterra, y pasábamos el tiempo entregados a un nuevo juego de escolares. Todos éramos expertos en alguna rama de la historia o de la literatura, y cada uno escogió la edad en que hubiese preferido haber vivido.

En rápido repaso viajamos desde el solemne Egipto hasta la maravillosa Babilonia y la voluptuosa Siria. Atenas con su arte glorioso, Esparta con su severa disciplina, Roma con sus triunfos colosales, cautivaban a uno u otro de nosotros, y la primavera de la edad moderna, la Italia del Renacimiento, la Francia de Luis XIV, la Inglaterra de Shakespeare, esparcían todos sus colores, vida y libertad ante nosotros.

Pero había un consentimiento general en que esta edad en que vivimos es la más interesante sobre la cual el sol ha derramado jamás su luz. Es una edad de reconstrucción. De alguna forma, una tierra mejor que la que el hombre conoció antes está luchando por tomar forma. Por lo menos tenemos un sentido de dominio y de potencia como nunca vio el mundo antes.

Las grandes civilizaciones de la historia temprana se mantuvieron como monarquías durante miles de años. En nuestra era, muchos tronos han sido volcados en diez años, y otros se tambalean sobre sus cimientos. Ponemos en tela de juicio toda tradición y toda institución que el pasado nos ha legado. Esclavizamos fuerzas gigantescas, y hacemos con ellas cosas prodigiosas de las cuales ningún sabio de la antigüedad tuvo la menor noción.

Una parte inevitable del nuevo espíritu, la parte más dramática e histórica para el que conoce la larga historia humana, es que traemos ante nuestro tribunal revolucionario todas las religiones del mundo. Nuestro Código son los Derechos Humanos -- cosa nueva bajo el sol. Nuestra justificación es que hemos encontrado el mundo lleno de viejísimas ilusiones engañosas, como el divino derecho de reyes y constituciones. Nuestra bandera es la verdad y la utilidad, y miramos apaciblemente la guillotina de la plaza pública a la cual consignamos todo lo que del "antiguo orden" encontramos carente de valor en éste.

No os imaginéis que éste es un simpático grupo de pretenciosos jóvenes de ambos sexos que están rehaciendo el mundo en una ciudad estadounidense. Se trata de una revuelta mundial contra la religión. Los nuevos gobernantes de Turquía luchan contra el mahometismo ortodoxo. Los estudiantes de India, China, Japón, Egipto, debaten sus credos históricos y libros sagrados con la misma falta de reverencia con que un foro público en Chicago debate, cuando condesciende a debatirlo, el Antiguo Testamento.

Y desde las ciudades del mundo, la revuelta se extiende por los valles y hasta por los desiertos. Conocí en Londres un africano de pura sangre, doctor en filosofía, que había sido despedido por enseñar herejías en un colegio del África Central. Una realista novela francesa reciente, "Batoula," muestra los nativos regresando del trabajo en la costa a sus aldeas primitivas a burlarse de todas las creencias religiosas. Estamos propagando la revuelta, y no hay tribu de negros ni caserío esquimal a donde no penetre mañana.

Esto es un fenómeno nuevo en la historia. Extraña y asombrosa es la historia de la religión. En el próximo capítulo hablaremos de sus comienzos, y en capítulos posteriores, de las largas y horribles etapas de su desarrollo. Es una historia de revoluciones. Dinastías de dioses caen como dinastías reales, y nuevas dinastías se alzan. "Los dioses pasan, pero Dios permanece," dice un elocuente predicador. Buena retórica, pero mala historia.

Hoy es una cuestión de Dios, no de dioses. Hace más de dos mil años, hubo en Asia una fase de la historia de la religión algo --solamente algo-- parecida a la nuestra. Buda en la India, Confucio en China, apremiaban al hombre a concentrarse en los humanos problemas e "ignorar a los seres espirituales, si es que los hay." Pero sobre la masa del pueblo no tuvieron influencia permanente. Fue lo mismo en Grecia y Roma antiguas. Nunca en la historia ha habido, ni remotamente, en profundidad y extensión, una revuelta como la moderna contra la religión.

Eso es tan innegable, que un periódico cristiano predijo recientemente que el fin del mundo estaba cercano, puesto que ya el reinado del Anticristo había comenzado como se podía ver. Escritores religiosos más serios, como Dean Inge, el famoso vocero de la Iglesia de Inglaterra, llegó a la más sobria conclusión de que "el cristianismo doctrinal está condenado a muerte." El reinado del cristianismo como sistema de doctrinas --doctrinas de cualquier índole-- está terminado.

Pero hay gente superficial que cree que la revuelta es solamente una fase temporal de la vida o del pensamiento modernos. La gente se ha dejado seducir, dicen ellos, por el hechizo de la ciencia y la plausibilidad de la evolución. Ya, gritan ellos, la ciencia está repudiando su engendro, y una nueva luz irrumpe en el pesado horizonte espiritual.

Todo esto es tan superficial y errado como todas las estadísticas religiosas. La revuelta no es una fase pasajera, sino la culminación de un constante desarrollo histórico durante dos siglos. Se debe tan poco a la ciencia, que estaba ampliamente extendido antes de que la ciencia comenzase. Era bastante general entre las personas educadas antes de que Darwin escribiese una sola línea sobre la evolución. Debemos comprender esto bien, y por ello voy a llevar al lector a los comienzos de la revuelta y describir su progreso a la ligera.

Una nueva edad de la humanidad

La época que inauguró los tiempos modernos, como veremos, se conoce como el Renacimiento. Fue una época de gran vitalidad nerviosa, como la nuestra; una edad de embriaguez mental. Una de las causas fue que la imaginación humana había sido excitada por el descubrimiento de un nuevo mundo, América, y un nuevo universo, porque Galileo había quebrado el universo de juguete que hasta entonces había oprimido y entumecido el pensamiento humano.

¿Cuántos en el siglo diecisiete se enteraron de la labor de Copérnico y de Galileo? Comparativamente pocos, porque el noventa por ciento de la población de Europa no sabía leer después de mil años de absoluto dominio por la religión que más tarde el Sr. Bryan describió como "la más grande protectora que el aprendizaje tuvo jamás." Solamente el diez por ciento educado supo algo de Galileo y de la nueva astronomía, y sin embargo, el descubrimiento se extendió como fuego por las venas de Europa. El viejo credo se basaba en un concepto del universo que ahora se demostraba falso. El firmamento sólido que el hombre se había imaginado se deshizo y desapareció. La mente se elevó a los vastos espacios.

Pero el universo que Galileo y sus sucesores revelaron era todavía minúsculo comparado con el universo que vemos a través del gran ojo del Observatorio del Monte Wilson. No voy a hablar de su extensión. Eso no tiene importancia en principio, con la excepción de que puede perturbar a cualquier hombre que persista en creer que en esta tierra, en este punto perdido en un universo de billones de kilómetros, radica la única raza de seres inteligentes que hay.

Mucho más importante y perturbador es el descubrimiento de la edad de las estrellas. Si todas las estrellas fueron colocadas por la mano de Dios por todo el cielo la mañana de la creación, no importaría mucho si fuesen dos mil, o, como son, millones. Pero si así hubiesen sido colocadas, esperaríamos que todas tuviesen aproximadamente la misma edad. Sin embargo, difieren en edades en miles de millones de años. Hay estrellas que todavía empiezan a alzarse de sus cunas, o yacen aún en los gigantescos vientres de las nebulosas; estrellas de cientos de miles de millones de años de edad están apagándose lentamente, y entre los dos extremos hay una vasta población de estrellas de edades tan variadas como la de una muchedumbre en una calle urbana al anochecer. Es un nuevo universo. No vemos indicio de comienzo ni de fin. La vida sobre el planeta Tierra es un breve episodio de un proceso eterno...

El poder mayor que el mundo ha conocido, la ciencia... ha descubierto que la vieja historia de la creación y de un gobernante supremo se apoyaba en bases que ahora han sido despedazadas. La dinastía de dioses ha caído. El hombre debe formular una nueva constitución para su nueva república, la república de la humanidad.

Me limito aquí a tocar, a modo de ilustración, un aspecto de los nuevos conocimientos que han sacudido los viejos credos. Esos nuevos conocimientos son la cosa más sólida, permanente y creciente, el mayor logro de nuestra época. Ningún mezquino intento de impedirle la entrada en las escuelas tendrá éxito. Son símbolo orgulloso del triunfo del hombre moderno. De ellos nació el genio, la ciencia aplicada, que ha transformado la faz de la tierra.

Mencioné las escuelas. Están dispersas por toda esta ciudad, hasta en los míseros acantonamientos de humildes trabajadores. Palaciales escuelas superiores se alzan aquí y allí, y a poca distancia hay una universidad. En el centro de la ciudad hay una gran biblioteca pública, y aquí y allá se elevan las torres de acero de las estaciones radiodifusoras. Tenemos conocimientos como el mundo nunca tuvo antes, y la maquinaria para distribuirlos es inmensurablemente superior a toda la que el mundo tuvo antes.

El mayor escritor, uno de los mayores pensadores del viejo mundo era Platón. ¿Cuántos griegos, diría usted, leyeron los diálogos de Platón mientras él vivía? Yo diría que unos pocos centenares. Y ahora... hace unos años traduje un libro, "El Enigma del Universo," de Ernesto Haeckel, y en pocos años se vendieron medio millón de ejemplares. Escribí una defensa de él, y se vendieron cincuenta mil ejemplares en unos cuantos meses. H.G. Wells ha vendido más de quinientos mil ejemplares de su voluminoso "Bosquejo de la Historia."   

Creíamos que la económica imprenta era la última palabra en la difusión de los conocimientos, y de repente surge esa maravillosa pieza de nueva maquinaria, la radio. Desde una pequeña habitación obscura de Londres he contado la gran historia del nacimiento y la muerte de mundos a millones de radioescuchas. Desde una habitación en los suburbios de Winnipeg he disertado sobre evolución a la mitad de los asombrados agricultores de Canadá Central. Y la labor educativa de la red inalámbrica está solamente en su infancia. Aún ahora, el que tenga grandes verdades que decir, y la fuerza para articularlas, puede hablar desde Denver, o Chicago, a todos los Estados Unidos, a los habitantes de remotas aldeas de México, y hasta a los que los que puedan comprender en Brasil y en Perú. Y cuando tengamos una lengua universal, como tendremos, las verdades de la ciencia y la historia y la sociología se extenderán por todo el planeta.

El conocimiento se extiende sutilmente, como lo hizo en el Renacimiento, y crea un nuevo espíritu en personas que ni están conscientes de tener nuevo conocimiento alguno. Hay un nuevo espíritu en nuestra generación. Estamos inclinados a resentir toda autoridad, pero ciertamente resentimos la de los muertos. Esas generaciones que vivieron en épocas de profunda ignorancia no tienen derecho a legislar por nosotros. Credos elaborados en la edad del obscurantismo son como dibujos hechos en la obscuridad. Vamos a reconsiderar todos los credos e instituciones que datan de antes de que la luz de los nuevos conocimientos iluminase a la tierra.

Es una actitud razonable. He dicho "reconsiderar," recuerden, no "rechazar." Se conservará lo justo y útil, en ley moral o civil, en teoría y en práctica. El hombre profundamente irrazonable es el único que rehúsa reconsiderar lo que sus padres le enseñaron, o el hombre que examina solamente literatura unilateral, escrita por interesados, para llevar a cabo el examen de sus creencias. La nueva generación exige libertad para leer ambos lados y formar su propio juicio.

Y es precisamente en el mundo de los intereses humanos donde el nuevo espíritu encuentra el más fuerte apoyo. ¡Qué masa de antiguas ilusiones y engaños hemos tenido que desechar durante los pasados cincuenta o cien años, y cuánto mejor y más feliz se encuentra el mundo por haberlos desechado! Los protestantes americanos debieron ser los primeros en percatarse de ello. Sus padres rompieron con la tiranía del papado y se rieron de sus pretensiones divinas. Rechazaron el asceticismo (teórico) del cristianismo medieval, y dieron permiso al clero para casarse. Sostuvieron que todo el mundo había estado mintiendo acerca de religión durante mil años.

Entonces se volvieron hacia los engaños del Estado, y destrozaron los supuestos divinos derechos de los reyes. La Europa cristiana estaba equivocada, dijeron; las paganas Grecia y Roma tenían razón. La mejor política humana es la República. Rompieron entonces las cadenas del esclavo, que la Iglesia había bendecido durante siglos. Una por una, destrozaron mil antiguas iniquidades: sociales, médicas, económicas, políticas, industriales y domésticas. El piso del siglo diecinueve se cubrió de un reguero de tradiciones y credos y engaños desechados. La "tierra de los libres"[1] se enorgulleció ante la faz de Europa de haber tenido el valor de destronar a los muertos y asumir el mando de sus propios asuntos.

Europa ha seguido lentamente. El mundo entero siente igual desilusión. Los turcos rasgan las más sagradas tradiciones de su raza. Los chinos se han cortado la coleta con todo lo que ella simboliza. Los egipcios e hindúes pelean por su libertad religiosa lo mismo que social y política. Los negros de África aspiran a formar una república. México desafía a su iglesia. Los imperios se desmoronan. Los reyes huyen al destierro. Cien mil púlpitos están vacantes.

¡Una nueva edad! Nunca ha habido algo ni remotamente parecido bajo el sol. Lo que un hombre hace hoy en Moscú, o en Shanghai, o en Tokio, se sabe la mañana siguiente en Memfis, o en Lima. Hasta los monjes de la ciudad prohibida del Tíbet escuchan y se conmueven. Las monjas se agitan en sus conventos. Grandes grupos de padres católicos apelan a Roma para que se derogue el celibato.

Y en todo esto hay un fino sentimiento, algo así como una afirmación, de la libertad. Nunca antes hubo en el mundo tal inundación de idealismo como hoy en la civilización moderna. Esa es la respuesta más sólida a los que dicen que nuestro carácter está degenerando. En el mundo resuena un grito de servicio y ayuda. Una mera lista de los movimientos sociales, filantrópicos, educativos y humanitarios de nuestros tiempos llenaría todo un capítulo de este libro. Y todos son nuevos y peculiares a lo que el clero despreciativamente llama "nuestra edad materialista." Nunca antes ha habido en el mundo esta preocupación por la paz y la hermandad, la justicia para los más pobres trabajadores, para los enfermos, incapacitados y minusválidos, por los niños, por la educación, la temperancia, la supresión del crimen y la crueldad, por regalos y días festivos para los niños pobres, por las mil y una vicisitudes que perduran entre nosotros de los malos tiempos pasados.

Este hermoso sentimiento se refleja también en la religión. Es eso, no la ciencia, lo que se niega a creer en esta primitiva maldición de la raza y en la expiación de Cristo. Retrocede ante la sangre, los sacrificios sangrientos, y las campanas. Rehúsa adorar, porque la adoración fue la lisonja oriental a sultanes y zares.

El corazón humano está, tanto como su cabeza, en revuelta contra las tradiciones religiosas. Creer que se puede detener la marea de la incredulidad excluyendo de las escuelas la evolución está al nivel de la antigua práctica de salpicar vinagre con hierbas aromáticas en una habitación infectada con el fin de combatir la infección.

Es una edad nueva, una edad revolucionaria. La lucha entre los nuevos pensamientos y las viejas tradiciones debe continuar hasta llegar a un final. Nunca volverá a ser interrumpida y suspendida como fue cuando perecieron las civilizaciones de Atenas y de Roma. Hoy hay cuarenta civilizaciones con los mismos ideales, las mismas interrogantes, las mismas revueltas. Si veinte perecen, las otras veinte continuarán la obra.

El origen de la rebelión

"Voltaire lo empezó todo," dirá algún impaciente. Naturalmente que sería difícil exagerar la participación de ese brillante escritor en la fundación del escepticismo moderno, pero la historia no transcurre de esa manera. Los movimientos no brotan totalmente armados del cerebro de ningún Júpiter.

El escepticismo se remonta muy lejos en la historia de la Edad Media. El poeta Dante, la verdadera flor de la literatura medieval, nos dice que había un gran grupo de escépticos del tipo más radical en Florencia en su tiempo. Pero esos eran tiempos peligrosos para escépticos. Las plazas públicas en toda Europa hedían a carne humana quemada. Fue necesario primero quebrar el poder del papado, como contaremos en relatos posteriores sobre el Renacimiento y la Reforma.

Podríamos asignar una fecha al nacimiento del moderno escepticismo: alrededor del año 1677, y el lugar de nacimiento fue Inglaterra. ¿Por qué, de todos los países del mundo, Inglaterra? preguntaréis. Voy a decir inmediatamente que los gérmenes llegaron a suelo inglés del extranjero. Los escritores italianos Boccaccio y Petrarca, los escritores franceses Montaigne y Bayle, podrían contarse entre sus progenitores. Todas esas influencias del Renacimiento a las que me he referido --el avance de la astronomía, el descubrimiento de las Indias Orientales y Occidentales, la imprenta, etc.-- favorecieron la crítica y el escepticismo. Pero en Francia y en Italia la Iglesia Romana seguía todopoderosa. El noble Giordano Bruno fue quemado vivo tan recientemente como en 1600 por enseñar una sabia filosofía del universo.

Inglaterra era comparativamente libre, y un embajador inglés en París, Lord Herbert of Chervury, trajo de la ciudad alegre, entre sus encajes y perfumes y vinos franceses, los gérmenes del nuevo escepticismo.

No era que Inglaterra fuese totalmente inocente de dudas radicales. Se sabía bien que ciertos contemporáneos de Shakespeare eran escépticos, o racionalistas, y el análisis cuidadoso de las obras de Shakespeare muestra que el gran bardo mismo era probablemente racionalista. No fue, sin embargo, sino hasta mediados del siglo diecisiete que el primer ardor de la reforma disminuyó, y la gente, cansada del abuso de los teólogos, empezó a escribir libremente sobre religión.

No había aún ciencia que valiese la pena mencionar, aparte de la astronomía, aunque la obra de Lord Bacon y de Sir Isaac Newton deben haber ayudado. Pero la primera fase de escepticismo fue debida más bien a dos influencias literarias: primera, la admiración por la literatura y la moral griega y romana, y segundo, el estudio sincero de la Biblia, que los protestantes ahora recomendaban a todo el mundo leer. La queja católica de que el Protestantismo, al dar la Biblia al mundo, había conducido al escepticismo, se justifica. Ya había, desde el Renacimiento, gran número de caballeros que sabían leer, además del clero. "Muy bien," dijeron, "leeremos vuestra Biblia," y el resultado fue mortal.

He mencionado el año 1677 porque ese año un obispo inglés, Stellingfleet, publicó la primera respuesta ortodoxa al escepticismo ("Cartas a un Deísta"). Desde mediados del siglo diecisiete hasta mediados del dieciocho, hubo numerosos escritores brillantes y sabios en Inglaterra: Herbert, Blount, Tindal, Toland, Lord Shaftesbury, el Vizconde Bolingbroke, Collins, y muchos otros. La monótona tiranía de los Puritanos había terminado, o se había trasladado a América. De nuevo imperaba en el país la alegría y la libertad del Renacimiento. La Iglesia de Inglaterra era floja y en gran parte corrupta. Algunos obispos sentaban a sus queridas a la mesa en Londres. Los políticos hacían obispos a sus hijos ilegítimos.

Pocos saben, pero es un hecho fácil de demostrar, que una reina de Inglaterra en aquel tiempo, Carolina (1683-1737) era escéptica. Rehusó con desprecio el sacramento de la Iglesia cuando estaba muriendo, y sus cortesanos palaciegos y estadistas, que eran en su mayor parte Racionalistas, nos aseguran explícitamente que ella rechazaba la fe cristiana. Como he manifestado en mi "Diccionario Biográfico de Racionalistas Modernos," las pruebas en este punto son muy concluyentes. La Reina Carolina y los más grandes estadistas de su tiempo eran Racionalistas.

En aquella primera fase, los escépticos se conocían como "Deístas," es decir, personas que creían en un dios (Deus), pero rechazaban toda creencia en milagros o en revelaciones, y por lo tanto desechaban el cristianismo.   

En la literatura moderna existe cierta confusión entre Deístas y Teístas. Un "teísta," propiamente hablando, es una persona que cree en Dios, lo mismo si cree en la religión revelada que si no. Un cristiano es un teísta. El deísta cree en Dios y en la inmortalidad, pero considera todas las religiones como desarrollos naturales, sin imposturas. Infieles, descreídos, escépticos, fueron otros y más imprecisos nombres que se daban a esos primeros racionalistas (u hombres que se guiaban por la razón más bien que por la tradición o la autoridad). Lo que es pertinente recordar aquí es que entre la gente educada ha habido un considerable núcleo de anticristianos durante los pasados doscientos años.

Y ese núcleo naturalmente creció con la expansión de la educación y el mejoramiento de la imprenta. El católico que alardea de que el escepticismo era raro antes de la Reforma se olvida convenientemente de tres cosas: a los escépticos los quemaban en la pira; muy pocas personas tenían alguna educación a excepción del clero; y había muy pocos libros que leer. El escepticismo creció precisamente en proporción a la propagación de la cultura y de los libros escritos. El desarrollo industrial y comercial del mundo hizo posible una gran clase media educada: comerciantes, doctores, abogados, oficinistas, políticos, escritores, artistas, etc. Las obras de los deístas ingleses circulaban entre ellos, y los "ensayos" de Montaigne, con uno que otro relámpago de discreto escepticismo, y el más abiertamente escéptico y exquisitamente escrito "Diccionario" de Bayle fueron traducidos para ellos.

Antes de pasar a Voltaire, el mayor de todos los deístas, debemos añadir algo que debiera saber todo americano. La mayoría de las grandes figuras de la historia americana de la época de la Guerra de Independencia eran deístas, algunos hasta materialistas. Tomás Paine, ignorantemente llamado por Teodoro Roosevelt "ese sucio pequeño ateo," fue el segundo de los mayores deístas en la historia del escepticismo. Su rechazo del cristianismo era tan ferviente como su fe en Dios. Benjamín Franklin era exactamente tan deísta, y nos dice que sacó sus ideas de las obras de los deístas ingleses. George Washington y Tomás Jefferson eran escépticos, como se puede demostrar.

Es sabido que el rey de Prusia, Federico el Grande, el mayor monarca de Europa en su tiempo, era deísta. La evolución de Alemania había sido detenida por la espantosa guerra religiosa que siguió a la Reforma. Ahora, en el siglo dieciocho, el país de nuevo estaba sosegado y próspero. Una clase media con afición a las letras apareció y creció. El escepticismo creció como en todas partes y en igual proporción. Y con germánica minuciosidad, los poetas y filósofos --los Goethes, Schillers y Kants-- que aaparecían, llevaron el escepticismo hasta una capa más baja de la tradición religiosa.

Entretanto, en Francia se había ganado cierta medida de libertad. Los protestantes habían sido masacrados, pero sus enemigos mortales, los jesuitas, a su vez habían sido expulsados por los notorios abusos que habían hecho de su posición. Al igual que en todas las otras partes, la gente estaba cansada de las disputas entre teologías rivales, pues los jesuitas y Jansenistas habían peleado tan enconadamente en Francia como los católicos y protestantes en Inglaterra.

Por añadidura, los franceses tienen una mente ágil y un rápido sentido del humor. ¿Por qué regatear sobre sutilezas doctrinarias cuando el clero mismo, al igual que la Corte, era descaradamente inmoral? Hay escritores religiosos que hablan de las aventuras amorosas de Voltaire como si ellas fuesen un descrédito para su escepticismo. Esa gente parece desconocer que los obispos y cardenales hasta la época de la Revolución tenían sus queridas;... que los conventos de París eran los sitios habituales de citas amorosas, y que la palabra "abbe" (abbot, sacerdote, cura) era un título de galantería. Moliere, el gran cómico francés, era racionalista.

Voltaire, como se sabe, aprendió deísmo en Inglaterra. Pero los extensos tratados de los filósofos ingleses sobre lo natural de la ley moral, y sus críticas algo pesadas de los errores y absurdos del Viejo Testamento, asumieron ahora una nueva forma. Voltaire hizo chispear a las críticas de la biblia. Salpicó sus páginas con tantos epigramas, agudezas y picardías, que hasta las damas de la corte y curas liberales, lo mismo que comerciantes, doctores y abogados, se morían de risa con relatos y declaraciones que hasta entonces habían considerado sagrados.

Su gran contemporáneo, Juan Jacobo Rousseau, también deísta, atraía a personas de otro temperamento. Era serio, emotivo, idealista. Predicaba una visión sentimental de Cristo como un hombre, y lo despojaba de la aureola de divinidad. Voltaire, un hombre en extremo generoso en sus asuntos personales, un hombre con la pasión de atacar la injusticia, era la encarnación de todo el sol, la alegría, la licencia y el encanto del carácter francés.

El deísmo hasta entonces había sido un trago sobrio para los pocos sobrios. Ahora se volvía champán. La gente clamaba por él, a pesar de curas y policía, por toda Francia. Lo exigían en Italia y en España y en Alemania, y grandes grupos de volterianos se formaron en todas las ciudades de Europa. Las altisonantes respuestas del clero solamente provocaban, con la comparación, más risa. Los únicos curas y prelados que, como el Obispo Talleyrand, hubiesen podido devolver estocada por estocada, eran escépticos ellos mismos. Las pullas y mofas de Voltaire sobre la religión se escurrieron hasta llegar al pueblo inculto. Pajes y hosteleros las repetían a gritos en las calles. Nunca hasta entonces en la historia del mundo había logrado un solo escritor una influencia tan poderosa. Se leía a Voltaire en las Cortes de Lisboa y de Madrid, en Nápoles y en Viena, en Inglaterra y en Suiza, y ninguna clase social quedaba fuera del alcance de su cáustico ingenio.

Así quedó establecido el escepticismo moderno. Los deístas ingleses le proporcionaron una base educacional tan sólida como era posible en aquellos tiempos. Voltaire lo popularizó, ganándose los corazones humanos. El clero predicaba que había aparecido el Anticristo y que el fin del mundo estaba a la mano. El escepticismo se hizo mundial. Pero era un escepticismo acerca de la religión revelada, no acerca de Dios, y ahora veremos cómo el espíritu de crítica continuó hasta llegar a las más fundamentales de las creencias religiosas.

La batalla del siglo diecinueve

A fines del período de deísmo que he descrito, ocurrió uno de los acontecimientos más importantes de toda la historia: la Revolución Francesa.

Francia se encontraba económica y políticamente en unas condiciones escandalosas. La masa popular era horriblemente pobre, agobiada por los más pesados gravámenes para poder mantener una frívola Corte y una Iglesia corrompida. El resultado fue un estallido de indignación nacional que alumbró al mundo entero. Naturalmente, cuando Napoleón conquistó la Revolución, y él a su vez fue conquistado por los ingleses y alemanes, hubo una reacción severa, y como se culpaba al escepticismo por la Revolución y todos sus horrores, hubo un esfuerzo drástico en toda Europa por detener su progreso por medio de la coerción política y el regreso del cristianismo al poder.

Un capítulo especial será dedicado más tarde a este asunto del escepticismo y la Revolución Francesa. Ciertas ideas populares, especialmente sermones y escritos religiosos, sobre ese asunto, están completamente equivocados. La misma común historia, por ejemplo, de una prostituta coronada diosa de la Razón en la Catedral de Notre Dame en París es falsa. El escepticismo tuvo mucho que ver con los mejores aspectos de la Revolución, y nada que ver con los peores. Pero debemos posponer este asunto. Por el momento aclaramos solamente que el freno puesto a la revuelta contra las iglesias a principios del siglo diecinueve fue un freno político, no un regreso espontáneo a la creencia. El movimiento escéptico continuó, y hasta se volvió más profundo e iconoclástico que antes.

Tomás Paine, Rousseau y Voltaire, los tres escritores escépticos más influyentes de esa época, eran deístas. Los tres creían firmemente en un dios personal, aunque en el caso de Voltaire, quizás, podemos a veces descubrir un debilitamiento de esa creencia. Pero antes de que ocurriese la Revolución, en Francia había surgido una nueva generación de escépticos que dudaban o negaban la existencia de Dios. El Ateísmo (o lo que ahora llamamos Agnosticismo) y el Materialismo aparecieron, con brillantes y eruditos defensores. No estoy escribiendo ahora mismo sobre este proceso, de modo que me limitaré a decir que hombres tales como Diderot, Holbach, Condorcet y Helvetius encabezaban el nuevo movimiento. Eran conocidos como "los Filósofos" o (porque principalmente expusieron sus opiniones en la primera gran enciclopedia) "los Enciclopedistas."

Por ahora queremos solamente trazar un esbozo del continuo crecimiento de la revuelta moderna contra la religión, no estudiar sus detalles. Queremos que se entienda que se trata de una parte normal y vital de la moderna expansión de los conocimientos, no de una moda o fase pasajera. Hasta un escritor como el Profesor Osborn, científico que debería saber más, se ha unido a escritores religiosos en representar la revuelta como resultado del "materialismo" de la ciencia durante la pasada generación, y ha añadido que esta "ola de materialismo" ha terminado y podemos confiar en un nuevo crecimiento de la religión. Declaraciones así son falsas en cada una de sus sílabas.

El profundo escepticismo de los "filósofos" franceses (que no eran tales filósofos, puesto que la filosofía es una ciencia abstracta que ellos menospreciaban) estaba ciertamente matizado de ciencia. Un matemático francés anterior, el famoso Descartes, había dicho que no había tal cosa como un alma o principio vital en el animal. Hasta el cuerpo de un mono, o de un águila, era solamente una máquina. Como dijo una chistosa dama ortodoxa de la época: "De acuerdo con M. Descartes, uno reúne una máquina llamada "perro" con otra máquina llamada "perra" y saca una maquinita llamada "cachorro."

Eso fue el origen de lo que ahora se denomina teoría o filosofía mecánica de la vida y del universo, o Materialismo. Los Enciclopedistas franceses dijeron. "Es cierto, lo mismo en cuanto al hombre que en cuanto al perro." Uno de ellos escribió una famosa obra llamada "El Hombre, esa máquina." Descartes también había dado al mundo una teoría sobre la evolución de las estrellas y planetas desde el polvo cósmico (o nebulosa, como ahora decimos). Había encontrado el germen de esta teoría en viejísimos pensadores griegos, y su propia teoría fue copiada por Swedenborg (y llamada una revelación), y fue mejorada por el filósofo alemán Kant y el gran naturalista francés Button. Tales teorías parecen prescindir de la idea de un creador del universo.

Por tanto, la ciencia tuvo cierta influencia sobre el crecimiento del escepticismo antes del siglo dieciocho. Pero esa influencia era muy limitada, y a pocas personas les interesaba entonces la ciencia. El movimiento escéptico general en Europa y en América era deísta. Alababa las viejas civilizaciones paganas y criticaba duramente la Biblia. Era un movimiento literario e histórico.

Hasta entonces había sido un movimiento superficial. No requería gran penetración ni estudios descubrir contradicciones en la Biblia y ridiculizar las historias de Noé, y de Jonás y otras. Hacia final del siglo dieciocho se tornó más científico, en el sentido general de la palabra. La crítica de la Biblia se convirtió en una ciencia, en un cuidadoso estudio y análisis del texto hebreo. Esto llevó inmediatamente al descubrimiento de que el texto hebreo del Antiguo Testamento es una compilación de fragmentos de libros de muy diferentes épocas, todos reunidos y alterados muy considerablemente, por sacerdotes judíos pocos siglos antes de Cristo.

Eso es lo que se llama Crítica Textual de la Biblia (según el Diccionario Appleton-Cuyás). Así como podemos distinguir fácilmente un texto inglés del siglo diez de uno del quince o del diecinueve, podemos reconocer los distintos siglos en el texto hebreo de la Biblia o el Talmud. Es una ciencia muy sólida, especialmente cuando se une al conocimiento que ahora tenemos de los antiguos imperios. Este es uno de los puntos importantes que los fundamentalistas pasan por alto. La autoridad de la Biblia, como ellos la conciben, se desmorona sin ninguna ayuda de la evolución. El Génesis es el libro más vulnerable de toda la Biblia, aparte de lo que la ciencia diga.

Al mismo tiempo la historia se iba tornando científica. Los grandes historiadores ingleses Hume y Gibbon lanzaban al mundo volúmenes de historia que hacían parecer infantiles todas las "historias" anteriores. Enseñaron al hombre, casi por primera vez, a examinar minuciosamente las autoridades que citaban.

En particular, la magnífica obra de Gibbon "La Decadencia y Caída del Imperio Romano," una de cuyas secciones describía el ascenso del cristianismo, tuvo una poderosa influencia en la diseminación del escepticismo. Por primera vez la historia humana se escribía sin fábulas y se veía como una cadena natural de acontecimientos sin intervenciones sobrenaturales. Gibbon mismo, que era inicialmente deísta, parece haber terminado siendo agnóstico. No encontró más huellas del dedo de Dios en la historia que las que Laplace, el gran astrónomo, había encontrado en el cielo.   

La historia, por lo tanto, fue desde el comienzo más importante como base del escepticismo que la ciencia, y sigue siendo igualmente importante hoy. Para mí, ciencia e historia son una sola cosa. Lo que llamamos "historia" es solamente la continuación de la historia del hombre con la cual la "ciencia" corona su descripción de la procesión de la vida a través de las tinieblas del remoto pasado. Pero la última parte del relato, o historia propiamente dicha, es de tendencias tan escépticas como la primera. ¿Por qué el antievolucionista pelea con la evolución? Principalmente porque prescinde de un creador. Exactamente de la misma manera la historia moderna recorta y desecha todo lo milagroso de cada página de los registros humanos y describe la marcha hacia adelante, o los traspiés y tropezones del hombre, como sucesos despiadadamente humanos y naturales.

Por añadidura, esta nueva ciencia de la historia pronto halló, en el siglo diecinueve, un muy formidable auxiliar. Uno de los falsos e insostenibles efectos de la Reforma había sido el desprecio hacia todas las naciones "paganas."  Comenzó el mito de que todas las naciones habían permanecido en la obscuridad y a la sombra de la muerte hasta el advenimiento de Cristo a la tierra, y este mito se arraigó tan profundamente en la mente moderna que hasta un escritor tan poco cristiano como H.G. Wells lo incluye en mayor o menor grado en su "Outline of History." Veremos en capítulos posteriores que Mr. Wells ha sido seriamente injusto con las grandes naciones paganas de la antigüedad.

Llamo a este mito un efecto de la Reforma, aunque los católicos en tiempos recientes lo usan con tanta libertad como los protestantes, porque realmente comenzó, como creencia universal, con Martín Lutero y los Reformadores. Antes de ellos, había muchos eruditos cristianos que reconocían la grandeza de Grecia y Roma antiguas. Dante, en su maravillosa epopeya cristiana, escoge realmente como guía al poeta Virgilio, y, desafiando a su Iglesia, rehúsa colocar a los grandes romanos y griegos en el infierno. Esta reverencia por Grecia y Roma fue naturalmente exagerada en el Renacimiento, especialmente en Roma (donde muchos papas fueron más paganos que cristianos), y los Reformadores, tan naturalmente se fueron al extremo opuesto.

La historia moderna reestablece el equilibrio. En uno de mis debates con el Dr. Riley me quedé sorprendido al oír a ese fanático cabecilla de los Fundamentalistas declarar que hoy no somos más grandes que los griegos y romanos de hace dos mil años. ¿Dónde, pregunté, están los resultados de dos mil años de influencia cristiana? Riley tenía y no tenía razón. A mediados del siglo diecinueve Europa había logrado alcanzar nuevamente el nivel de Grecia y Roma antiguas, pero desde entonces --mientras que la influencia religiosa se ha precipitado hasta el abismo-- nosotros lo hemos pasado.

Los grandes moralistas de Grecia y Roma han quedado totalmente reivindicados por la nueva historia. Se demostró que todo elevado sentimiento del Nuevo Testamento tiene su paralelo en las palabras de Platón y de los Estoicos. Eso fue otra arma para los escépticos. El mundo había sido (y en gran parte continúa siendo) engañado. Pero entonces se encontró un arma más pintoresca y eficaz.

Los sueños de conquista mundial de Napoleón lo habían llevado a Egipto, y de acuerdo con su grandioso estilo, había llevado sabios consigo. Los ingleses siguieron a los franceses, les robaron sus más valiosos descubrimientos --lo cual era considerado empresa muy legal en esos piadosos días-- y a su vez empezaron a estudiar a Egipto. Se halló la clave de la antigua escritura egipcia, y pronto el mundo se sorprendió al saber que el viejo reino "pagano" había sido profundamente religioso y moral. Egipto había llegado hasta a la adoración de un solo dios eterno y espiritual antes de los días de Tutankamen.

Llegó el turno entonces a la antigua Babilonia, y las revelaciones hechas por la pala del arqueólogo fueron más sorprendentes aún. El mundo había sido engañado totalmente durante dos mil años en cuanto al carácter de los babilonios. Encontramos inmensa literatura y la clave de su lengua. Encontramos hasta el código de leyes de Babilonia. ¡Babilonia un pozo de iniquidad! ¿Qué? Encontramos que ahogaban en el río a los adúlteros, y quemaban vivos a los hombres convictos de violación.

Hemos recuperado los registros de sus conjeturas sobre el origen del universo y del hombre, y nadie puede leerlos sin percatarse de que el Génesis no es más que una compilación --adaptada a lenguaje monoteísta-- de historias cuyos rastros podemos seguir hasta hace cinco o seis mil años. La historia de la creación, del primer par humano, del jardín y la caída, y del diluvio, corresponden perfectamente a historias reproducidas en el Génesis. El mundo quedó anonadado con esta revelación, que se extendió en el siglo diecinueve. Una vez más se demolía la fe literal en el Génesis, aparte de cualquier conflicto con la geología moderna.

Difícilmente hay necesidad más aguda en los Estados Unidos ahora mismo (1929) que la de diseminar esa información. Ni un solo líder fundamentalista tiene la menor noción de lo que los eruditos han sabido por cincuenta años o más acerca de las historias babilónicas del Génesis. Todos hablan de "la Palabra de Dios" como si las ruinas de la antigua Babilonia siguiesen imperturbadas en Mesopotamia y nadie hubiese todavía sugerido siquiera que las historias de la creación, la caída, y el diluvio fuesen familiares leyendas antiguas. Sería una revelación para los millones de Fundamentalistas americanos simplemente leerles una traducción literal de las tablas que se han encontrado en las ruinas de ciudades mesopotámicas que fueron destruidas milenios antes de que los hebreos supiesen escribir.

Pero, todavía sin hacer referencia a lo que se llama popularmente "ciencia," no hemos llegado al fin de las influencias que dieron lugar a la gran revuelta contra la religión en el siglo diecinueve. La siguiente influencia fue la filosofía. Sería inútil tratar de describir aquí lo que es la filosofía. Baste decir que es (o era al principio) el estudio de nuestra propia capacidad de pensar y de nuestras más profundas cavilaciones sobre la realidad. Empezando con Kant en Alemania en la segunda mitad del siglo dieciocho, una larga y brillante fila de filósofos, o metafísicos, se sucedieron unos a otros en Alemania, Inglaterra, Francia, Italia y, por último, Estados Unidos.

¿Cómo pudieron esos abstrusos pensadores influir sobre la mente popular y alentar el escepticismo? Fue bastante fácil. Como el movimiento deísta había sacudido la creencia en la revelación, hubo un intenso esfuerzo por probar por medio de la razón humana la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Todo teólogo, realmente, reconoce ahora, y todo hombre razonable debe reconocer, que esas cosas deben probarse usando la razón antes de apelar a la revelación. Primero debemos probar la existencia del revelador. Bien, para acortar la larga historia, atañía a los filósofos estudiar estas "razones" o "evidencias," y la inmensa mayoría las declaró inválidas. La fe recibió un nuevo y terrible golpe, porque los filósofos son los más profundos pensadores en todas las sociedades humanas.

Por último, el movimiento en pro de reforma social en el siglo diecinueve fomentó la revuelta contra la religión. Pocos son, lamentablemente, los que conocen la historia de la colosal lucha por los derechos del hombre en la primera mitad del siglo diecinueve. En Estados Unidos esto se explica fácilmente en un sentido. La Constitución de los Estados Unidos se inspiró, por Racionalistas, mayormente, en un sentido justo de derechos humanos, y las condiciones industriales eran aquí mejores que en Europa. Los Estados Unidos no tuvieron que presenciar la misma terrible lucha por la justicia que Europa. Pero si alguien quiere comprender totalmente el movimiento anticlerical de los tiempos modernos, debe saber algo acerca de esa lucha, y posteriormente contaremos la historia.

En breves palabras, cuando los monarcas feudales de Europa fueron reinstaurados después de la caída de Napoleón, las iglesias fueron sus más fuertes aliados en cada país. Juntos formaron lo que la historia conoce como la Santa Alianza o el Terror Blanco. Los rebeldes, lo mismo contra el Estado que contra la Iglesia, era castigados sin misericordia. Toda reforma era rechazada y el clero estaba casi totalmente de unánime acuerdo con su rechazo. Fue mayormente una banda de Librepensadores en cada país los que pelearon por los derechos humanos. Hasta mediados del siglo diecinueve ni un solo eclesiástico conocido peleó al lado de ellos. Las iglesias eran indiferentes u hostiles hacia las más apremiantes reformas educacionales, mejoras laborales, trabajo de menores, derechos políticos, los derechos de la mujer, reformas carcelarias, etc.

Este claro contraste entre la supuesta moral cristiana y la real conducta de las iglesias sirvió de estímulo a las democracias de Europa, y la crítica intelectual de la religión se vio reforzada por el pasional incentivo de la defensa de los derechos humanos y la prevención de abusos. El corazón se rebelaba junto con la cabeza. Desde los ricos educados y la clase media, la revuelta se extendió hasta alcanzar a millones, y la diseminación de la educación y el abaratamiento de los libros completaron la revuelta de las masas.

La ciencia hace su entrada   

Hasta ahora apenas he dicho palabra sobre ciencia como se entiende la palabra generalmente. Es de lo más importante estudiar la revuelta contra la religión de esta manera. La evolución, y hasta la ciencia en general, son solamente elementos de la revuelta. Nada hay más errado que la extendida creencia de que si se excluyese la evolución de las escuelas, la revuelta se detendría y el cristianismo se salvaría.

Durante uno de nuestros debates, el Dr. Riley me desafió a que, "como hombre honorable", dijese a nuestra audiencia si la evolución conduce al escepticismo en mi opinión. El cabecilla fundamentalista resplandecía de triunfo cuando valientemente respondí: "Si," pero el resplandor se extinguió pronto cuando añadí: "Lo mismo hace todo conocimiento."

Y sin embargo, es la ciencia la que ha capturado la imaginación y se ha convertido en símbolo del moderno conflicto entre la nueva verdad y la vieja tradición. Eso es fácil de entender. La ciencia nos ha traído tan fascinantes revelaciones sobre las estrellas y las flores, las rocas y los animales, los órganos del cuerpo y los átomos de materia, que el mundo entero ha escuchado y aplaudido. La ciencia probó la verdad de sus revelaciones construyendo sobre ellas tan maravillosas obras de ingeniería y química que nadie puede dudar de la veracidad de los principios científicos. La ciencia representa el mayor triunfo de la mente humana en toda la historia escrita. Así, pues, cuando el científico entró en la arena en contra de la religión, atrajo más atención que el historiador o el filósofo.

"Sí," dicen los Fundamentalistas, "admitimos eso. Reconocemos que la verdadera ciencia es una fuerza inmensa. Bien, ¿Quién puede decir cuándo la ciencia es verdadera y cuándo no es?"  Cuando toda la colectividad científica mundial --más de cien mil expertos-- está unánimemente de acuerdo en que la evolución es una "ciencia verdadera," ¿Quién tendrá la osadía de decir que sabe más?

Los científicos no están de acuerdo sobre el proceso o modo particular de la evolución. No están de acuerdo sobre el valor de todos los razonamientos que se usan en pro de la evolución. Pero sí están --todos los profesores universitarios del mundo en siete u ocho ciencias relativas a la evolución-- unánimemente de acuerdo en que ciertos razonamientos en su favor constituyen "verdadera" ciencia. Incidentalmente, permítanme señalar que el título completo del libro, la definición real del "Darwinismo," es "El Origen de las Especies por Medio de la Selección Natural." Darwinismo no es lo mismo que evolución. Es una teoría especial de la maquinaria de la evolución, y se disputa. Pero todo escritor y predicador que confunde el darwinismo con la evolución, que alega que ambos son la misma cosa, que cita a científicos opuestos al darwinismo como si fuesen opuestos a la evolución, está echando tierra en los ojos de los que le siguen.

El gran mérito de Darwin en la ciencia, y su mayor ofensa contra las iglesias, es que fue el primero que presentó la teoría de la evolución en una forma y sobre una base de hechos que atrajo la atención general. La teoría era muy conocida por los eruditos antes de su época, pero sus más tempranas versiones fueron meras "hipótesis," como diría un fundamentalista, sin ningún gran fundamento real. Darwin, con treinta años de paciente labor, proporcionó esa base. El mundo comenzó a debatir sobre la evolución, y el gran conflicto se inició.

Naturalmente, hubo antes escaramuzas entre los científicos y los teólogos. La Biblia claramente enseña que el hombre tiene solamente poco más de seis mil años de edad. Los que dicen que el Antiguo Testamento no dice eso es porque nunca han sumado las edades asignadas a los patriarcas. Esas cifras nos llevan al 4000 A.D., aproximadamente, como fecha de la creación de Adán, aunque debemos admitir que el obispo inglés que declaró la fecha y hora exactas de la creación estaba dotado de más imaginación que la que usualmente se espera de obispos ingleses. De todos modos, mucho antes de la época de Darwin los hombres de ciencia habían estado encontrando armas prehistóricas de piedra que se remontaban con certeza a decenas de millares de años, y había un conflicto sobre "la antigüedad del hombre."

Otras luchas o escaramuzas había con relación a la torre de Babel y la confusión de las lenguas. Una de las más tempranas ramas de la ciencia en el siglo diecinueve fue la de las lenguas, la filología. Los científicos descubrieron que las lenguas de naciones totalmente distintas --digamos, la mayoría de las europeas, los hindúes y los persas-- estaban íntima-mente relacionadas unas con otras. En breve, mucho antes de que se supiese que las especies habían evolucionado, estaba claro que las lenguas habían evolucionado, y la historia de la torre de Babel fue rechazada.

Había también la ciencia de las religiones comparadas, que de ninguna manera confirmaba la distinción única alegada por el cristianismo. Había la ciencia de la geología, y mucho antes de la época de Darwin ella rechazó la historia del diluvio y enseñó que la corteza terrestre se había formado gradualmente durante millones de años. En una palabra, había mucho conflicto antes de la época de Darwin, pero no atrajo ni con mucho la atención que alcanzó Darwin, y no condujo a tan fundamental escepticismo como lo hicieron la filosofía y la historia.

La contienda sobre la evolución enardeció la imaginación del mundo. Debemos recordar que, como he dicho, el mundo había estado preparándose para ella con ciento cincuenta años de Racionalismo, y que la extensión de la educación, el abaratamiento de la literatura y el aumento de los momentos de ocio y la elevación de los salarios de los trabajadores durante el siglo diecinueve habían creado un vasto nuevo público. Había una nueva curiosidad intelectual en la especie. Había espléndidos exponentes populares de la ciencia. Había una disposición a ver al clero castigado por su historia social. Huxley en Inglaterra, Haeckel en Alemania, recogieron con valor la vacilante tesis del tímido Darwin y la aplicaron al hombre. El mundo se alborotó.

Repito que nada hizo más daño a la Biblia que los descubrimientos arqueológicos de leyendas babilónicas, que no son "meras hipótesis," y no obstante, los fundamentalistas parece que no las han oído jamás. Pero las implicaciones de la doctrina de la evolución eran más graves. Si el hombre evolucionó de formas inferiores, no queda mucho lugar para un alma. Si el desarrollo de la vida ha sido tan lento, atropellado y sangriento, la mente se inclina a excluir a Dios de él. Huxley, con aversión a la palabra "ateísmo," que generalmente se supone significar la negación dogmática de la existencia de Dios --y uno no puede probar lo negativo-- acuñó la palabra "Agnóstico": uno que no sabe si hay dios, o piensa que no ha sido probado que lo hay. La gente educada de todas las épocas se ha retraído del uso de la palabra Ateo. Ahora comúnmente han adoptado "agnóstico." Haeckel en Alemania acuñó la palabra "Monista," y millones la han adoptado.

Mientras tanto, la evolución se extendió sobre todo el universo. Según avanzaba la ciencia de la astronomía, se hizo más clara la verdad de la evolución de los mundos. La ciencia sobre el hombre prehistórico tenía miles de partidarios escarbando la tierra en todos los países, y pronto se acumuló una masa de evidencia de la evolución del ser humano durante cientos de miles de años. La geología llenó muchos vacíos en la historia de la vida. En todas las grandes poblaciones se establecieron museos para exhibir los hallazgos al público, y cuando uno recorre las galerías de un gran museo, parece irónico llamar a la evolución "una mera teoría." Está estampada en cada objeto exhibido.

Los sociólogos empezaron a estudiar la evolución de las instituciones sociales y políticas. Los expertos en la ciencia de la religión comparada dispusieron todas las religiones del mundo, incluyendo el cristianismo en una serie evolucionaria. Se descubrió que las ideas morales eran resultado de la evolución, y se siguieron los rastros de su origen y desarrollo. Todo lo conocido por la mente humana, en realidad, se probó ser producto de evolución y encontrarse en estado evolutivo hoy.

La voz del corazón   

Se dice que hay alrededor de cinco mil científicos --o sea, profesores de ciencia en universidades y colegios superiores-- en los Estados Unidos. En vista de la amenaza de excluir la enseñanza de la evolución de las escuelas porque perturba la religión, un número de ellos ha firmado y emitido una declaración pública de que la ciencia es completamente compatible con la religión. Estos hombres suman menos de veinte de los cinco mil. El silencio de los otros es elocuente, porque estamos seguros de que por lo menos a los más distinguidos científicos les habrán pedido que firmasen.

El Fundamentalista menosprecia este manifiesto, y en cierto sentido tiene razón. ¿De qué vale asegurar al Fundamentalista que la ciencia es compatible con la religión cuando usted piensa en una religión totalmente distinta a la de él? Ningún científico del mundo admitiría que la ciencia es compatible con la creencia literal en el Génesis. No obstante, el documento es interesante. Significa que el Cristianismo está preparado, o cree estar preparado, para ajustar sus enseñanzas a la ciencia.

Qué religión exactamente quieren decir estos científicos americanos nadie sabe. El Profesor Osborn dice que es cristiano, y el Profesor Pupin hasta dice que pertenece a la Iglesia Ortodoxa Serbia. ¿Significa esto que aceptan el nacimiento milagroso, la muerte expiatoria, y la resurrección de Cristo? De ninguna manera.

¿Y de qué vale asegurar solemnemente que la ciencia es compatible con la moral de Cristo? Naturalmente, la ciencia no tiene nada que ver con eso. El Fundamentalista sospecha que estos hombres están tratando virtualmente de engañarlo; que lo que ellos quieren decir es que son cristianos solamente en el sentido moral, pero quisieran que la gente los supusiese cristianos en el sentido doctrinal. No estoy seguro de que el Fundamentalista esté equivocado.

Nadie es cristiano porque acepta la moral de Cristo, por el simple motivo de que, como veremos, no hay ninguna moral peculiar a Cristo. Pero este esbozo del advenimiento del escepticismo y la desaparición del cristianismo no sería completo si no señaláramos el esfuerzo por ajustar la doctrina cristiana al nuevo pensamiento. ¿Salvará este Modernismo --como le llaman-- al cristianismo? ¿Será posible volver a atraer a esos millones a la iglesia permitiéndoles leer un nuevo significado en los credos?

Debemos juzgar esto a la luz de todo lo que antecede. El Modernismo toma la Biblia como un "libro inspirado" o una "revelación" solamente mediante un nuevo significado de las palabras. Admite que los primeros capítulos del Antiguo Testamento consisten principalmente en leyendas copiadas, directa o indirectamente, de los babilonios. Admite que la supuesta historia del Deuteronomio, Reyes, Jueces, etc., está llena de errores. La Biblia, dicen, no se ha hecho para enseñar ciencia ni historia. Admite que el Antiguo Testamento, como lo tenemos, fue compilado y ayudado en gran parte por ficción unos cuantos siglos antes del nacimiento de Cristo. Dice que las profecías no eran profecías y los milagros no fueron milagros, y confiesa que el Nuevo Testamento, como lo tenemos, fue escrito tantas décadas después de la muerte de Cristo, que ningún historiador lo puede considerar como una biografía fidedigna.

Pero esta generación nuestra no se deja burlar. Queremos un lenguaje claro, especialmente de hombres que pretenden enseñarnos a ser honestos. Ustedes renuncian a Adán y Eva, al Jardín del Edén, a la caída, el diluvio. Muy bien, pero entonces digan qué quieren decir por pecado original y expiación. Si no todos los hombres murieron en Adán, no todos los hombres fueron redimidos por Cristo. Si el Nuevo Testamento fue escrito décadas después de la muerte de Cristo, no tenemos base firme para creer en la resurrección.

Mientras debatimos sobre el deceso del cristianismo, entendamos bien dónde nos encontramos. Unos pocos sacerdotes dicen que ellos han renunciado a todas esas cosas. Tienen una forma penosa, cuando los obispos y las convenciones les piden cuentas, de esconderse detrás de la nube de humo de palabras obscuras. Eso es solamente una estrategia temporal, nos aseguran nerviosamente. La diplomacia es el término medio entre el feudalismo y la libertad. Pronto estaremos en libertad de decir esas cosas, y el cristianismo se salva.

Veamos ese cristianismo sin infierno ni cielo, sin expiación ni resurrección, sin nacimiento virginal ni milagros, sin la divinidad de Cristo. Es una Sociedad de Cultura Ética con una pintura de Cristo al óleo en el altar, y Dios en algún lugar en el fondo.

Eso se parece mucho al deceso del cristianismo. Pero no vamos a regatear. Queda todavía el código moral, Dios y un profeta, y puesto que el profeta es Cristo, no Buda, se le puede llamar cristianismo. ¿Pero está usted sobre tierra firme? No estoy pensando en futuras posibilidades de parte de esta incansable y malvada especie nuestra. Estoy pensando en las reales enseñanzas de la ciencia, la historia, la sociología y la filosofía; en las cosas aceptadas por la mayoría de los eruditos.

Cada línea, cada sílaba, del nuevo cristianismo es tan disputable como el viejo. El código moral está en disputa. Para empezar, ha sido desprovisto por estos Modernistas de prácticamente todo lo que parece original y peculiarmente cristiano. Digo "parece" porque, como veremos, hasta los consejos de presentar la otra mejilla al que nos golpeó, amar a los enemigos, dar todo lo que uno tiene a los pobres, no son particularmente cristianos. Lo demás es claro que tampoco contiene nada distintivamente cristiano.

Por añadidura, mucho de ello nunca ha sido ni será aceptado generalmente. Hasta el presente la gente ha pretendido aceptar el código cristiano sobre el pecado sexual. Ha sido una herejía no ofrecer acatamiento (por lo menos) de labios afuera. Ahora lo atacan abiertamente por lo menos la mitad de los más influyentes escritores y artistas de nuestra época, y nunca más volverá a ser aceptado generalmente, y todo Modernista lo sabe.

Entonces tenemos al profeta, Cristo. En la moderna literatura se va extendiendo la duda sobre si existió jamás tal persona. Yo creo que probablemente existió, pero esto no es más que una amplia conclusión histórica mía. Nadie puede probarlo.

Y de todos modos, ¿por qué tenemos nosotros en el siglo veinte que escuchar oráculos de la Galilea de hace dos mil años? ¿Por qué nosotros, que creemos que hemos sido precedidos por doscientos millones de años de vida planetaria, hemos de ir en busca de guía de conducta social de un profeta que enseñó que el fin del mundo estaba a la mano? Eso es lo que nuestra generación pregunta. La siguiente no lo preguntará. Su lenguaje será menos comedido. Frágil base es ésa sobre la cual descansar la gran esperanza de que el cristianismo habrá de reconquistar el mundo.

El tercer y principal elemento del nuevo cristianismo es Dios, y es el más disputado y disputable de los tres. Por favor no tomen esto como dogmatismo mío. Estoy solamente examinando el mundo moderno y poniendo sobre el papel sus ideas y sentimientos, a fin de poder ver qué esperanzas puede tener hasta el más liberal cristianismo de sobrevivir en él. Dios es el elemento más controversial de toda religión. Los filósofos, las personas que deben saber más sobre ello, están irremediablemente divididos en cuanto a la clase de dios en que debemos creer y las razones por las cuales debemos creer. La mayoría de ellos no puede creer en un dios personal.

Además, aquí recibe uno la presión total de los hechos de la ciencia y la historia.

Nótese cuidadosamente que no digo, "la presión total de la ciencia y la historia." No corresponde a la ciencia  ni a la historia hablar sobre Dios. Muchos científicos echan tanto polvo en los ojos de la gente como los predicadores Fundamentalistas. "La ciencia no se opone a la religión," dicen ellos pomposamente. A veces añaden que son solamente los popularizadores de la ciencia los que dicen eso. Pero esos señores no tienen más derecho a hablar acerca de religión que el predicador a hablar de ciencia. Han estudiado religión tan poco como el predicador ha estudiado ciencia. Tienen tanto derecho como cualquier otro a decir que son religiosos, pero ese punto carece de interés, y no dan muestras de haber estudiado el asunto. Cuando prosiguen a decir que toda otra persona capaz de pensar es, o debiera ser, religiosa, están simplemente mostrando su impertinencia.

Cuando estos hombres dicen que la ciencia no está opuesta a la religión, están desencaminando al oyente, porque todo lo que ellos pueden decir como científicos es que la ciencia, como tal, no toca a la religión, y no obstante, dan a entender que los hechos descubiertos por la ciencia son compatibles con creencias religiosas. Sobre esto no tienen autoridad alguna.

Todos sabemos que a la ciencia como tal no le atañe ni dios ni la inmortalidad. La cuestión para la gente seria es si la evolución de la vida y del hombre (incluyendo historia), como la conocemos, es compatible con tales creencias. La gran mayoría de nuestros científicos piensa que no. Pero es una pregunta que cada cual debe contestar por sí mismo. Yo digo aquí solamente que en vista de la historia horrible, brutal, desatinada y manchada de sangre y lágrimas del hombre, la creencia en un dios es más controversial que la creencia en el parto de una virgen, y que la filosofía moderna generalmente niega la validez de la base en que se apoyan novecientos noventa y nueve personas de cada mil para creer en Dios.

 

1) Alude a los Estados Unidos, por llamársele en su himno nacional "La tierra de los libres y el hogar de los valientes".

 

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