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La historia de la controversia religiosa

Capítulo 23

Los horrores de la Inquisición  

 

La masacre de los albigenses

El orígen de la Inquisición

La infamia de su procedimiento

La Inquisición romana

La Inquisición española

 

La masacre de los albigenses

Al decir Historia Moderna queremos decir un registro de sucesos pasados basado en conocimientos mayores que los que el mundo tuvo antes jamás, y, sobre todo, en el uso preciso de documentos originales. Es una ciencia, y es tan drásticamente opuesta a la religión como lo es la ciencia de la evolución. Elimina totalmente lo sobrenatural de las crónicas del desarrollo humano; muestra que en los acontecimientos en que deberíamos con más confianza esperar la intervención de Dios si hubiese dios, ­en los sucesos humanos­ no hay la más leve huella de nada que no sean las virtudes o las flaquezas humanas, y completamente destruye la versión de la epopeya humana que el cristianismo había impuesto al mundo.

Pero la historia moderna no ha excitado el rencor y la hostilidad de los teólogos de la misma manera que la ciencia moderna. La razón es simple, y no es para crédito exclusivo de los historiadores. Esos sucesos humanos que el historiador estudia son en gran parte religiosos. El científico puede hacer caso omiso de la teología cuando describe sus nebulosas o sus dinosaurios, sus orquídeas o sus diatomeas. Pero las religiones e iglesias y todos los fenómenos de su vida por cinco o seis mil años son parte, y muy importante parte, del material histórico. Y se ha evitado un conflicto mortal solamente gracias a la estratagema de distinguir entre las historias sagrada y profana.

Los historiadores ahora, desde luego, no observan esa distinción tan estrictamente como cuando se vieron obligados a hacerlo en los días de Boussuet. Voltaire y Gibbon no han vivido en vano. Tenemos, realmente, una rama especial de ciencia e historia combinadas ­la hierología o ciencia de las religiones comparadas­ que parece pasar por alto la distinción; y los peritos en historia antigua nos hablan de las religiones de los egipcios y babilonios tan libremente como tratan de las vestimentas y costumbres de viejas civilizaciones.

¡Pero observen cuán precavidos, cuán diplomáticos, se vuelven al momento que tienen que decir algo que contradice el Viejo Testamento o versión actual cristiana de la historia! En cuanto a Cristo y a los sucesos cardinales de la historia europea que dependen en sumo grado de religión, ¿cuántos historiadores se atreven siquiera a tocar el tema? Son "historia sagrada". A lo máximo, hay un reconocimiento formal de la convención de que Cristo fue "el más sublime moralista" que ha habido; que el curso de la historia de alguna forma cambió de color después de la "aceptación" (Ud. nunca leerá la obligada imposición) del cristianismo; y que toda cosa siniestra en las edades de la fe deben interpretarse generosamente como la conducta muy natural de personas muy distintas a nosotros.

Contra esos tímidos convencionalismos de la historia en todo lo que atañe a la religión, protestan estas páginas. Ellas mostrarán que la creencia común de que las civilizaciones eran depravadas, estúpidas y brutales antes de Cristo está fundada en una mentira. Probarán que la imposición del cristianismo fue seguida de un sórdido cúmulo de brutalidad y salvajismo como nunca se había conocido antes en la historia de la civilización. No es menos mitológico suponer que Europa se adhirió al cristianismo hasta los tiempos modernos; hasta estos victimados antecesores nuestros, tan pronto se acomodaron en civilizaciones más o menos ordenadas, se rebelaron contra las doctrinas de la Iglesia y la usurpada autoridad de su corrompido clero, y tuvieron que ser sometidos a golpes.

El año 1000 fue verdaderamente crucial en la historia de Europa. Mi amigo, el Profesor Róbinson, el muy capacitado historiador de la Universidad de Columbia, no está de acuerdo conmigo en que estaba muy difundida la creencia en el fin del mundo en 1000, pero yo realicé cierta investigación en las crónicas de la época, y encontré muchas pruebas de esa creencia. De todos modos, la Edad de Hierro, el nivel más bajo de la civilización, estaba concluyendo. Roma y el Papado, es cierto, continuarían su escuálida degradación por cincuenta años, pero nadie que conozca historia considera Roma como centro de luz en Europa en ningún momento después de haber cesado de ser pagana. No me olvido de su distinción artística durante el Renacimiento, pero entonces había vuelto a ser pagana por una temporada.

El Renacimiento vino a Europa por dos vías muy alejadas de Roma. Una fue el camino hacia el este a lo largo del valle del Danubio. La otra fue una ruta sorprendentemente tortuosa que salió del este y cruzó todo el norte de África y el estrecho de Gibraltar, entrando en la Europa cristiana por los Pirineos y el sur de Francia.

Baste decir aquí que durante la edad más negra de la cristiandad, el siglo diez, había una brillante y tolerante civilización mahometana en España, y que  algunos rayos de su maravillosa cultura estaban atravesando los Pirineos e iluminando a los bárbaros de Europa. El erudito único del siglo diez, el Papa Silvestre II (Gerbert) era del sur de Francia y aprendió su ciencia en España. Duró cuatro años como Papa y murió en olor de sulfuro. Era en el sur de Francia, naturalmente, donde los moros tenían la mayor influencia. Hasta lo ocuparon por algún tiempo.

Entretanto, la segunda corriente estaba atravesando Europa y alcanzando el sur de Francia y el norte de Italia. La herejía ­revuelta contra la religión cristiana­ había echado profundas raíces en el distrito armenio del Imperio Griego, mientras que el mundo latino estaba demasiado brutalizado para pensar siquiera. Esta herejía era el Paulicianismo, mezcla de ideas gnósticas, maniqueas y cristianas primitivas. Aunque una emperatriz del siglo nueve influenciada por los curas había exterminado a no menos de cien mil de estos rebeldes, según todos los historiadores admiten, un emperador del siglo diez encontró necesario trasplantar doscientos mil de ellos a la desolada frontera de su imperio, próxima a Bulgaria.

La herejía pronto reapareció en Bulgaria en la secta de los bogomilas ("Amigos de Dios"), que se hubiese ganado el país completo y extendido sobre Europa si la Iglesia no hubiese utilizado su arma espiritual acostumbrada: la persecución sangrienta. Así y todo, los bogomilas, secta muy trabajadora y ascética, envió misioneros por toda Europa, y desde principios del siglo once en adelante encontramos varios matices de esta religión semimaniqueísta (la verdadera base de la brujería) apareciendo ­en el patíbulo, desde luego­ en varias partes de Europa.

Puede ser útil señalar la fascinación de las ideas maniqueístas que reaparecen en la mayoría de las herejías europeas. La idea fundamental era, como he dicho, que había dos grandes poderes creativos:  uno que creó todo lo bueno, y uno que fue responsable del mal. Se dice generalmente que los persas creían en dos principios supremos, pero el principio del mal (el creador de la materia, de la obscuridad, la carne, el pecado, etc.) no era realmente el igual de Ahura Mazda, el verdadero dios, con quien se encontraba en el momento enfrascado en mortal lucha; porque al final, Ahura Mazda iba a destruir el mundo material y juzgar a todos los humanos. Pero era una atractiva explicación del origen y poder del mal, y libraba a Dios, el espíritu puro, de responsabilidad por la materia y la carne. Era más razonable que el cristianismo. Rechazaba el Antiguo Testamento y toda su crudeza moral, consideraba a Cristo como un espíritu maravilloso (pero no Dios), despreciaba el ardid de sacramentos y toda la jerarquía, creado por el clero, y detestaba la consagrada inmortalidad de la mayoría de los curas, monjes y monjas de la cristiandad

Era, en todos sus matices, una religión rival del cristianismo, y digo confiadamente que hubiese desplazado el cristianismo si no hubiese sido brutal y salvajemente asesinada. ¿Y usted ni siquiera la ha oído mencionar? Bueno, eso le muestra el valor de la historia de estas cosas como se escriben generalmente. Unos pocos de los nuevos escritores le hablarán con mucha erudición acerca de la herejía prisciliana (también semimaniqueísta) en España, y de la herejía arriana (o unitaria) extensamente adoptada por los bárbaros. Pero los priscilianos habían desaparecido ­asesinados, naturalmente­ para el siglo siete, y un poco de astuto regateo político indujo a los príncipes teutónicos a adoptar la Trinidad (y con ella largas tajadas de Europa), y a obligar a sus pueblos a hacer lo mismo.

La historia empieza en el siglo once. La cristiandad general, o sus papas y obispos, todavía estaban en su mayoría demasiado interesados en vino y mujeres para molestarse acerca de formulismos, y demasiado ignorantes para comprenderlos. Pero recogemos datos significativos de las crónicas. En 1012 varios maniqueos (maniqueístas) fueron procesados en Alemania. En 1017 trece canónigos y curas de la diócesis de Orleans fueron convictos de maniqueísmo y quemados vivos. En 1022 hay casos en Lieja. En 1030 surgen en Italia y Alemania; en 1043 cerca de Chalons, en Francia; en 1052 otra vez en Alemania. Al principio del siglo doce algunos "pobres de Cristo" son quemados en Alemania.

En breves palabras, para mediados del siglo doce fermentaba la herejía en Europa. El nombre general para las más importantes sectas herejes, Cátaros, es la palabra griega que significa "los puros"; e indica las características prácticas en que todos estaban de acuerdo. Consideraban la Iglesia como una institución humana corrompida, generalmente despreciaban los sacramentos, ritos y jerarquía, detestaban a sus libertinos monjes y monjas, y trataban de volver a las puras enseñanzas de Cristo: pobreza voluntaria, castidad estricta, amor fraternal, y vida ascética.

Tales eran los beguinos y begardos (el traductor lamenta no haber podido encontrar esos nombres en sus diccionarios y enciclopedias en idioma castellano), cuyas sectas, fundadas por un sacerdote belga en el siglo trece, diseminaron una red de comunidades ascéticas más cercanas a los antiguos esenios y terapeutas que los monjes cristianos de toda Europa. Fueron perseguidos severamente, a pesar de que su sola herejía era hacer lo que Cristo había pedido a los hombres que hicieran. Mayormente así eran los valdenses, seguidores de Pedro de Valdo, de los mismos siglos trece y catorce. Se denominaban a sí mismos los "pobres en espíritu" y obedecían literalmente toda palabra de Cristo: y por lo tanto fueron declarados herejes y quemados en grupos, habiendo sido lanzados a las llamas sesenta juntos en Alemania en 1211, y algunos habiendo sido quemados en España todavía antes. Los famosos flagelantes de los siglos trece y catorce aparecen en la misma categoría. Los psicólogos modernos desperdician su ingenio con ellos. El mundo y la Iglesia estaban tan corrompidos, que esperaban el fin del mundo y hacían penitencia por sus pecados y los ajenos. Los fratricelli, una rama de la Orden Franciscana, llevados a la herejía por la corrupción clerical, son de la misma época, y fueron perseguidos con ferocidad.

Más importantes fueron los lolardos, seguidores de J. Wyclif en Inglaterra, y los husitas de Bohemia. La herejía de Wyclif ­quien fue mantenido al principio por su universidad y los nobles­ era realmente un regreso al cristianismo primitivo, y echó tales raíces en Inglaterra que a mediados del siglo catorce el diez por ciento de la nación, calculan algunos historiadores, eran lolardos. Sufrieron el castigo usual por ser fieles a Cristo.

Entretanto, cuando el rey de Bohemia se casó con una princesa de Inglaterra, las ideas lolardas pasaron a ese país, entonces uno de los más cultos de Europa, y gracias a las prédicas de Juan Hus, una parte muy grande de la nación las acogió y desarrolló. Los husitas despreciaban a los corrompidos curas, monjes y monjas, atacaban el celibato eclesiástico, la confesión, la eucaristía, y el ritual ­en pocas palabras, eran los más cercanos a Cristo de todos los que he mencionado hasta ahora, y por tanto, los más mortales herejes. Se necesitaron doscientos años de guerra y salvaje persecución para suprimirlos. Hubo un tiempo en que la mayoría de los nobles de Bohemia eran husitas.

Pero el nombre de cátaros, o puritanos, se aplicaba especialmente a varias sectas que unían un fervor por la primitiva moral cristiana a un tinte de filosofía maniqueísta. Eran conocidos como "patarenos" en Italia, como "publicanos" en Francia y Bélgica, y por otros nombres en otros países. Sus números eran prodigiosos en un siglo precisamente escogido como "el gran siglo Católico", el siglo XIII. Dante mismo nos dice cuán prevalente era la herejía, y hasta el escepticismo radical, en Italia en esa época. Europa estaba a punto de desertar el cristianismo romano, y probablemente lo hubiese logrado hace tiempo si no hubiese sido por esa horrible arma de defensa que ahora había diseñado la Iglesia, la Inquisición.

Necesitamos solamente echar una mirada a la historia de los albigenses para comprenderlo así. Albi, de donde sacaron su nombre, era una importante población en una de esas encantadoras provincias del sur de Francia que eran para el país lo que California del Sur y la Florida son para los Estados Unidos. En estas provincias sureñas se conocía mejor el brillante ejemplo de los moros españoles, y durante el siglo once la herejía de los bogomilas fue importada con ellos por misioneros de Bulgaria o de Bosnia.

En el distrito de Albi la gran mayoría de la población se pasó a la nueva religión. San Bernardo de

Clairvaux, el más famoso predicador de la época, hizo campaña allí en 1147. Encontró las iglesias desiertas y no pudo hacer ninguna impresión. La herejía se extendió por Francia, Bélgica, Alemania occidental, España, y el norte de Italia, y el papado estaba extremadamente alarmado. Basta con leer los informes enviados a Roma, como constan en los "Anales" del Cardenal Baronio. Pero la secuela mostrará que había por lo menos cientos de miles de estos cátaros en Francia solamente.

Papa tras Papa coléricamente apremiaban a los poderes seculares a que los persiguieran. Alejandro III, en el Concilio Laterano de 1179, pidió que se usara la fuerza contra ellos. A los príncipes les dio el derecho a encarcelar a los ofensores y ­horrible apelación a la codicia que Roma ahora estaba empezando a usar­ confiscarle sus bienes. A todo el que "tomase las armas", como dijo, contra ellos, le prometía dos años de perdón y hasta mayores privilegios. En breve, los cátaros eran quemados o encarcelados en muchos lugares, pero en el sur de Francia los príncipes y nobles estaban a favor de ellos y estaban orgullosos de su laboriosidad e integridad en un mundo corrompido. En 1167 la jefa de la secta pauliciana (madre de la secta bogomila, que era madre de la albigense) fue a Albi, efectuó un gran sínodo, consagró cinco nuevos obispos, y logró para su religión un espléndido triunfo público.

Tal era la situación cuando, en 1198, Inocencio III, el más grande de los papas, se "caló la tiara". Algunos de mis amigos me reprochan ligeramente porque no hablo amablemente, como los historiadores hacen generalmente, de por lo menos papas tan profundamente religiosos como Gregorio I, Gregorio VII e Inocencio III. Los católicos deben comprender que cuando escritores no católicos tienen palabras halagüeñas hacia tales papas, estiran al máximo la evidencia para ganarse a los lectores religiosos. Porque fueron esos hombres los que causaron el más mortífero daño a la civilización europea y por lo tanto a la civilización americana que esperaba su desenvolvimiento.

Durante nueve años Inocencio hizo que monjes predicadores de las provincias heréticas apremiaran a obispos y príncipes a perseguir, pero eran poco eficaces. Su principal embajador, Pierre de Castelnau, recibió instrucciones en 1207 de disponer una campaña militar de príncipes, y la mayoría de los nobles menores accedió. El lector debe tener en cuenta que en el siglo trece la guerra significaba saqueo ilimitado, y que las poblaciones albigenses eran de las más prós­peras de Europa. Se formó una atmósfera cáustica en que el embajador fue asesinado. Proclamando coléricamente que Raimundo, Conde de Tolosa (Toulouse) era el responsable ­Inocencio admitió posteriormente que no había pruebas, y es en sumo grado improbable­ el "gran" Papa despachó una llamada a las armas y amenazó severamente a los príncipes y caballeros cristianos que no la obedecieran.

No había necesidad de amenazas. Imagínese el presidente de los Estados Unidos informando a los pistoleros de Chicago ­y los caballeros cristianos de aquellos días no tenían más elevadas normas de ética­ que tienen permiso para invadir y saquear Los Ángeles, Hollywood y Pasadena, y tiene usted una especie de paralelo. Dice un poeta contemporáneo que una caballería de 20,000 hombres y una infantería de 200,000 convergieron sobre los albigenses. Eran conducidos por el Abad de Citeaux ­sacerdote tan sediento de sangre como Torquemada­ y un andrajoso aventurero franco­inglés, Simón de Montfort, necesitado de dinero. El Rey de Francia no se metió en eso ­al principio, porque las condiciones que puso al Papa eran exorbitantes.

La magnitud de la herejía puede adivinarse cuando leemos que después de dos años de la más brutal carnicería, los albigenses todavía eran tan fuertes que cuando el Papa reanudó la "cruzada" en 1214, tuvo que reclutar cien mil "peregrinos" nuevos. Inocencio alardea de haber tomado quinientos pueblos y castillos a los herejes, y generalmente hacían una carnicería de todo hombre, mujer y niño en cada pueblo que tomaban. Nobles damas con sus hijas eran tiradas en pozos, y les lanzaban grandes rocas encima. Los caballeros eran ahorcados en grupos de ochenta. Cuando en la primera gran población los soldados preguntaban cómo podrían distinguir los herejes de los ortodoxos, el abad cisterciense gritó con voz atronadora: "Mátenlos a todos, que Dios conocerá a los suyos", y pasaron por la espada a los 40,000 hombres, mujeres y niños sobrevivientes. Los escritores católicos modernos se limitan a contestar con evasivas cuando se les mencionan estos hechos. ...

El comportamiento del Papa durante esos horribles años fue repugnante. He descrito totalmente sus artimañas y enredos en mi obra "Crisis en la Historia del Papado" (basado en las cartas del Papa mismo), y debo ser breve aquí. Raimundo de Tolosa, con el propósito de salvar a su pueblo, se rindió antes de que siquiera empezase la cruzada, aunque el Papa expresamente dijo a sus embajadores ("Cartas", xi, 232) "que lo engañasen y prosiguieran a la extinción de los otros herejes". Este brutal tratamiento de Raimundo, sin juicio legal alguno, mereció la censura hasta del rey de Francia, quien detuvo la cruzada después de dos años de carnicería casi sin paralelo, pero cedió después al fanatismo de los monjes y la codicia de los soldados, y volvió a autorizarla. Estaba el rey visiblemente asqueado con la matanza y las viles pasiones de sus agentes, pero ganó para el Papado inmensos beneficios materiales del monumental crimen, y legó al mundo, que dejó poco después, un regalo tan mortífero y repugnante como su masacre, la piedra fundamental de la Inquisición.

El origen de la Inquisición

Antes de que trace el desarrollo del tribunal específico que llamamos Inquisición, es bueno precaver al lector acerca de lo que se ha publicado sobre esta materia. Ningún historiador del mundo, ni siquiera católico, disputa que el Papa convocó esta "cruzada" y casi aniquiló a una de las más admirables agrupaciones de hombres y mujeres de esa época. Pero... ¿fueron realmente 40,000 los asesinados en Bizieres, o fueron solamente 10,000 hombres, mujeres y niños (especialmente mujeres y niños) los que fueron degollados después de que la pelea había terminado? ¿Y no tenían los albigenses opiniones socialmente muy dañinas? Y así sucesivamente.

El que me pida que respete a paulistas y jesuitas que tratan de aminorar ese gran crimen de esa manera, y lanzan polvo en los ojos de sus partidarios, me lo pide en vano. Pero el hecho más serio es que esos escritores católicos están horadando en obras a las que el público general acude inocentemente por información, no propaganda (o mentiras). Permítanme dar dos ejemplos. La "Nueva Enciclopedia Internacional" es la obra más asequible de referencia general en EE.UU., y es mayor­mente digna de confianza. Pero el artículo sobre la Inquisición obviamente fue escrito por un católico romano, quien no da su nombre ni sus iniciales. Es indigno de confianza de principio a fin, y, a pesar de su estilo jesuítico, mayormente falso.

Consulto una obra altamente autorizada como la prestigiosa "Enciclopedia de Religión y Ética". Ésta es, realmente, una de las más instructivas de las recientes enciclopedias. Pero no tiene artículo alguno sobre la brujería, y su artículo sobre la Inquisición fue realmente escrito por un conocido apologista católico romano, el canónigo Vacandard! Pero él es un gran erudito, dirá usted. Y contesto que no hay ningún erudito católico imparcial en el mundo, y que el artículo de Vacandard es desgracia de la Enciclopedia. Voy a copiarles un pasaje. El canónigo empieza por anunciar tranquilamente que la Inquisición española es asunto separado, lo cual es como escribir "Hamlet" sin el fantasma, sin Hamlet, sin el Rey y sin Ofelia. El horror español no se trata en ninguna otra parte de la enciclopedia. Entonces dice:

"Desde el siglo XII la represión de la herejía fue asunto principal de la Iglesia y el Estado.

El mal causado, particularmente en el norte de Italia y el sur de Francia, por los cátaros o maniqueos, cuyas doctrinas forjaban la destrucción de la sociedad al igual que de la fe, consternaba a los dirigentes del cristianismo. En varias ocasiones, en diversos lugares, el pueblo y los gobernantes al principio buscaban la justicia por medio de convicciones y ejecuciones sumarias. Los culpables eran proscritos o ejecutados. La Iglesia se opuso durante largo tiempo a esas rigurosas medidas. ...La pena de muerte nunca fue incluida en sistema alguno de represión".

Ese pasaje, en una de las más profundas enciclopedias de tiempos recientes, es uno de los más bajos y malvados que han salido jamás de la pluma de un apologista. ¡La pena de muerte nunca incluida, cuando fue, dictada por obispos cristianos, hecha parte de la legislatura europea por emperadores cristianos de los siglos IV y V, y para muchos permaneció siendo la ley!

Acabo de dar cientos de ejemplos del siglo XII.

Entonces nos piden que creamos que "el pueblo y los gobernantes" hicieron esas cosas horribles, mientras que la benévola Iglesia trataba de restringirlos. Esto es un insulto a nuestra inteligencia. Ningún gobernante ni pueblo obró jamás contra herejes sin la instigación eclesiástica, y en la época de que estamos tratando, el Papado se quejabas todas las décadas de que no lograba hacer que los gobernantes aplicaran sus propias "rigurosas medidas": exilio, infamia, confiscación, y destrucción de las viviendas de los herejes. Inocencio III, que, como veremos en un momento, exigía la pena de muerte, desató su horripilante cruzada de asesinato y muerte precisamente porque no lograba de otra manera que "el pueblo y los gobernantes" actuaran.

Y lo peor es que ese canónigo Vacandard, y la mayoría de los modernos apologistas cristianos cuelgan sobre los huesos de esos cientos de miles de hombres, mujeres y niños asesinados, el falso sanbenito de que eran "peligrosos para la sociedad". ¿En qué forma? Usted va a sonreír cuando lo oiga: ¡igual que Cristo, recomendaban la pobreza voluntaria y la virginidad! Conocemos sus ideas solamente gracias a sus acérrimos enemigos, y ésas parecen ser sus ofensas primordiales.

Sí, pero ¿cómo podría perdurar la sociedad si no hubiese propiedad privada, ni soldados (se oponían a la guerra), ni procreación de niños? Y la respuesta es simple: esos consejos de Cristo eran (exactamente como ahora dicen los teólogos modernos) para los pocos elegidos, los "perfectos", como los albigenses los llamaban, pero la inmensa mayoría de los "creyentes" podían poseer los bienes que quisieran, casarse con quien desearan, y portar armas cuando fuese necesario. Eran, como dice el Profesor Bass Mullinger en un artículo en la misma Enciclopedia, hombres de "simple vida intachable", y no responsables de las camorras acerca de las iglesias. Roma asesinó a unos cuantos miles de verdaderos seguidores de Cristo porque no eran cristianos.

De la "Enciclopedia Católica" podemos esperar cualquier cosa, y quiero notar solamente un comentario del Profesor Weber, que escribe sobre los albigenses. Estaban, dice él, "ofendidos por el excesivo esplendor exterior de los sacerdotes católicos". ¡Qué rico! Que vea el Profesor Weber la carta (edición Migne, vii, 75) que el Papa Inocencio escribió en 1204 a su embajador o delegado. Es una candente exposición de la general inmoralidad eclesiástica que para el Profesor Weber aparentemente es "esplendor exterior". Inocencio habla de las concubinas (usando una palabra que la policía moderna no me permitiría traducir literalmente) de curas y monjes por todas partes, y dice que sus obispos pueden cazar y apostar dinero, pero son "perros tontos que ni siquiera saben ladrar".

Volvamos a los hechos, aunque confío en que el lector perciba la importancia de anotar aquí y allá los ardides con que los apologistas tratan de desviar la mente de los fieles de los hechos.

He dado las etapas primeras de la evolución de la Inquisición.  La herejía era un crimen en la legislatura europea. Exactamente, dicen algunos apologistas; se pensaba en aquellos días que era un crimen contra el Estado, y se castigaba consecuentemente. ¡Cuán miserable escamoteo de palabras! La Iglesia hacía a gobernantes y pueblos considerarla como crimen; y lo que estaba sucediendo en el siglo XIII, la gran edad de la herejía antes de la Reforma, lo muestra muy claramente.

El Concilio Laterano de 1139 apremió violentamente a los poderes seculares a que procedieran contra la herejía; y no lo hacían en ninguna medida. El Concilio Laterano de 1179 repitió el clamor, pidiendo el uso de la fuerza, y ofreciendo carnadas tentadoras a los que asesinaran herejes. El Papa Lucio II hizo un cambio en 1184. Estableció los castigos como exilio, confiscación, infamia (pérdida de derechos civiles); amenazó con excomunión e interdicción a los gobernantes seculares que se opusiesen, y estableció que mientras según las leyes presentes un obispo debería jugar al hereje en corte abierta cuando un hombre estaba acusado, el obispo ahora debe buscar a los herejes. En latín la búsqueda de algo se llama Inquisitio. Y todavía, unos cuantos gobernantes seculares no hicieron más que encogerse de hombros. La herejía no era asunto de ellos.

Entonces vino Inocencio III, que disponía de un perfecto arsenal de anatemas, y quien, cuando un príncipe esquivaba con una sonrisa el anatema que se le lanzaba, ponía ejércitos en marcha y bañaba el reino del hombre en sangre (como hizo Gregorio VII). Inocencio formuló el nuevo principio de "persuasión" de herejes. Había una sede pontificia en Viterbo, y el papa se horrorizó al saber que no solamente los cónsules (magistrados) del pueblo, sino hasta su propio chambelán eran cátaros. Pronto alteró la cosa y estableció este macabro principio:

"De acuerdo con la ley civil, los criminales convictos de traición se castigan con la muerte, y se confiscan sus bienes. ¡Con cuánta más razón los que ofenden a Jesús, Hijo de nuestro Señor Dios, abandonando su fe, deben ser proscritos de la comunión cristiana y desprovistos de sus pertenencias!

Es el canónigo Vacandard quien nos da esa cita, una clara petición de que se dé muerte a los herejes. No fueron, pues, "el pueblo y los gobernantes", sino fue el gran Papa quien, cuando pareció que los juristas no estaban seguros de la vigencia de la vieja ley contra la herejía, exigió la pena de muerte. San Sangriento no sería mal título para Inocencio III, "el más grande de los Papas".

Mas aún, Inocencio ­¡cuán irónico ese nombre!­ completó los cimientos de la Inquisición al afirmar, con más énfasis, que los obispos no debían esperar por cargos de herejía, sino activamente buscar herejes, o conducir una inquisición. Tendrían oficiales especiales o "inquisidores" para ese propósito. Inocencio redactó instrucciones específicas y entre 1204 y 1213 formuló cuatro decretales con órdenes de efectuar tales búsquedas en distintos lugares.

En 1224 la Constitución de la Lombardía formalmente promulgó la pena de muerte por herejía, y el siguiente Papa, Gregorio IX, confirmó ese castigo y fundó lo que se llama comúnmente la Inquisición. Los herejes eran entregados al brazo secular para su "castigo apropiado" ­cuya definición encontramos en las palabras que hemos citado de Inocencio III­ y, como los obispos se habían mostrado muy renuentes a efectuar la desagradable labor de buscar herejes, el Papa los libró de ese trabajo, y lo confió a las tiernas mercedes de los recientemente iniciados frailes dominicos y franciscanos, que se entregaron a la búsqueda como sabuesos que siguen un olor. Entre los chistosos de la época los dominicanos (dominicos) eran conocidos como los "domini canes" (los sabuesos del Señor), nítido retruécano latino de su nombre.

Así la Inquisición, que originalmente había sido una búsqueda de herejes conducida por los obispos, se convirtió en una institución separada bajo las órdenes directas del Papa. Esto no sucedió de golpe. Los histo­riadores dan diversos años para su creación: 1229, o 1231, o 1232. De todos modos, para este último año ya la Inquisición estaba establecida, y los sabuesos del Señor sentían el trapo sangriento en las narices.

Roma había encontrado la solución del dilema. No quería manchar sus limpias vestimentas con derramamientos de sangre, pero con seguridad tampoco quería dejar la búsqueda de herejes en manos seculares, o pocos serían hallados. Además, si los herejes fuesen juzgados por la ley civil, el juicio no comenzaría hasta tener una acusación presente, habría un juicio relativamente justo, el acusador encarándose al acusado en corte abierta; y, de nuevo, pocos serían condenados. Por último, estas "confiscaciones" que Inocencio III había recomendado estaban convirtiéndose en una fuente muy provechosa de rentas públicas, y el papado quería su parte.

La sórdida arrebatiña por oro entre los huesos de los muertos había comenzado.

De aquí la Inquisición. Esos monásticos agentes del Papa tendrían sus cortes independientes, de la más monstruosa descripción, para asegurar la condena de herejes secretos; y debían entregarlos al brazo secular y vigilar a todo príncipe u oficial secular que no cumpliera con sus sangrientas obligaciones.

Toda esta habladuría acerca de la herejía como crimen contra el estado es repugnante. Eran pocos los países de Europa en el siglo trece que los papas no reclamaban como feudos del papado, y pocos príncipes que no eran considerados, en el sentido político literal, vasallos del Papa. Gregorio VII e Inocencio III y sus sucesores afirmaban que eran realmente los soberanos feudales de Inglaterra, Francia, España y otros países. Un crimen contra el estado era lo que ellos decidieran llamar crimen contra el estado. La gran mayoría de los gobernantes seculares detestaban y obstaculizaban la Inquisición ­nunca fue admitida en Inglaterra­ y fueron solamente gobernantes en extremo influidos por el clero, como Fernando e Isabel de España, o los guiados por la codicia, los que obedecían las órdenes del Papa. El cristianismo fue impuesto a la fuerza en Europa por segunda vez, como lo había sido en el siglo cuatro.

La única excepción material es la promulgación de la pena de muerte en la Constitución secular de Lombardía en 1222 y 1224. Aquí, a primera vista, hay un hecho histórico de gran valor para un apologista: mientras que la Ley Canónica no establecía claramente la pena de muerte, un emperador, Federico II, la introdujo. Pero la alegría del apologista durará poco si decide examinar la historia de Federico II.  Él apenas era cristiano. En vez de ofenderlo la herejía, apenas escondía el hecho de que pensaba que la religión mahometana era superior a la cristiana. Qué motivos políticos lo llevaron a complacer al Papa ­se admite que el clero lo indujo a hacerlo­ y promulgar una ley que el papado entonces solamente tenía que adoptar no puede estudiarse en este lugar. Vacandard observa que Federico se limitó a copiar la ley común alemana en su nueva constitución. El Prof. Turberville está francamente confuso. Pero se admite que la ley, salvaje como era en forma ­al hereje había que darle muerte o por lo menos quitarle la lengua­ no se aplicaba hasta que el Papa la adoptó, y que, como Vacandard nos recuerda, en su primera declaración sobre el asunto en el año 1220, Federico expresamente basó su ley en palabras de Inocencio III que he transcrito previamente. El uso por un monarca escéptico, por motivos políticos, de palabras tomadas de un Papa sanguinario para complacer a otro Papa sanguinario, no es una buena base para la afirmación de que la herejía era considerada un crimen contra el estado.

El Papa Gregorio IX hizo inscribir esa ley en los anales papales, obligó a las autoridades seculares de Roma y de la mayoría de las ciudades italianas a cumplirla, y, como nos asegura Vacandard, "hizo todo lo que pudo por que se aplicara la pena de muerte por herejía en todas partes" (La Inquisición", p. 132). En otras palabras, tan pronto hubo una ley secular que estableciera la pena de muerte, los papas, con gran delicadeza, entregaron los herejes al "brazo secular" y trataron de que la ley fuese adoptada en todas partes. Fue hecha ley imperial por Federico en 1237.

Venecia casi sola en Italia desafió al papado. Quemábanse herejes en Roma y en Milán, y Gregorio enviaba los monjes más fanáticos como Inquisidores a otros países. Conrado de Marburg (Maribor) fue enviado a Alemania, donde quemó herejes por grupos de cada vez. El rey de Aragón, y posteriormente el rey de Castilla, fueron inducidos a pedir inquisidores al Papa. Gregorio nombró a cuatro inquisidores para diversas partes de Italia; y envió otros a Bohemia. En cuanto a Francia, ni siquiera la sórdida masacre total destruyó el espíritu de los rebeldes, y el monje dominico "Roberto le Bougre", como se le llamaba comúnmente, fue enviado con terribles poderes. En 1239 quemó a 123 "búlgaros" en un pueblo.  C. H. Hoskins publicó en EE.UU. un breve relato titulado "Roberto le Bougre y los Comienzos de la Inquisición en Francia". Pero usted puede leer todos esos detalles y otros más en la historia de la Inquisición de Vacandard, el mismo caballero que nos asegura en la Enciclopedia de la Religión y la Ética que "la pena de muerte nunca fue incluida en ningún sistema de represión". ¡Había estado incluida por más de ochocientos años, y los abogados canónigos solamente discutían hasta qué punto podía aplicarse la vieja ley en la Edad Media!

La infamia de su procedimiento

La Inquisición es una desgracia indeleble de la religión que la creó; los horrores del anfiteatro romano eran en comparación erróneas exhibiciones de machismo; el libertinaje amoroso de Pafos o de Corinto era, en comparación, una afable e inocente concesión a la naturaleza humana. En su forma de proceder, esa sagrada corte, presidida por los más santos varones, bajo control directo de Sus Santidades los Papas, fue el más infame instrumento de injusticia y el peor fomentador de ansias asesinas que el mundo ha visto jamás.

Y para que no vaya alguno a caer en la tentación de creer, como creen los creyentes incautos, que, después de todo, esas represiones eliminaron solamente, digamos, un millón  de rebeldes, probando que los cincuenta millones de europeos restantes eran cristianos ortodoxos y dóciles, debemos estudiar el procedimiento de la Inquisición más de cerca. Sus métodos eran tan bárbaros y estúpidos desde el punto de vista jurídico, que realmente no se puede decir cuántos de sus "herejes" eran verdaderos rebeldes. En un respecto la situación era simple: si a usted lo denunciaban a la Inquisición por herejía, lo mejor que podía hacer era presentarse inmediatamente y declararse hereje y abjurar de su supuesta herejía. Negarla, cualquiera que fueran realmente sus puntos de vista, significaba horrible tortura y, si honradamente persistía en negar los cargos, muerte segura. Debemos hacer esa concesión: es un hecho, y parte realmente, de la acusación que cae sobre la Inquisición, que debe de haber multado, encarcelado, torturado, y hasta dado muerte a gran número de cristianos.

No obstante, aun concediendo eso, las cifras son importantes. Los modernos defensores de la Inquisición, que nos piden que sonriamos, frotemos las manos y dispensemos a la Iglesia porque descubren (dicen ellos) que los hombres y mujeres asesinados fueron solamente 50,000 en vez de 300,000, adoptan la defensa de que los inquisidores generalmente juzgaban a muchísimos más presos que los que ejecutaban. Vacandard señala cómo el famoso inquisidor Bernado Gui tuvo 930 casos en un distrito entre 1308 y 1325, y solamente entregó cuarenta y dos al brazo secular. En Poniers cinco de cuarenta y dos acusados fueron ejecutados. Y así sucesivamente. Lo que esto significa es que nueve décimas, o diecinueve veinteavos de los hombres y mujeres acusados de herejía confesaron que eran herejes y renunciaron a la herejía. En otras palabras, había por lo menos diez veces tantos herejes como ejecutados. La Inquisición fue un monumento de intimidación para detener el crecimiento de la rebelión contra Roma.

Su procedimiento lo aclarará, y el relato que de él hago en este capítulo está basado totalmente en el libro de Vacandard "La Inquisición" (1908) y en el artículo sobre la Inquisición por el jesuita Padre Blotzer en la "Enciclopedia Católica". El jesuita, desde luego, se nota aquí y allá, pero afortunadamente el canónigo inconscientemente delata a su colega. Se verá que a pesar de toda la crítica católica de las obras históricas de Lea, estos escritores tienen que consentir con él respecto a cada palabra de esta importante sección. Realmente, Vacandard basa su propia obra en gran parte en la muy cuidadosa investigación realizada por Lea, y Blotzer generalmente sigue la pauta de Vacandard.

Cuando los frailes inquisidores llegaban a una población, convocaban una solemne reunión del obispo, el clero y el pueblo, y anunciaban que los herejes secretos deberían ser dados a conocer a ellos. Habría un "tiempo de gracia", generalmente un mes, y los herejes que voluntariamente se presentaran, confesaran y abjuraran durante ese período recibirían los castigos más ligeros: rezos, ayunos, peregrinajes, multas, etc. Entretanto, los inquisidores, que debían "actuar con el obispo" (aunque éste no tenía poderes), tenían que escoger una junta consultiva de "hombres buenos y de experiencia" ­en número de veinte a cincuenta­ y llegar a una decisión solamente en pleno acuerdo con ellos.

Una disposición de lo más beneficiosa, dice el jesuita. Realmente, ¡el principio del sistema de jurado en Europa, dice el Canónigo! ¿Pero quiénes eran esos hombres y qué hacían? Eran por lo general, en su mayoría, curas y monjes, con unos pocos legos muy ortodoxos. En pocos lugares, un número bastante apreciable de abogados locales religiosos ­el decreto estipulaba que debían ser "fervientes en su fe"­ figuraban entre esos "buenos hombres". Ellos tomaban en consideración los nombres de los acusadores, dice el jesuita; y siendo hombres de la localidad, podrían detectar la enemistad o la codicia.

Pero Vacandard dejó escapar la trama. Cita a dos principales inquisidores que dicen que era la práctica común ocultar los nombres de los acusadores hasta de estos hombres, y que estos solamente veían un resumen de la evidencia cuidadosamente preparado para ellos. "Muy pocos de ellos" dicen los escritores de la época, "sabían jamás el nombre del acusado ni del acusador, o veían toda la evidencia". Tenían delante un extracto del caso y evidencia escogida. Dice Vacandard honestamente, "no disponían de datos suficientes para llegar a una decisión en un caso concreto". En la realidad, ellos no lo decidían. Daban su opinión, y los inquisidores decidían. Y cuando el jesuita y el canónigo nos aseguran que los inquisidores usualmente aceptaban su opinión, a menos que fuese demasiado severa (!), su sola autoridad es otro apologista moderno.

El "jurado" nunca estorbaba a los inquisidores. Se recluían en su recinto, generalmente en un monasterio dominicano, y recibían denuncias secretas. Los papas habían decidido que dos acusadores eran suficientes. A estos los llamaban generalmente "testigos", pero eso es  parodia del término judicial. Eran acusadores secretos, no solamente nunca confrontaban al acusado, sino que sus nombres se mantenían escondidos. "Bonifacio VIII", dice el jesuita, "echó a un lado esa política... y ordenó que en todos los juicios, aun en los inquisitoriales, el acusado debe oir los nombres de los testigos". La declaración de la Enciclopedia católica es falsa. Vacandard da las palabras de Bonifacio, y voy a traducirlas: "Cuando no hay tanto peligro, los nombres de los acusados y de los testigos deben hacerse públicos, igual que se hace en otros juicios". ¿Qué peligro? Ahí está el detalle. Los inquisidores pretendían que siempre había peligro de venganza, y las palabras de Bonifacio no afectaban su procedimiento judicial en lo más mínimo.

Se notificaba al acusado, y el terror comenzaba. Ya había comenzado, realmente, el día que los terribles monjes habían entrado en el pueblo marchando con su cruz dorada. Los inquisidores tenían tres formas de presionar a los acusados antes de llegar a la tortura. El temor a la muerte era el primero. No piensen que un hombre iba a comparecer en un juicio como hace hoy. Si lo habían denunciado, era culpable. Imposible, dirá usted; ningún escritor católico admitiría eso. Pero es un hecho sabido. Escuchen al canónigo: "Si dos testigos considerados de buena reputación por los inquisidores concuerdan en acusar al preso, su suerte está inmediatamente sellada; si confiesa o no, es inmediatamente declarado hereje" (p. 128). Un proceso de la Inquisición no significaba un examen de los hechos para averiguar si un hombre era hereje. Si dos testigos secretos decían que era, era; y todo el "tercer grado" y la tortura eran solamente para obligarlo a confesar y a renunciar a su herejía. La representación teatral de un juicio por Bernard Shaw es completamente absurda.

Si este conocimiento seguro de que iba a morir una muerte horrible a menos que confesase y renunciase a su quizás imaginaria herejía no convencía al acusado, lo confinaban a su casa y lo acosaban y debilitaban de varios modos. Si eso no era suficiente, le enviaban dos visitantes para hacerlo pasar por lo que se conocía como "el tercer grado". Si seguía negando que era hereje, recibía la fatídica citación de la Inquisición.

De nada servía preguntar quién lo acusaba. Gregorio IX, Inocencio IV y Alejandro IV habían prohibido a la Inquisición que se dijeran los nombres; y la declaración de Bonifacio VIII no alteraba los hechos. Todo lo que el hombre podía hacer era nombrar a los enemigos que tuviese en el pueblo. Por otro refinamiento del procedimiento clerical, desconocido en la legislatura meramente humana, esclavos, mujeres, niños y criminales convictos podían presentar una acusación. Solamente la religión prestaba atención a tales testigos, pero, ¡ah!, la religión es tan importantísima, dicen los apologistas. Además, de nada valía al acusado alegar que había asistido a misa regularmente, ni otra cosa que alegara. La conformidad exterior no se contaba. Estaba acusado de herejía secreta; era culpable de ella y todo lo que tenía que hacer era abjurarla.

No podía traer abogado. El gran buen Papa Inocencio III había prohibido estrictamente en 1206 que los abogados ayudasen a los herejes "en forma alguna"; y todo abogado que se atreviese a hacerlo se vería pronto enjuiciado. Un santo fraile de Francia que defendió a un rico y devoto patrón de su orden, cuyos bienes la Inquisición deseaba (y obtuvo), acabó en la prisión. Es verdad que el padre Blotzer nos dice que la regla de excluir abogados pronto dejó de aplicarse tan rigurosamente, y la "costumbre universal" permitía un consejero legal. Y Vacandard, la verdadera autoridad, explica que esto es contrario a la verdad. El Papa Inocencio se había referido a herejes confesos, y al principio los inquisidores permitían abogados a los sospechosos o acusados, pero la ley pronto empezó a aplicarse a todo hereje.

Uno no podía traer testigos, o estos estarían en la lista de herejes al día siguiente. Por otra parte, los testigos podían ser torturados para que diesen pruebas contra el acusado. Un testigo podía ser torturado hasta que dijese la falsedad deseada. En la práctica, un testigo (contra el acusado) era suficiente, y por lo menos en España, recibía su parte del botín.

A menos que una persona tuviera la rara constitución de un verdadero mártir, reconocía con humildad que era hereje, y abjuraba su herejía. Entonces se le exigía que denunciara a otros, o "nombrara a sus cómplices". Si así confesaba y nombraba a varios más, recibía solamente una pesada penitencia, peregrinación, orden de ayunar por años, fabricar una iglesia, pagar una elevada multa, llevar una odiosa cruz cosida a sus ropas, etc. Si persistía en negar que era hereje, o rehusaba nombrar a otros, lo llevaban a la sala siguiente.

Los inquisidores, muy humanamente, siempre empezaban por mostrar al hombre (o a la mujer) los instru­mentos de tortura. Estos eran, por regla general, un látigo terrible para azotar, un potro (para tirar de las extremidades hasta que se descoyuntaban las articulaciones), un estrapado, y un brasero de carbones ardientes para quemarle los pies descalzos. El estrapado (o la estrapada; el traductor lamenta no haber podido encontrar este instrumento, con su género, en sus diccionarios y enciclopedias castellanas) era un aparato en que se colgaba a una víctima por las muñecas y se le dejaba caer de un tirón cada vez que se negaba a nombrar un hereje. Para aumentar el poder de persuasión, se le ataban grandes pesos a los pies. Hombres fuertes morían de eso.

He dicho cómo la tortura fue introducida deliberadamente en el procedimiento, a petición de los inquisidores, por el Papa Inocencio IV. Nadie disputa eso. "La Iglesia es responsable de haber introducido la tortura en los procesos de la Inquisición", dice Vacandard (p. 147). Pero, dice el jesuita, es cosa curiosa que la tortura no era considerada una forma de castigo, sino solamente el medio de extraer la verdad; y, desde luego, fueron las malvadas cortes civiles las que dieron la idea al Papa. Lo que es curioso es que los jesuitas y paulistas del siglo veinte que piden "libertad" en los países protestantes, puedan escribir con tanta indiferencia e insinceridad acerca de los horrores perpetrados por su iglesia cuando tenía poder para ello. "La tortura" dice el jesuita, "raras veces se menciona en los protocolos", y él mismo admite que, como se realizaba fuera de la corte, no es de esperar que conste en los registros.

La tortura era habitual y espantosa. "Por lo general", dice este comedido jesuita, "la Inquisición se conducía humanamente"; y el canónigo nos dice que Savonarola (un ortodoxo y devotísimo Puritano), fue torturado siete veces, ciertas brujas de Arrás fueron torturadas cuarenta veces, treinta y seis Caballeros Templarios ­gente recia, puede uno imaginarse­ murieron en el tormento en París, y veinticinco en Sena, y así sucesivamente. ¡El potro del martirio, las empulgueras, la estrapada y los carbones encendidos son ciertamente "instrumentos humanos"!

Pero los papas (que introdujeron la tortura) hicieron todo lo que pudieron por contener el excesivo fervor de los inquisidores, dicen ambos apologistas. Clemente V dijo que cada acusado podía ser torturado una sola vez. Sí; y ningún Papa movió un dedo cuando por toda la cristiandad los inquisidores encontraron que, aunque la tortura no podía "repetirse", sí podía "continuarse", al día siguiente, y todos los días que quisieran. Clemente se había referido solamente a los acusados. Entonces, dijeron los inquisidores, estamos en libertad de torturar a testigos, a fin de inducirlos a denunciar gente; e igualmente, ni un solo Papa se opuso a ellos. Al principio los papas decían que ningún clérigo, siendo persona santa, podía estar presente durante la tortura; y Alejandro IV y Urbano IV dijeron que podían estar presentes para poder en todas partes inclinarse sobre la contorsionante víctima y gritarle su "¿Confiesa usted?" Había generalmente alguna razón política cuando los papas ponían paro al fervor de los inquisidores locales en parte alguna.

Si la víctima persistía en negar que era hereje, a pesar del tormento, la entregaban al brazo secular; es decir, después de que Gregorio IX había conseguido en todas partes que las autoridades seculares adoptasen la sentencia de muerte por herejía. A la vista de la horrible muerte que les esperaría, muchos ahora "confesaban" y eran encarcelados de por vida. La prisión era en general humana, dice el jesuita. A menudo pasaban momentos alegres, veían a sus amigos, etc. Sí, a veces. Había dos clases de prisiones, las estrictas y las menos estrictas. Los herejes ricos generalmente iba a esta última, y el dinero puede comprar comodidades y privilegios en la mayoría de los lugares. Pero es repulsivo, hasta en el caso de ellos, considerar su suerte a la ligera. Sin debido proceso judicial, por mera denuncia de dos personas que pudieran haber sido enemigos suyos o testigos torturados, u hombres sobornados para que hiciesen posible la confiscación de sus pertenencias, por una "herejía" que habían abjurado, si alguna vez la hubo, perdían todos sus bienes, veían a su esposa e hijos reducidos a la mendicidad, y estaban condenados a prisión perpetua.

Una palabra acerca de esta confiscación. Es, dice con razón el profesor Alphandery, "de suprema impor­tancia en la historia financiera de la Inquisición";  y Vacandard admite que fue Lea quien primero sacó a relucir su importancia. Las posesiones de todo fugitivo u hombre encarcelado por vida o condenado a muerte, se confiscaban. Es más, los inquisidores en menos de diez años del establecimiento de la Inquisición obtuvieron de los papas el derecho a imponer multas, o a reducir la gravedad de las sentencias contra pago de dinero. Si usted no quería ostentar una cruz amarilla en la chaqueta toda la vida, pasar tres años en prisión, o vivir a pan y agua por dos años, pague. Había entonces las apelaciones a Roma contra sentencias excesivas, esa misericordiosa válvula de seguridad contra la injusticia que tanto explotan los apologistas. Significaba que uno pagaba en Roma.

¿Hay aunque sea un solo hombre de negocios católico-romano que no vea ahora la Inquisición bajo una luz horripilante? Era una arrebatiña por oro en tierra enrojecida de sangre humana. ¿Quién recibía las ganancias? Lo sabemos bien. Primero, la autoridad secular; y por eso en la inmensa mayoría de los casos la herejía era "un crimen contra el Estado". Por eso los reyes de Francia permitieron que decenas de millares de sus súbditos en el sur fuesen encarcelados por vida o quemados, por qué Venecia se encargó de sus propios herejes, por qué los papas estaban tan dispuestos a denunciar a inquisidores, como los de España, que no estaban bajo su control directo. Segundo, el Papado, que no publicaba estados de cuenta, recibía su parte. ¡Oh, todo el mundo odiaba la herejía en aquellos tiempos! Segni, distinguido escritor católico del siglo XVI, dijo: "La Inquisición fue inventada para robar sus pertenencias al rico".

Por un refinamiento de este "humano" procedi­miento, que hizo tanto por "la civilización general de la humanidad", la Enciclopedia Católica dice ­y véalo en el artículo "inquisición" si no me lo cree­ hasta los muertos podían ser acusados de herejía. Deje que dos testigos desconocidos digan que un hombre, muerto hasta 40 años antes, había sido hereje en secreto, y sus hijos y hasta sus nietos se arruinaban. Para él no había oportunidad de "arrepentimiento". Era hereje impenitente (obstinado, empedernido, inconfeso). Se desen­terraban sus huesos, y los paseaban por las calles y los quemaban. Se despojaba a su viuda e hijos del último peso. Vacandard nos cuenta sobre un famoso inquisidor, Bernardo Gui, que tuvo ochenta y ocho de estos casos póstumos de un total de 636. Pero, desde luego, estaban en guardia contra el mero sentimiento de codicia. Los papas se lo habían advertido. Inquisidores y gobernantes seculares austeramente resistían la tentación. Sin embargo, Vacandard cita al inquisidor Eymeric cuando se quejaba: "Ya no quedan herejes ricos, así que los príncipes, al no ver dinero en perspectiva, no quieren incurrir en gastos".

Para terminar con las prisiones. La sentencia común era "prisión estricta": encierro solitario, a menudo en cadenas, a pan y agua en las mazmorras más asquerosas imaginables. He estado en las mazmorras medievales de Venecia ­en las cuales esos "malvados" voltarianos de la Revolución Francesa habían dejado entrar un poco de luz solar­ y puedo imaginarme el horror de la condena a cadena perpetua en ellas. Veremos que el rey de Francia, que no sentía ternura alguna por los herejes, obligó al Papa a intervenir ante los inquisidores del sur de Francia por la barbarie de sus prisiones. Cientos morían en ellas.

Y ahora echemos una mirada a la solemne ceremonia con que concluía la labor de los inquisidores. La mañana del domingo se reunían los culpables, el clero y el pueblo en alguna gran iglesia o en la plaza pública, y se leían las sentencias. Los "obstinados" eran entregados entonces a las autoridades seculares con la recomendación de misericordia ­ y la severa advertencia del Papa de que si esos hombres y mujeres no eran quemados en la pira en cinco días, el magistrado o el príncipe serían excomulgados y la ciudad o el reino colocados bajo terrible interdicción (restricción  o pérdida de los derechos de una persona por algún delito). Entonces los agentes dominicos o franciscanos del Papa se lavaban las manos, y esos modernos apologistas cristianos nos piden que observemos cuán limpias las tenían.

La Inquisición romana

El proceso criminal en la Edad Media era más burdo que lo que nadie podría imaginarse en nuestros días; más burdo que los procesos médicos o de toda otra especie en esa época. Han sido necesarios doscientos años de reforma criminal y penal para alcanzar el sistema que tenemos hoy, y que es lejos de perfecto. Pero el procedimiento criminal de la Edad Media era inocente y refinado en comparación con el de la Santa Iglesia. Torturaba al acusado, es verdad, pero ningún abogado que ha vivido jamás, en la más imperfecta civilización, hubiese admitido justicia en la mezcla de fanatismo, codicia y brutalidad que el jesuita y el canónigo nos han descrito.

Esto era la Inquisición Romana, el tribunal constituido por la Iglesia Romana en casi todos los países, exceptuando a España. Inglaterra nunca la permitió, a excepción de un breve episodio. Los países escandinavos, donde había pocos herejes, nunca la tuvieron. También fracasó en arraigar en el sureste (Bulgaria, Bosnia, Dalmacia, Rumania y Hungría), donde los herejes eran demasiado poderosos para dejarla radicarse permanentemente o actuar en grado considerable. En la Bohemia y Polonia no tiene una gran historia. En el antiguo reino, donde cuatrocientos cincuenta nobles firmaron una protesta contra la quema de Hus, el Papado tuvo que usar la fuerza en mayor escala ­guerra­ para asesinar la herejía; y en Polonia no había mucho que hacer.

En Italia misma, los rebeldes contra Roma eran extraordinariamente numerosos y fuertes para principios del siglo XIII. En el pueblo especialmente papal de Viterbo, el Papa encontró que casi todas las autoridades, y su propio chambelán, eran cátaros. En Florencia los herejes eran extremadamente numerosos y sin pelos en la lengua. Desde la época de Federico II y Gregorio IX en adelante, por lo tanto, hubo una terrible lucha, y gran número de ellos fueron saqueados, aprisionados o quemados. Un feroz inquisidor, Pedro el Mártir, fue asesinado en 1252. Venecia, como he dicho, retuvo las ganancias del negocio para sí misma, y desafió a los papas. En el norte los valdenses eran tan numerosos, que el procedimiento eliminatorio de los tribunales no los contenía. En 1488 el Papa lanzó una fuerza de 15,000 soldados sobre ellos, que fue derrotada. En 1510 la Inquisición movió nuevos ejércitos contra ellos, pero sobrevivieron en grandes números en los valles de los Alpes hasta que las terribles masacres de Vaudois en el año 1655 contribuyeron a la "unidad de la Iglesia".

Los Católicos alardean de que en Roma misma, donde los papas controlaban directamente el tribunal, hubo muy poca persecución. Un escritor católico que se cita de vez en cuando llega al extremo de decir que nadie fue ejecutado por la Inquisición Romana. ¡Es difícil creer que nunca haya oído de Giordano Bruno! Pero la verdad es que el Papado ha tenido buen cuidado en ocultar los anales de la Inquisición en Roma de los ojos profanos del historiador. El Dr. L. Pastor, el historiador católico del Papado, nos dice que cuando León XIII abrió a bombos y platillos los Archivos Secretos del Vaticano, buscó en él los registros de la Inquisición. No estaban allí. ¡El Papa había retirado algunos documentos antes de abrir los Archivos!

En general, no era de esperarse encontrar muchos herejes en Roma misma, por la simple razón que un semimaniqueista difícilmente iría a propagar su evangelio bajo las narices mismas de Gregorio IX o de Inocencio IV, y en una ciudad que tenía un sacerdote en cada dos casas. Pero no cometamos equivocación sobre la responsabilidad de los papas. La Inquisición en Florencia, Francia, Alemania, o Bélgica, era la Inquisición Papal Romana, controlada tan directamente por los papas como la Inquisición de Roma misma.

En el sur de Francia la actividad de la Inquisición fue casi tan terrible como en España. En sección anterior me he referido al monje dominico Roberto le Bougre (supuestamente converso de la religión neomaniqueísta o búlgara) y tirando una ojeada al trabajo de este hombre, hasta el parco Padre Blotzer se ve obligado a decir que algunos de los inquisidores "parecen haber sucumbido a ciego fanatismo" y "deliberadamente han provocado ejecuciones masivas". En mayo 29 de 1239, el salvaje quemó a ciento ochenta herejes, incluyendo el obispo de la localidad, un pueblo muy pequeño de la provincia de Champaña. El "juicio" de tan inmenso número no tomó ni una semana. Los obispos del centro y norte de Francia habían reportado que no existía herejía en sus territorios, pero Roberto la encontró por todas partes. Después de unos años de atroz y asesina actividad, él mismo fue depuesto y encarcelado por el Papa.

El sur de Francia era donde los inquisidores estaban más activos. Las aterradoras masacres de los albigenses a principios del siglo XIII de ninguna forma habían extinguido la rebelión. Especialmente en 1241 y 1242, los inquisidores provocaron tal cólera con su conducta, que uno de ellos fue asesinado. El Papa obligó al Conde de Tolosa a conducir sus tropas contra ellos, y la guerra o "cruzada" se reanudó. No obstante, ahora no eran tan numerosos como para resistir el empuje de ejércitos. Su último pueblo cayó, y miles fueron a añadirse a los cientos de miles de sus mártires. Puede decirse sin temor a errar, que por lo menos cien veces más semimaniqueos fueron muertos por sus creencias religiosas en cincuenta años en el sur de Francia, que todos los cristianos matados en tres siglos de la temprana Iglesia. Y ésas son las cifras de un pequeño territorio en la mitad de un siglo.

Cuando los soldados habían hecho el territorio "seguro para héroes", los inquisidores se entregaron a su trabajo con redoblada brutalidad. Sus excesos fueron tan grandes, que se elevaron repetidas quejas al rey, Felipe el Justo, y dependía enteramente del estado del momento de sus relaciones con el Papa si intervenía o no. En 1290 fue hecho víctima un notablemente piadoso y caritativo amigo de los frailes franciscanos, Fabri, encontrándosele hereje cuando sus labios estaban sellados por la muerte, y conficándosele su patrimonio. En 1301 el rey despachó representantes para que investigaran los cargos contra los inquisidores, y ellos encontraron las prisiones tan inmundas y mortíferas, y el proceso tan burdo e injusto, que el rey se quejó a Roma. Dos de los inquisidores fueron suspendidos, y sus poderes restringidos en Francia. Posteriormente, el Papa Clemente V recibió tales quejas de Burdeos y de Carcasona, que tuvo que enviar dos cardenales, y éstos encontraron un vil sistema. Clemente, dentro de los límites del bárbaro ideal de la Inquisición, albergaba algún sentimiento de humanidad. A su muerte, los inquisidores reanudaron su trabajo con más saña que antes, y como resultado de más de cien años de efusión de sangre, robo, y tratamiento vil, persuadieron a las provincias sureñas de Francia de que se hiciesen ortodoxas.

Lamentablemente, dice Vacandard, como extenuante de estos crímenes, la herejía en la Edad Media estaba generalmente asociada a ideas antisociales. Para probar esto, dedica un largo capítulo de su libro a los dogmas de estos herejes en el sur de Francia. Encuentra él lo que yo ya he descrito: en la esfera central, el círculo de los elegidos, los albigenses hacían voto de celibato y pobreza voluntaria ­lo mismo que los monjes. Él no aclara suficientemente que la masa de los albigenses se casaba y mantenía propiedades como todos los demás, y puedo añadir que su defensa del derecho a cometer suicidio, en que tanto se ha machacado, está ahora reconocido generalmente. Pero la total situación histórica desacredita la repugnante manera de defender a los papas difamando a los rebeldes. Estas provincias sureñas de Francia eran, después de los reinos mahometanos de España, las más prósperas y felices de Europa, y se arruinaron cuando la "herejía" fue arruinada.

Dos incidentes en particular ­la quema de Juana de Arco en 1431 y la condena de los Caballeros Templarios en 1312­ aptamente ilustran el espíritu y procedimiento de la Inquisición Romana en Francia. Si Juana era o no era bruja, la hicieron caer vilmente en una trampa mortal al forzarla prácticamente a usar ropa masculina, y la retractación que firmó fue fraudulentamente substituida por otra.

El aplastamiento de la Orden de los Templarios es una de las más vergonzosas hazañas de la Inquisición. El rey de Francia codiciaba sus riquezas y, como Vacandard mismo inocentemente dice, el Papa se rebajó a él. Era Clemente V, el solo Papa en quien hasta ahora he reconocido un asomo de humanidad. Desde el momento en que compró la tiara, con el consentimiento del rey francés (y su nombre es el que más frecuentemente citan los apologistas para mostrar la liberalidad de los papas), puedo añadir que vivió una vida de regia sensualidad en el palacio papal de Aviñón, y se le suponen relaciones tiernas con la Condesa de Talleyrand-Perigord. Tenía al morir más de $2,500,000 (dos millones y medio de dólares). Éste fue el buen Papa, el humano Papa, que permitió que los templarios fuesen robados y asesinados después de un juicio que fue una de las más burdas burlas de la justicia en la historia. Gran número de Caballeros Templarios murieron en horrible tortura antes que mentir acerca de su afiliación.

Fue en conexión con el proceso de los templarios que la Inquisición tuvo su única experiencia en suelo inglés. No es necesario decir que esto no significa que había tolerancia religiosa en la Inglaterra medieval. La terrible persecución de los prosélitos de Wyclif, y después la captura, ahorcadura, quema, decapitación y descuartizamiento posterior de rivales Protestantes y católicos son cosas bien conocidas. La sentencia de muerte fue decretada en 1400.

Pero Inglaterra se encargaba de sus propios herejes; y, de hecho, cuando Eduardo II supo de las falsas e increíbles historias que se contaban de los templarios, brusca y claramente manifestó que no las creía. El Papa Clemente V le aseguró que los Caballeros habían confesado esas cosas ­probablemente omitiendo la descripción de las torturas­ y en 1309 dos Inquisidores fueron admitidos en Inglaterra para conducir un juicio. Les rehusaron el derecho a la tortura, y, no pudiendo hallar prueba de culpabilidad sin ese bárbaro recurso, se quejaron al Papa. Clemente el Humano airadamente pidió que el rey permitiese la tortura, alegando que la ley eclesiástica estaba por encima de la ley civil inglesa. Al final, sobornó al rey, en la manera papal de costumbre, y los templarios fueron torturados y destruidos. Bonito testimonio en la historia de casi el único Papa a quien se acredita "haber puesto freno al fervor de los inquisidores".

En el sur y el occidente de Alemania, los inquisidores al principio fueron tan severos como en Francia. Conrado de Marburgo, el ascético amigo de Santa Isabel, era casi tan brutal como Roberto le Bougre. Al acusado se le ordenaba ásperamente que contestase con un simple "sí" o "no" al cargo, y si no contestaba inmediatamente "sí", quedaba condenado y era enviado a las llamas. Leemos con placer que Conrado fue uno de los muchos inquisidores asesinados por el pueblo, y que los obispos de Alemania protestaron coléricamente contra su Inquisición. Cuando Federico II murió, la Inquisición fue frenada, pero papas posteriores la reimplantaron, y grandes números de rebeldes fueron ejecutados.

Con el crecimiento de la herejía en gran escala con la Reforma, la Iglesia Romana tuvo que reorganizar la Inquisición. Lo que ahora se llama el Santo Oficio es su sucesor reconstruido. Se creó en 1542 por Pablo III con el título de Sagrada Congregación de la Inquisición Romana y Universal, o el Santo Oficio. El humor es cosa desconocida en el Vaticano. Su corte permanente de seis (más tarde ocho y eventualmente trece) cardenales era supuestamente la corte final de apelación contra cargos de herejía. Pero los tiempos son malignos, y la "sagrada" maquinaria está retirada y guardada en los almacenes papales, aguardando el amanecer de esa edad más religiosa que (dicen los italianos) los católicos americanos habrán de inaugurar.

La Inquisición española

Todo buen católico notará con satisfacción que claramente distingo entre la Inquisición Romana y la Española. Su "Enciclopedia Católica" le informará que esta última era más bien una institución "política" o semipolítica; que los reyes de España la controlaban celosamente; que los papas repetidamente protestaban contra ella. El historiador Protestante Ranke más o menos se rinde a los escritores católicos del siglo pasado que hicieron esa distinción. Es muy conveniente. La mayoría de la gente nada sabe acerca de los horrores de la Inquisición excepto en conexión con Torquemada y los tribunales españoles. Horrible, les dirá usted, pero, desde luego, era una institución gubernamental española, y los papas protestaban seriamente contra sus excesos.

Pero mis lectores deben saber por qué hago esa distinción. Es un poco más que una conveniencia geográfica. La Inquisición en España fue tan especial, tan rica en sus oportunidades, tan fructífera en el número total de sus asesinatos, que merece ser considerada separadamente. En cuanto a la defensa de su naturaleza política y secular, hasta el clero católico rechaza a veces ese subterfugio con disgusto. El Obispo Heefele, uno de los más resueltos apologistas católicos del siglo XIX, lo adoptó naturalmente en su "Vida del Cardenal Ximenes", pero cuando la obra fue traducida al inglés (1860), y tenía que hacer frente a la artillería de la erudición inglesa, llevaba un prefacio del canónigo Dalton en que se repudiaba totalmente esa teoría. "La Inquisición no se originó tanto en motivos políticos como en sociales" dice, "y ninguna autoridad contemporánea afirma lo contrario". Es un lenguaje moderado. Los escritores españoles que él cita enfáticamente la representan como un tribunal puramente religioso, y las sombras de Fernando e Isabel, si es que hay tales sombras, deben haber calentado la atmósfera con su lenguaje ­que era "vigoroso"­ cuando el primer apologista alzó el falso alegato de que la Inquisición Española no fue más que estrictamente religiosa.

Lo que he dicho sobre el lado financiero de la Inquisición suministra una explicación que el lector inmediatamente comprenderá. Era la cuestión del reparto del botín. A Sixto IV y a sus sucesores les disgustaba sobremanera la Inquisición Española porque toda la riqueza confiscada se quedaba en España. Los papas participaban en algo al recibir las apelaciones en Roma ­esas apelaciones humanas y benévolas­ y al otorgar dispensas contra pagos monetarios. Pero los españoles respondieron rehusando reconocer las dispensas del Papa, y siguió una lucha irreligiosa.

El pueblo español, dicen todos los historiadores, era tolerante y poco inclinado a pelear, pero los sacerdotes lo azuzaban, especialmente contra los judíos, y desde el siglo XIV en adelante hubo frecuentes pogromos. En 1391 cuatro mil judíos fueron muertos solamente en Sevilla. Pero los judíos, a menos que hubiesen alguna vez abrazado el cristianismo, no estaba bajo la jurisdicción de la Inquisición, y solamente queriendo recordar al lector que la expulsión final de los judíos en 1492 (cuando según cálculo muy moderado 200,000 fueron expulsados del país en todas las circunstancias de brutalidad y empobrecimiento), debe añadirse a la historia horripilante de la religión cristiana, debemos pasarla por alto. Es un comentario irónico sobre las doctrinas antisociales de los herejes que estas expulsiones de judíos y moros arruinó la brillante civilización que éstos habían creado en España, de la misma manera que la masacre de los albigenses arruinó a Languedoc, y la de los husitas arruinó a Bohemia.

Hasta la segunda mitad del siglo XV, la Inquisición  establecida allí por Gregorio IX había tenido comparativamente poca influencia. Ni el pueblo ni los gobernantes deseaban su sangrienta labor. Con el advenimiento de los fanáticos Fernando e Isabel, no obstante, y la caída de la última gran ciudad mora, Granada, se inició una nueva era.

Hasta en el caso de Isabel, es un hecho histórico que el clero la obligó a obrar. Durante largo tiempo había rechazado las solicitudes de los monjes dominicos, pero acabó al fin por ceder al inflexible e insoportable Torquemada.

Los detalles del trabajo de la Inquisición en España deben leerse en la obra de Sabatini "Torquemada y la Inquisición Española (1913), obra que nada tiene de pintoresca y en que no se nota la menor intención de imparcialidad. Da la impresión de que se queda corto en cuanto a decir la verdad. Todavía hay que escribir una pequeña historia de la Inquisición. Los siete volúmenes de Lea son de valor, pero hoy en día no hay quien lea una obra de siete volúmenes.

Debemos tener en cuenta la justa perspectiva. El historial del cristianismo desde los días en que por primera vez obtuvo el poder de perseguir, es uno de los más horripilantes de la historia. El número total de maniqueos, arrianos, priscilianos, paulistas, bogomilas, cátaros, valdenses, albigenses, brujos, lolardos, husitas, judíos y protestantes asesinados por causa de su rebeldía contra Roma claramente alcanza a muchos millones; y más allá de tales ejecuciones reales está el número enormemente mayor de los torturados, encarcelados y empobrecidos hasta la mendicidad. Quiero limitarme más bien al aspecto histórico positivo de todo esto. En casi todos los siglos, una gran parte de la raza humana ha tratado de rechazar la religión cristiana, y si en esos siglos hubiese habido la misma libertad que nosotros disfrutamos, el catolicismo romano, a pesar de la ignorancia universal, se hubiese reducido a una secta hace mucho tiempo. La historia religiosa de Europa no ha sido escrita aún.

Innecesario es añadir que los Reformadores siguieron por un tiempo los sangrientos pasos de los papas. Pero cuando algunos apologistas católicos ansiosamente citan los sentimientos de los Reformadores y las ejecuciones de católicos por protestantes, denotan la usual falta de sentido de proporción. Una tradición de doce siglos de persecuciones religiosas difícilmente puede abandonarse en unas pocas décadas. Este tipo particular de salvajismo, la imposición de horrible muerte por meras opiniones, fue introducido en Europa por los dirigentes cristianos ­la antigua Roma nunca persiguió por opiniones ni tenía regla alguna de ortodoxia­ y arraigó en la sangre. La matanza de personas por sus creencias por los primeros Protes­tantes era asesinato tanto como la matanza de personas por la Inquisición. Es una burla pedirnos que detectemos algún interés por parte de Dios en las Iglesias durante esos catorce siglos de terrible injusticia e inhumanidad.

Y hay esta diferencia adicional. Las Iglesias Protestantes han abandonado el principio de que es permisible dar muerte a un ser humano por herejía. La ley inglesa "De Haeretico Comburendo" (por la quema de herejes), formada e inspirada por el catolicismo romano, fue abandonada hace (en 1929) dos siglos y medio, aunque la Iglesia Anglicana retuvo absoluto poder en el país. Podría uno pensar si la Iglesia Protestante pudiera en algún momento regresar al antiguo ideal si tuviera ese antiguo poder. No creo; pero como ninguna Iglesia podrá jamás tener ese poder, es inútil ponerse a hacer conjeturas.

Pero la muerte por herejía es de verdad la ley de la Iglesia Católica hasta el día de hoy. Vacandard y otros dan a entender a sus lectores no católicos que Roma se ha arrepentido como toda otra Iglesia. No en lo más mínimo: no ha sacrificado ni una sílaba de sus enseñanzas sobre los herejes. Yo me encuentro bajo sentencia de muerte en el derecho canónigo de la Iglesia Romana. He mostrado en mi popular obra "The Popes and Their Church" (Los Papas y su Iglesia) que a fines del siglo pasado, cuando la nueva generación de apologistas estaba ocupada en sus comentarios y bonitas apelaciones por la tolerancia universal, un nuevo manual de Legislatura Eclesiástica, autorizado especialmente por León XIII, escrito por un profesor papal, impreso en una imprenta papal, salió publicado. Estaba en latín, y probablemente pocos católicos de Estados Unidos dejarán de sorprenderse al saber que el autor declara, y prueba extensamente, que la Iglesia reclama y tiene "el poder de la espada" sobre los herejes, y que ¡solamente la perversidad de nuestra época le impide ejercer ese poder! Manuales más recientes de Legislatura Eclesiás­tica contienen la misma bellísima tesis. Es la ley de la Iglesia Romana hoy día. Recuérdela cuando lea a esos sutiles jesuitas, elocuentes paulistas y afectados obispos sobre los "errores" del pasado y el derecho y deber de ser tolerantes hoy. La Inquisición (el Santo Oficio) existe. La ley existe. Y usted y yo debemos agradecer a esta edad de escepticismo que conservemos la sangre en nuestras venas.

 

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