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La historia de la controversia religiosa

Capítulo 5

La inutilidad de creer en Dios  

(Traducción del inglés por Sergio Docal)

El silencio de Dios

¿Quién hizo el mundo?

¿Excluye a Dios la evolución?

La voz de la conciencia

El instinto religioso

Refutaciones

   

El silencio de Dios  

Hace una o dos semanas, estaba yo de pie al borde de un extraño y obscuro estanque en Yucatán Central. Se encuentra en lo profundo de un gran foso redondo en medio del bosque, a unas doscientas yardas de los templos y edificios sagrados que los exploradores han limpiado de su manto de maleza y montículos de tierra.  

Eso fue antes una gran ciudad maya. Ahora, gruesos lagartos se asoleaban en los bordes rocosos de las escarpadas paredes del estanque. Tierno follaje colgaba de los bordes y se reflejaba en las quietas aguas. Un camino pavimentado llegaba de los templos al estanque, y donde alcanzaba el borde del foso, terminaba en un parapeto de piedra.  

Y yo cierro a medias los ojos y pueblo los bosques desiertos con los hombres y mujeres que recorrían ese camino hace mil años. Una sagrada procesión avanza por él, y con los austeros sacerdotes vienen doncellas adornadas con flores y vestidas de fiesta. Pero a pesar de las flores y el fino ropaje, a pesar de la música rítmica y de los miles de espectadores, una mirada de terror tiembla en los ojos de las doncellas. Van a morir. El dios quiere víctimas. Eso dicen los sacerdotes. En pocos momentos, éstas, las cosas más bellas que la vida produce, tiernas vírgenes en la fresca lozanía de la feminidad, serán lanzadas del parapeto hacia el estanque, cincuenta pies más abajo, y ellas y sus madres tienen que disimular su agonía tras pretendida beatitud.  

Bien, dice usted, eso fue en el corazón de Yucatán, y hace mil años.  

A mil millas de allí están los restos de la ciudad de otro antiguo pueblo americano, y los guías le mostrarán la piedra donde los sacerdotes tendían a sus víctimas para arrancarles el corazón y ofrecerlo al dios Sol. Todavía antigua América, dice usted. Pero allá, cruzando la tierra, en las islas del Pacífico, en África Central, los dioses todavía clamaban por sangre humana hace sólo unas pocas décadas. En la antigua Roma, en Cartago, en Bretaña, en Siria, recuerde la historia de Abraham e Isaac, se exigían esos pavorosos sacrificios. Por incontables edades de historia humana hombres y vírgenes niñas han sido asesinados en nombre de dioses.  

¿Dónde ha estado Dios? No voy a preguntarle por qué Él toleró esos crímenes en su nombre por miles de años, porque la respuesta será que usted no sabe. Pero usted no puede borrar todos estos horrores de la memoria humana con livianas aseveraciones de que la mente finita no puede esperar comprender lo infinito. ¡Manida respuesta! Pero los hechos siguen ahí. Desde cerca de los albores de la religión, que fue hace muchos miles de años, se han hecho cosas horribles, y se han creído cosas grotescas, en nombre de Dios. Por el momento sólo pido a Ud. que reconozca que Dios, su Dios, contempló complacido desde sus santísimos dominios en lo alto, durante largos milenios, todas las espantosas calamidades y tormentos de la humanidad, y sin embargo, hubiese podido dar fin a toda la horrible insensatez en una sola generación.  

No sabemos por qué él se toma su tiempo, dice usted, pero la hora llega. ¿Cuándo? En Cholula veo una iglesia cristiana encaramada en lo alto de una pirámide que albergaba uno de esos sangrientos templos mexicanos. Para los católicos del distrito es un símbolo del triunfo, al fin, de la revelación y la misericordia sobre el error y la brutalidad humanos. No reflexionan que ellos mismos creen que Dios hizo esos seres humanos equivocados y brutales de antaño; que Él pudo haberlos hecho más sabios en un año con tanta facilidad como en un centenar de miles de años.  

Por añadidura, para los Protestantes, esta iglesia-pirámide solamente significa que un horrible error en nombre de Dios ha sido substituido por otro. Una mejora, con certeza: el hombre debe ganar en sabiduría en el curso de dos mil generaciones. Ahora los corazones no se arrancan físicamente de los cuerpos vivientes en la Iglesia Romana. No; los sacrifican de otra forma. Cerca de allí hay un convento, y los sacerdotes conducen a las doncellas bellamente vestidas al altar donde han de hacer el voto de castidad, que ellas entienden casi tan poco como un bebé de brazos, y que significa muerte en vida para el corazón.  

Los mayas y aztecas pasaron, pero cosas crueles siguieron haciéndose por siglos y siguen haciéndose hoy en todo el mundo en nombre de Dios. Y Dios ha seguido silente. Silente cuando se ahogaban mujeres por brujas y se quemaban seres honrados como herejes. Silente cuando la salvaje y desmoralizadora doctrina del tormento eterno se impuso sobre toda la tierra cuatro mil años después de la fundación de la civilización. Sigue silencioso cuando, como sucedió recientemente en Tennessee, el ignorante cura le dice a la madre sufriente que el alma de su hijo muerto sin bautizar se está quemando, y arderá para siempre, en los fuegos más terribles que la imaginación humana creó jamás.  

No estoy ahora discutiendo sobre la existencia de Dios. Solamente estoy pidiendo a usted que haga frente varonilmente a dos hechos: el largo silencio de Dios y el largo martirio del hombre. Los debatiremos después. Primero permítame añadir otros dos hechos. La creencia en Dios es hoy más fuerte donde la gente tiene menos que agradecer a Dios, y es más débil donde la gente tiene más conocimientos y más adiestramiento mental. Es universal solamente donde el nivel de vida es más bajo, y donde el hombre tiene menos inteligencia para percibir si tiene por qué estar agradecido a Dios.  

Aquí y allá por el mundo, en Europa lo mismo que en América Latina, usted ve cómo fue la vida hace cien o trescientos años. El mismo día antes de sentarme a escribir esto, paseo por un pequeño pueblo cubano a menos de treinta millas de la Habana. Las aguas de desagüe corren en inmundos arroyuelos al descubierto en el centro de las calles. La enfermedad se cierne sobre cada niño que juega inocentemente al sol. Hoy la pequeña Rosita es la flor de la tierra, la luz y la alegría de una de esas pobres cabañas. En pocos días quizás, la tenaza de la difteria se asirá a su tierna garganta, o correrá por sus venas el candente veneno de la viruela o del tifus.  

Pero son tan firmes creyentes en Dios aquí en Guanajay, que se persignarían si supiesen mis opiniones. He estado entre gente así en España y en Italia, en Grecia y en Serbia y en Bulgaria. Así era la vida común del hombre hace dos siglos, y según el hombre mejora las condiciones, la creencia en Dios disminuye. Fueron escépticos de Nueva York los que purificaron la Habana, a treinta millas de aquí, y en la Habana ahora hay muchos escépticos. El Anti-Clerical, un periódico escéptico local, se vende en las calles.  

El hombre cree más profundamente y más extensamente en Dios exactamente donde la vida es más traicionera, donde la pobreza hiere más, donde los corazones todavía son arrancados y sacrificados. Y estos hombres y mujeres saben menos y son menos capacitados para pensar, que los de las ciudades escépticas donde se ha puesto coto a la enfermedad, y donde la carga es más ligera. De alguna forma, cuanto más rica se vuelve la vida, menos damos gracias a Dios. Mientras más grandes son los problemas, menos consultamos a Dios. Según crecen los conocimientos, disminuye la figura de Dios en el cielo. Mientras más conocimientos acumula un hombre, mayor es la probabilidad de que encuentre que es escéptico.  

¿Cuál de estas declaraciones disputaría usted? Es una verdad indiscutible que la creencia en Dios es más imperturbable entre las naciones menos desarrolladas de la tierra: que es más vacilante en las ciudades de las naciones más desarrolladas y sobre todo en el mundo educado.  

Así pasa con la práctica de llevar las dificultades y problemas a Dios. Nadie lo invoca seriamente en Ginebra (sede entonces de la Liga de las Naciones), donde se debaten los más graves problemas mundiales. Es desconocido en las Oficinas de Asuntos Extranjeros de las grandes potencias. En cierta forma se invoca la guía divina en Washington y en Westminster; pero ¿es en serio? ¿Rezan nuestros jueces supremos antes de dictar sus graves dictámenes? ¿Consultan nuestros principales médicos a Dios, o a sus tratados médicos? No, Dios ha sido expulsado de consejo y congreso, de la escuela y la corte jurídica, y casi del hogar. Está confinado a la iglesia.  

Es extraña la facilidad con que el mundo moderno ha abandonado a Dios. En las grandes ciudades de Europa solamente una pequeña minoría va alguna vez a una casa de culto. Es lo mismo, sin duda, en la América. Los obispos de la Iglesia Episcopal de América encontraron en tiempo de guerra exactamente la misma proporción de hombres que nunca van a la iglesia, que la hallada en Inglaterra: nueve de cada diez.  

Ahora bien, se puede hacer un censo de las personas que concurren a las iglesias, como se ha hecho en Londres y en París, pero no hay censo de las opiniones sinceras, y no sabemos cuántos de estos no asistentes a iglesias todavía creen en Dios. He citado a uno de los más importantes obispos ingleses cuando dijo: "La creencia en Dios ha muerto en Inglaterra". Ciertamente eso es una gran exageración; pero sí observamos en nuestro diario contacto con la multitud que millones en nuestras ciudades ya no creen en Dios, o son tan indiferentes en este asunto, que difícilmente saben ellos mismos si creen o no creen.  

En cuanto a la otra creencia religiosa fundamental, la fe en la inmortalidad, los hombres, hasta habiendo desechado el credo cristiano, hacen una especie de esfuerzo. Pero son pocos los que defienden a Dios, fuera de las iglesias cristianas. La creencia va muriendo lentamente. Y Dios continúa guardando silencio. Él podría escribir con letras de fuego a través del firmamento durante la noche, y todos caeríamos nuevamente de rodillas. Sigue silencioso.  

Pero ya ha escrito en el firmamento de una vez y para siempre, usted puede decir. En cada piedra del edificio del universo, dicen ustedes, están las iniciales del arquitecto y constructor. Eso es lo que vamos a estudiar en este capítulo.  

Una de las más tontas calumnias jamás inventadas es la de que solamente las personas de obtusa mentalidad rechazan la fe en Dios. Es cierto que hay quienes expulsan esa creencia voluntariamente de sus mentes y viven en rebeldía. Son excepciones. Antes eran mucho más comunes que ahora. Solamente un idiota desafiaría a un dios: compraría treinta años de placer al precio de una eternidad de agonía. El escéptico moderno es un verdadero escéptico. Su rebeldía es intelectual y emocional, y son sus más elevadas emociones las que causan su rechazo de la idea de Dios.  

¿Confunde eso a usted? Recuerde el largo silencio de Dios de que he hablado. Esos sangrientos errores humanos son sólo una parte pequeña de la historia. El hombre no creó los gérmenes de la difteria y la viruela, aunque en su ignorancia se haya hecho semillero para las dos. Durante incontables millones de años mortíferos parásitos de miles de especies han chupado y envenenado la sangre de todos los otros seres vivientes. Durante todos esos millones de años los carnívoros han desgarrado la carne de sus víctimas. Su intelecto podrá alegar que esto es un misterio. Su corazón se inclina a decir que no hay misterio: que la ciega naturaleza, no un propósito consciente, debe haber impuesto estas cosas. El corazón no está del lado de Dios.  

Pero la mente puede tener razones que el corazón desconoce, si nos permitimos cambiar la famosa frase de Pascal. Usted puede creer que es capaz de silenciar la rebeldía del corazón amontonando pruebas formidables de que hay un dios. En cuestiones de hechos, el corazón debe ceder el paso al cerebro.  

Pero hay otra dificultad. Entre las personas más capacitadas para pensar, no hay ningún acuerdo sobre esas "pruebas" de la existencia de Dios. Es otro aspecto del terrible problema del silencio de Dios. Desde los días de Platón, desde el tiempo de Job, los seres que piensan han estado devanándose los sesos por encontrar y formular una prueba de la existencia de Dios.  

Para la gran masa humana, desde luego, esto es y siempre ha sido, simple. Un famoso predicador cita con cálida aprobación lo dicho por un árabe del desierto cuando un escéptico le preguntó cómo sabía que Alá existía. "¿Cómo yo sé que por aquí ha pasado un camello?" preguntó como respuesta señalando las huellas de pisadas en la arena.  

Extraño, ¿no es así?, que eso sea tan claro para el árabe y para el campesino y para el predicador, y tan profundo y difícil problema para un pensador. Extraño que en la misma proporción en que el ojo de la mente se adiestra con la educación, las pisadas en la arena parecen irse borrando. Platón, el gran pensador Griego, dio al mundo hace dos mil trescientos años lo que se consideraba las pruebas más brillantes de la existencia de Dios. Apenas queda quien vea ningún valor en ellas hoy. Aristóteles, un pensador mayor aún de la misma época, dio otras y totalmente diferentes pruebas. Es difícil encontrar quien las acepte hoy. San Agustín trató después, y sus razonamientos son igualmente anticuados. Desde aquellos días hasta los nuestros, los hombres han estado inventando nuevos razonamientos, los cuales consideraremos, y no hay acuerdo sobre ninguno de ellos. La mayoría de nuestros mejores pensadores, nuestros filósofos, no cree en la existencia de un dios personal. Ni uno de ellos concede fuerza alguna a las pruebas populares de Dios.  

Yo sólo pido a usted que reconozca que el asunto no es tan simple como creía: que el incrédulo no es exactamente el "tonto" descrito por el salmista hebreo. Es un problema enorme. Uno no podría si-quiera comprender las razones por las cuales los pensadores religiosos de hoy creen en Dios, a menos que uno aprenda la más difícil de todas las ciencias: la filosofía. Le llevaría años a usted comprender lo que llaman "la postura de Dios en el pensamiento moderno". Y Dios guarda silencio.  

Pero bien, estos capítulos no están escritos para filósofos. Una simple explicación se dará después acerca de lo que están diciendo los filósofos, pero principalmente quiero examinar las razones por las cuales el lector, o su vecino religioso, creen en Dios. Mil millones todavía creen, y por mayormente las mismas razones, y difícilmente hay un pensador educado en el mundo que conceda a esos razonamientos ninguna fuerza lógica. Y Dios guarda silencio.  

¿Quién hizo el mundo?  

En mis muchos viajes jamás impongo a los demás mis opiniones sobre religión. Las escribo o las explico en conferencias a los que quieran leerlas o escucharlas. No molesto a los demás. Pero, conociendo mis opiniones, la gente me habla de Dios, y quieren comprender por qué no puedo admitir que exista. Así, pues, me dicen por qué creen en él, y el argumento más comúnmente adopta la forma de la pregunta que he usado como título de esta sección: ¿Quién hizo el mundo si no hay dios? (El traductor se toma el atrevimiento de recordar al lector que la acepción principal de la palabra "mundo" es, como la usa McCabe: "Conjunto de todo cuanto existe. Sinónimo: universo", y no nuestro insignificante planeta sólo, que es la segunda acepción de la palabra).  

El lector puede haber tenido experiencia distinta, aunque difícil es que sea más amplia ni más variada. Hombres y mujeres, mozos y señoritas, predicadores y abogados y hombres de negocios, me han presentado su creencia en esa forma, y con evidente muestra de triunfo. Tan claro como la lección de las huellas del camello. Y sabiendo (o creyendo) que soy persona de mediana inteligencia, han mostrado curiosidad en saber lo que yo respondería.  

Y la respuesta, que no es ninguna respuesta, porque la pregunta es tonta, es mortífera. Ustedes preguntan, ¿Quién hizo el mundo? ¿Por qué no "qué hizo el mundo?  En realidad, ya consideraremos más tarde el argumento de que el hacedor del mundo tuvo que ser personal o inteligente, dejemos aclarado un punto ahora mismo. Lo hacemos con otra pregunta: Les ruego, por favor, me digan ¿Cómo saben que el mundo fue jamás hecho?  

No me digan que es lógico. Nuestros más elevados representantes de la lógica son hoy nuestros filósofos y científicos, y no creo que hay uno solo vivo que crea que el mundo "fue hecho". Pueden estar equivocados, desde luego, pero ¿No es más probable que haya algo errado en la base de su simple demostración?  

Analicémosla. Al hacer esa pregunta, ustedes asumen que el mundo fue hecho. No hay necesidad de definir exactamente lo que queremos decir con "el mundo" y con "hecho". Queremos decir el universo o (si hay muchos universos, como creen algunos astrónomos) todos los universos. Con "hecho" ustedes quieren decir "creado". Ustedes dan por sentado que hubo un tiempo en que el universo no existía, y que a una palabra de Dios saltó a la existencia. Y ahí es precisamente donde ustedes se desvían. No hay prueba ninguna de que el mundo tuvo un comienzo.  

Ustedes probablemente reconocerán al momento que no tenían ninguna razón definida para asumir que el mundo había tenido un comienzo. Todo el mundo lo piensa así simplemente porque se ha enseñado desde tiempo inmemorial que el Génesis así lo dice, en su primera línea. Veremos después lo que eso significa y qué valor tiene. Pero usted no puede citar "la palabra de Dios" hasta que demuestre que hay un dios. Y aparte del Génesis, no hay base para decir que el mundo tuvo jamás un principio, así que no tiene sentido preguntar quién lo hizo.  

¿Quiere Ud. decir, ustedes dirán, que el mundo es eterno? No. Quiero decir que puede ser que sea, a juzgar por todo lo que yo o cualquiera sabemos. Es la persona que dice que fue hecho, que tuvo un principio, la que tiene que probar su afirmación. 

Hasta que se me dé prueba de alguna clase de que el mundo fue hecho, es inútil, naturalmente, pedirme que haga conjeturas sobre quién lo hizo. ¡Ahí va!: puede ser que haya estado aquí siempre. Yo pienso que sí.  

De hecho, prácticamente todos los pensadores, científicos y filósofos, actualmente consideran el mundo eterno. Los filósofos (y muchas otras personas) así lo consideran porque la idea de la creación de algo de la nada es incomprensible para ellos, y después de todo no hay más que la palabra de algún desconocido escritor hebreo de hace dos mil quinientos años en favor de esa idea de la creación.  

Los científicos consideran el mundo eterno, en parte por esa misma razón, y en parte por lo que la astronomía moderna nos dice. Estoy escribiendo esto durante la puesta del sol en la cubierta de un gran vapor en el Golfo de México. Pronto las estrellas brillarán desde el cielo tropical de azul púrpura como nunca brillan sobre tierra. Una vista aguda puede detectar sus diferencias de color: rojas, amarillas, blancas y azules. Son de distintas temperaturas, desde el rojo mate hasta el azul acerado, de 3,000º hasta alrededor de 30,000º C. El instrumento más maravilloso que tenemos, el espectroscopio, confirma esto.  

Y diferentes temperaturas significan diferentes edades. La edad de una estrella es su temperatura. Empieza (como todos los metales) de rojo apagado, pasa por el amarillo y el blanco hasta un brillante azul blanquecino, después se sumerge al blanco, al amarillo, hasta el rojo. Podemos decir cuál de las estrellas rojas está aumentando de temperatura y comenzando su carrera, y cuáles están en su última fase. Otro maravilloso instrumento, inventado en los Estados Unidos, nos dice eso. Las mide. Al principio las estrellas son de inmenso tamaño. Pronto estaré contemplando una de las estrellas meridionales, Antares, el corazón de rojo sangre de Escorpión, que sabemos que tiene cuatrocientos millones de millas de diámetro. Nuestro sol tiene menos de un millón. Antares está empezando a contraerse. Nuestro sol está en avanzado estado de contracción. Está muriendo lentamente.  

En pocas palabras, las estrellas difieren en edad tanto como los seres humanos en una calle urbana congestionada de público. La única diferencia es que las estrellas bebés son gigantes y las estrellas murientes son enanas, y que la vida de una estrella dura miles de millones de años. Así que millones de estrellas seguirán brillando mucho después de que nuestro sol haya muerto. Millones brillaban ya antes de que nuestro sol naciese. Y vemos, por todo el universo, el neblinoso material de que se formarán nuevas estrellas cuando todos nuestros dos mil millones de estrellas se hayan hundido en la obscuridad. El universo parece ser como una nación. Una generación sigue a la otra. No tenemos razón para creer en un comienzo ni en un fin. Lo contrario, más bien.  

Naturalmente, no decimos dogmáticamente que el universo no ha tenido comienzo. Por mi parte, por lo menos, yo nunca diré positivamente que el mundo es eterno. No sé lo suficiente, después de cincuenta años de estudio, para ser tan dogmático como los jóvenes predicadores. Pero sí sabemos una cosa. Las estrellas difieren en edad unas de otras por miles de millones de años. La vieja idea de un vacío durante una eternidad, y de que entonces, por algún motivo desconocido, Dios habló y el universo saltó a la escena, es con seguridad errónea. Si fuera cierta, todas las estrellas tendrían la misma edad.  

Los que quieren "reconciliar" la ciencia y la religión ahora, dicen que Dios solamente creó el material del universo y le permitió, le dio la facultad, de desenvolverse. Esto no ayuda en absoluto. No tenemos motivo ninguno para creer que la materia del universo tuvo jamás un comienzo. Por tanto, no tenemos motivo para abrigar la idea de que fue creada. Usted puede elegir creerlo así, pero estará creyendo y afirmando algo de lo cual no hay ni pizca de prueba.  

Aquí y allá en la anticuada literatura religiosa verá algún curioso intento de probar que el mundo realmente tuvo un principio. Esa prueba sigue más o menos este curso: Si el mundo es eterno, entonces el número de días, o de unidades de tiempo, que han transcurrido ya, debe ser infinito. Pero el número crece cada día, así que no puede ser infinito. Por tanto, el tiempo es finito. Lo mismo en gran parte dicen del espacio. Si el universo es infinito, el número de millas en cualquier dirección desde nuestra tierra debe ser infinito. Pero hay las mismas millas en dirección contraria, así que...  

No sé si el lector espera un análisis paciente de esta clase de palabrería. Los escritores que alegan estas cosas están solamente jugando con ideas. En la naturaleza no hay "días" ni "millas". No hay tal cosa como una serie infinita con una frontera limítrofe. El razonamiento completo es absurdo.  

Y lo mismo mayormente se puede decir de una serie de razonamientos en favor de un hacedor del universo, que, como los anteriores, son usados principalmente en la literatura católica romana. Hay causas y efectos en el universo, dice el razonamiento, y por lo tanto tiene que haber una Primera Causa. Hay movimientos en el universo, así que tiene que haber un Movedor Primordial, algo que últimamente lo mueve todo, pero que es él mismo inmóvil. Hay cosas en el universo que existen por casualidad o por azar, pero en la base de todo debe haber algo que existe por necesidad.  

Los católicos romanos están peculiarmente orgullosos de estos razonamientos. Se imaginan que son depositarios de un gran tesoro de conocimientos de la Edad Media católica, y que los Protestantes han renunciado a estas maravillosas demostraciones al cortar sus lazos con Roma. La verdad es que tales argumentos fueron todos desacreditados hace más de cien años. No eran más que palabras y frases hilvanadas. Hoy "solamente acumulan polvo en nuestras bibliotecas", como dijo de ellas el gran pensador americano profesor William James.  

Tome el supuesto razonamiento sobre una Primera Causa. La idea de causa y efecto no se toma en serio en la ciencia y la filosofía modernas, pero tomémosla como expresión aproximada de lo que observamos en la naturaleza. El calor causa evaporación, la electricidad en las nubes causa rayos y truenos, y así sucesivamente. Y, desde luego, uno debe llegar finalmente a una, o varias, causas fundamentales. No hay motivo para decir que debe haber una Primera Causa primordial. No hay motivo para conferirle o conferirles letras mayúsculas.  

Estos razonamientos "tan secos como el polvo" están desacreditados en el pensamiento moderno, y no vamos a perder más tiempo con ellos. Los menciono más bien como ilustraciones de mi punto de vista de que la mayoría de la gente cree en Dios por razones que otros creyentes en Dios desechan desdeñosamente como meras falacias. Están de acuerdo solamente en decir que la existencia de Dios es cierta y que el ateo es un tonto. Después de eso, cada uno afirma sin titubeos que las pruebas de los otros creyentes carecen de todo valor.  

Pero hay otro tipo de fanático creyente que piensa que su prueba está de perfecto acuerdo con la ciencia, está, realmente, basada en la ciencia. Me traen esto con la mayor seguridad, y expresan patética sorpresa ante el escepticismo imperante entre los científicos. Hay "leyes de la naturaleza", dicen. Cada página de cualquier obra científica habla de ellas. Pues bien, entonces debe haber un legislador. Una gran mente estampó esas leyes en el universo material y así lo puso en evolución.  

Es un buen ejemplo de la extrema debilidad de todos los razonamientos populares en favor de la existencia de Dios, de la forma en que la literatura religiosa siempre permanece rezagada una generación o dos detrás de la ciencia y la filosofía, y así los creyentes son honradamente incapaces de comprender el agnosticismo de los pensadores modernos. El católico, con su Primera Causa y su Primer Movedor y Ser Necesario, sigue atascado en la atmósfera de la Edad Media. El Protestante, con sus "leyes de la naturaleza", está simplemente aferrado a falacias de principios del siglo diecinueve.  

Las leyes de la naturaleza, como usamos la frase en la ciencia, no tienen el menor parecido con las leyes humanas, y no tienen relación alguna con un "legislador" o con una mente. Decimos, por ejemplo, que existe una ley de gravitación. Pero no queremos decir que hay un código de comportamiento redactado con antelación, el cual las cosas deben obedecer. Queremos decir simplemente que las cosas se comportan con regularidad en determinadas maneras. La "ley," como la llamamos, es simplemente una descripción de su "comportamiento".  

¡Qué simplicidad, dirá algún elocuente predicador o escritor apologista! Pido otra vez que reflexionen sobre lo extraño que es que estos hombres puedan ser tan profundos, mientras que nuestros grandes científicos, que pasan toda la vida estudiando las "leyes de la naturaleza", en raros casos creen en este supremo legislador. Seguro que usted a veces sospechará que hay algo errado en esta absoluta seguridad del predicador y del escritor religioso.  

Lo hay, y es muy simple. Nunca saben lo suficiente de ciencia para comprender del todo los asuntos de que hablan. Una piedra, digamos, siempre cae a tierra a menos que algo se lo impida. ¿Por qué es así a menos que se le haya impuesto una ley? La naturaleza obra uniformemente, con constancia. Pero si la naturaleza es ciega e inconsciente, ¿no deberíamos esperar que las cosas actúen erráticamente, no uniformemente?  

No en lo más mínimo. Eso es una pobrísima falacia. La actuación constante es exactamente lo que debemos esperar de cosas ciegas y mecánicas. Una bola rodará en línea recta a menos que algo interfiera. Es la mente, o cerebro, lo que podríamos esperar que actúen de otra forma. Si las cosas no actuasen uniformemente sí darían prueba de una mente en la naturaleza; es precisamente todo lo contrario cuando encontramos las cosas actuando uniformemente.  

No, por esa ruta la mente humana nunca alcanzará a Dios. Realmente, muchos teólogos eruditos abandonan ahora la idea de una creación, o de primeras causas, y primeros movedores, y legislación. Buscan en el orden, la belleza, el diseño de la naturaleza, la prueba de la existencia de una inteligencia superior. Veamos lo que hay en eso.  

¿Excluye a Dios la evolución?  

Aquí llegamos inmediatamente a la gran pregunta que agita al mundo religioso en EU.: ¿Socava o destruye la evolución la creencia en Dios?  

Considerémosla con mucha paciencia y franqueza. Ciertos científicos en Estados Unidos andan proclamando en voz alta que la evolución es totalmente compatible con la religión. Es del todo inútil tratar de resolver la cuestión de esa manera. El profesor Osborn y el profesor Millikan tienen absoluto derecho a decir a todo a quien le interese - no me interesa a mí, porque sé que ellos nunca estudiaron filosofía ni religión - que ellos creen en las dos cosas, la evolución y la religión. Pero ellos no tienen ningún derecho a decir esto en nombre de la ciencia; porque la gran mayoría de los hombres de ciencia y evolucionistas no creen en Dios.  

Una palabra acerca de este "conflicto entre la religión y la ciencia". La ciencia, como tal, nunca se ocupa de religión. Ninguna rama de la ciencia trata de Dios, ni del alma, ni de Cristo. Y no obstante, hay un conflicto mortal, porque la ciencia nos dice gran número de verdades que, en la opinión de la mayoría de las personas extensamente educadas, son incompatibles con la creencia en Dios y en el alma. Permítanme añadir otra vez que es una tontería proponer por ese motivo que se excluyan la evolución y la ciencia de las escuelas. Los hechos de la historia - en breve, todos los hechos que conocemos actualmente acerca de la naturaleza y el ser humano - son igualmente incompatibles con la religión.  

Para poder comprender ese tropiezo, veamos su historia. El Ateísmo comenzó hace mucho tiempo, en la antigua Grecia, y pensadores religiosos como Sócrates elaboraron el razonamiento de que el orden y la belleza, lo intencional del planeamiento de la naturaleza, demostraban la existencia de un dios. La controversia se suspendió al entrar Europa en la Edad del Obscurantismo, pero después del Renacimiento, los hombres empezaron a pensar otra vez y el viejo debate volvió a suscitarse.  

El escepticismo moderno empezó con un grupo de hombres que llamamos "Deístas".  Rechazaban la religión cristiana, pero creían en Dios, y recurrieron otra vez a las viejas pruebas de la existencia de Dios, y las desarrollaron. El ateísmo estaba surgiendo otra vez. Para hacer corta la historia, a mediados del siglo diecinueve existía toda una biblioteca de libros que probaban que el orden de los cuerpos celestes, la belleza de la naturaleza, y los recursos extraordinarios por los cuales los animales y las plantas se sustentaban, señalaba triunfalmente a la existencia de una inteligencia suprema y diseñadora. La ciencia parecía estar repleta de evidencias a favor de Dios.  

Entonces vino Charles Darwin. ¡Cuán enorme huracán causó ese tímido hombrecillo en el mundo religioso! Sin embargo, Darwin nunca atacó la religión. En verdad, si no hubiese sido un hombre tan grandioso y bueno, me atrevería a decir que más bien fue cobarde en ese aspecto. Creía sinceramente en Dios en la época en que escribió "El origen de las especies", y aunque algunos años después llegó a rechazar esa creencia, era difícil hacerle hablar sobre ese asunto. Era un hombre delicado y retraído, y mostró cierta confusión cuando vio al profesor Huxley y mi igualmente noble si no igualmente dotado amigo el profesor Haeckel proceder a demostrar que la evolución había puesto fin a Dios y al alma.  

Hubo evolucionistas antes que Darwin, y la teoría particular de Darwin sobre la forma en que la evolución obraba no está aceptada generalmente hoy; aunque no es honrado representar este hecho como una duda del hecho de la evolución misma. Pero el nombre de Darwin está asociado para siempre, y merecidamente, con la evolución, porque él la situó sobre bases muy sólidas de hechos, y llamó la atención del mundo hacia ella.  

Y se hizo aparente al instante que tenía mucho que ver con la religión. Como he dicho, la literatura religiosa de la primera mitad del siglo diecinueve abundaba en pruebas de la existencia de Dios extraídas de los notables instintos y estructuras de los animales, así como de las maravillosas adaptaciones de las plantas a su medio ambiente. ¡Vean cuán maravillosamente los peces de aguas profundas están adaptados para vivir en el fondo del mar, los arbustos del desierto a la escasez de agua en su medio, las flores alpinas al frío de las montañas, los mamíferos a las bajas temperaturas del norte, los reptiles al calor de los trópicos! Y así sucesivamente. Cada órgano de cada organismo era una prueba elocuente de un divino artífice, como las piezas de un reloj lo son de la del relojero.  

Se abrió un mundo enteramente nuevo, temblaron los teólogos, cuando los evolucionistas empezaron a mostrar que todas esas cosas habían evolucionado gradualmente durante decenas de millones de años. Si todas esas estructuras hubiesen venido a la existencia "de golpe", ciertamente tendríamos que aceptar un creador. Pero si se habían desarrollado gradualmente, una forma cruda llevando a otra, la situación completa cambiaba. La inconsciente naturaleza puede lograr en un millón de años, por medio de muchas pruebas y errores, lo que no podría lograr en un año. Además, varias teorías sobre la manera en que esa evolución pudo haberse efectuado naturalmente, sin diseño anterior y sin guía sobrenatural, han sido propuestas por científicos, y, lo mismo si usted  es partidario de Darwin, que de Weismann, o de Mendel (o De Vries, el verdadero guía de los mendelistas), el efecto en cuanto a la abolición del diseño es el mismo. Los tres - Darwin, Weismanmn y De Vries - eran agnósticos.  

Así es cómo la evolución va socavando la religión. El razonamiento religioso de un diseño en la naturaleza se basa en que no hay otra explicación posible de los órganos e instintos de los animales si se exceptúa un plan divino trazado por adelantado. Ninguna defensa del origen sobrenatural de cosa alguna es válida mientras exista una explicación  natural plausible de su origen. Inclusive si no vemos la explicación hoy, quizás la veremos mañana.  

Empezó entonces a hacerse terriblemente difícil encontrar prueba alguna de la existencia de Dios. Además, el razonamiento del supuesto orden y belleza del universo se vio igualmente socavado. Ese "orden" se había observado principalmente en los movimientos de los cuerpos celestes. Hoy sabemos no solamente que hay tremendo desorden en los cielos, grandes catástrofes y conflagraciones ocurren frecuentemente, sino que la evolución nos ofrece una explicación perfectamente natural del orden que hay, sea cual sea. Ningún astrónomo distinguido ve ahora "el dedo de Dios" en los cielos; y los astrónomos son los que deben saber.  

En cuanto a belleza -la belleza de flores y aves, de conchas y escenario, la evolución la explica exacta-mente como explica los instintos y los órganos. Ha evolucionado. El razonamiento siempre ha sido unilateral, porque hay tanta fealdad como belleza en la naturaleza, tanta brutalidad y bestialidad como ayuda mutua. Esto lo veremos más tarde. Ambos se comprenden ahora, sin embargo. La naturaleza nada sabe de orden ni de belleza, de desorden ni de fealdad. Evoluciona sin plan. El hombre desarrolla un sentido de la belleza, probablemente como parte de su vida sexual, y encuentra atractivas la rosa o la orquídea. Podemos trazar su evolución, y sería ahora absurdo decir que las flores evolucionaron para agradar al hombre unos cuantos millones de años más tarde.  

Así el razonamiento completo del diseño, el mayor triunfo de los teólogos, cayó despedazado. Natural-mente, se han hecho esfuerzos por reconstruirlo, pero todos contienen la misma falacia. Todos escogen algo que la ciencia "no puede explicar" (los escritores a su vez nunca han sabido lo suficiente de ciencia para saber si se puede explicar o no) y entonces traen a Dios para explicarlo en la forma usual.  

Lord Balfour, que es un estadista sagaz, pero mero novato en la ciencia, repite el viejo argumento con poca variación. Lord Kelvin, que fue un físico muy distinguido, pero nada sabía de biología, se vio desairado inmediatamente por los biólogos de Inglaterra cuando trató de encontrar un razonamiento en favor de Dios en su ciencia. Sir Oliver Lodge, que también es un físico y nada sabe de biología, es ignorado por ellos con desprecio cuando trata de hacer la misma cosa. El argumento de un Diseñador está tan muerto como el de una Primera Causa, un Primer Movedor, un Creador, o un Legislador de las leyes de la naturaleza.  

Se dice a veces, especialmente por Sir Oliver Lodge, que el razonamiento puede cambiarse totalmente y restaurarse a su plena fortaleza admitiendo que las causas naturales han producido todo, pero que Dios guió a esos agentes naturales. Uno puede, por ejemplo, trazar en la ciencia toda la serie de actos, desde la primitiva nebulosa en adelante, que eventualmente produjeron la abeja con todos sus maravillosos "instintos", Pero, dice Sir Oliver Lodge, uno no podría ver la guía de esos agentes naturales por una fuerza sobrenatural.  

Sí, muy naturalmente. Lo que Sir Oliver Lodge olvida es que tiene que probar que hay tal guía.  Lo puede hacer solamente demostrando que ese guía era necesario: que los agentes naturales de la evolución no hubiesen producido la abeja, como la conocemos, a no ser guiados. Repetidas veces lo he desafiado a probar eso, y nunca lo ha hecho. No se puede hacer.  

Por añadidura, esa idea de un "guía" de las fuerzas de la naturaleza, que es muy popular entre algunos, presenta una serie de dificultades al momento al que la examine de cerca. ¿Cómo puede uno guiar una bola de billar sin empujarla? ¿Puede una mente comunicar su diseño a la materia, y podría la materia llevar a cabo tal diseño si se lo comunicasen? ¿Saben los átomos que hay en una habitación que están elaborando un diseño? ¿En qué sentido terrenal se puede concebir que estos átomos están "guiados"?  

Es una nueva verborrea. Esa gente goza representando a los agnósticos y a los científicos como "superficiales" y a sí mismos como "profundos". Pero reflexione por diez minutos sobre esta idea de la guía de las fuerzas y los elementos de la naturaleza. Trate de resolverlo. Pronto verá qué lado es el superficial.  

Y esto se aplica en toda su fuerza a lo que llaman "evolución creadora", la teoría del profesor Bergson, George Bernard Shaw y unos pocos otros. Uno casi debiera pedir perdón por traer a Mr. Shaw a un trabajo serio, y el profesor Bergson ni tiene ni ha tenido nunca el apoyo del mundo de la filosofía. La teoría de ellos es que aunque no existe un dios personal, hay una especie de Fuerza Vital que obra a través de la materia y encuentra expresión en los millares de animales y plantas y el ser humano. 

Esto es peor que nunca. Se podría vagamente concebir un dios personal que lleva a cabo un plan que no podemos comprender, por medio de la materia. Pero cuando me hablan del Principio Vital mismo como algo impersonal, una especie de dios con cabeza atontada o peor, y consideran que esa cosa vaga está trabajando en cooperación con átomos inconscientes para producir la cola de un pavo real, o una palma, uno se siente como Alicia en el País de las Maravillas.  

A veces los teístas se imaginan que pueden librarse de dificultades sacrificando la "personalidad" de Dios. "No creo en un dios personal, pero debe haber una mente cósmica," me dice un abogado. Otro le llama un Poder Cósmico; otro, la Energía del Universo, y así sucesivamente.  

Bueno, en mi opinión un dios impersonal no vale lo que un grano de incienso o una mancha de tinta. Pero de hecho, muchas de esas personas no saben lo que significa "personalidad". Significa mente o conciencia de uno mismo. Y en cuanto a los que prefieren hablar de una gran energía, o fuerza, o poder, son también ignorantes del significado de las palabras que usan. En la ciencia, de donde sacan esas palabras, fuerza, poder y energía son abstracciones mentales, no realidades.  

En resumen, no hay aspecto alguno de la naturaleza que sugiera siquiera la existencia de Dios. Hay mucho en la naturaleza, como veremos, que sugiere que no hay dios, ninguna clase de dios. Pero antes de pasar a considerar este punto, veamos al hombre mismo y si esta más elevada forma de existencia (que conozcamos positivamente) muestra algunas características que eleven la mente a Dios.  

La voz de la conciencia 

Todo lo que hemos vista hasta ahora es que en el universo no hay evidencia alguna de la existencia de ningún dios o de cualquier poder, o ser, o mente tras ese concepto.  

Uno a uno los viejos razonamientos han sido desacreditados. Había los más tempranos argumentos filosóficos, las pruebas de una Primera Causa y un Movedor Primordial, y así sucesivamente. La moderna filosofía los rechaza enteramente, y son los filósofos los que mejor conocen su valor. Entonces había el orden del firmamento, y la astronomía moderna ha puesto fin a ese razonamiento. La idea de que la belleza como la que hay en la naturaleza atestiguaba por un dios ha sido igualmente desacreditada por la evolución. El razonamiento de un diseño ha sido derruido de la misma forma.  

La ciencia nos presenta una interpretación natural de la naturaleza. En su estado actual está muy lejos de explicarlo todo, sin duda, pero tomar un punto en la naturaleza que por el momento aparece obscuro, y decir que ahí debe estar la mano de Dios, es un pobre engaño. Es muy obvio que nuestra ignorancia de las causas naturales puede ser, y probablemente es, en vista de la historia de la ciencia, solamente temporal.  

Unos momentos de reflexión mostrarán a usted la falacia de estos argumentos, y explicarán por qué los que buscan a Dios han sido echados de un departamento de la naturaleza a otro. Para que tal inferencia sea válida, debe usted probar, no solamente que la ciencia no puede explicar hoy esto o aquello en la naturaleza, sino que nunca encontrará una explicación natural del fenómeno, porque tal explicación es imposible. ¿Quién osará decir eso?  

No. El creyente ordinario en Dios debe darse cuenta, por su propio interés, de que los predicadores y escritores populares lo están engañando: no intencionalmente, sino debido a lo limitado de su educación. Utilizan argumentos ha tiempo desacreditados. Hablan de filosofía que ningún filósofo aceptaría, y de ciencia que ningún científico reconoce. Si usted toma millones de creyentes en Dios, por lo menos nueve de cada diez de ellos creen por razones que los pensadores educados consideran totalmente ilógicas, y es simplemente de tontos imaginarse que el hombre de negocios, o el predicador popular, o el político, pueden juzgar el valor de tales argumentos mejor que el pensador educado.  

Entre los escritores religiosos de tipo más elevado, y entre el clero mejor educado, esto es algo que se reconoce con tristeza. Ellos ya no usan los viejos razonamientos que parecen tan convincentes de labios del predicador popular, que usted llega a creer que el ateo debe ser un tonto o un pícaro. Ellos no alardean de que pueden demostrar la existencia de Dios. Admiten que es un problema delicado y difícil. La gloria de Dios que antes suponían que llenaba el universo, se considera ahora como algo puramente espiritual que no se refleja del universo material.  

¿Ha discutido usted alguna vez con un amigo si la pálida y delicada línea visible en el lejano horizonte era realmente una cadena de colinas o una nube? ¿Ha visto usted alguna vez la aurora boreal temblando tan tenuemente en el cielo nocturno, que usted no estaba seguro en su propio interior de si la luz estaba allí o no? Para los más honrados y eruditos creyentes en Dios ésa es ahora la verdadera situación de la luz que otrora se pensaba que inundaba el universo y convencía a todo ser humano.  

Por ello, se prueban nuevos modos, nuevos caminos. Algunos, como he dicho, hablan solamente de un poder impersonal; pero eso no ayuda. Algunos dicen que el poder de Dios tiene su límite, y ya veremos después que esto tampoco ayuda. Algunos dicen que Dios es "inmanente" en el universo, no "trascendente" a él o fuera de él; pero ninguna Iglesia ha dicho cosa distinta jamás, así que esto es solamente una nueva palabra que estos Modernistas han acuñado.  

Es inútil apelar al universo en forma alguna. Es carente de Dios. Es una gran realidad que se desenvuelve lentamente a través de las edades, con largos períodos portentosos de choques ciegos y de ferocidad coronados por relativamente pocos años de civilización. Nadie, desde Job en adelante, ha podido reconciliar realmente sus características con Dios.  

Nuevas escuelas de teólogos abandonan la naturaleza y se tornan al hombre: o abandonan la naturaleza en general y se concentran en su más elevado producto y representante, el ser humano. Si no podemos encontrar ahí el dedo de Dios, ¿Dónde buscaremos? Puede ser que haya, yo creo que probablemente hay, seres más elevados que el hombre en otros planetas y en otras partes del universo. A la vida en este globo probablemente le quedan unos doscientos millones de años por transcurrir. Otras estrellas son más viejas que la nuestra, y puede ser que tengan planetas en los cuales la historia de la vida lleva millones de adelanto a la nuestra.  

Pero lo más elevado que realmente conocemos en el universo es el ser humano, y en su naturaleza debiéramos encontrar algo más sugestivo de una acción divina que en estrellas y flores. Es además un ser tan frágil, tiemblan tanto sus nervios con el dolor, que podría esperarse que un poder benévolo o misericordioso pusiese especial interés en él. La estrella no siente cuando entra en una nebulosa, o cuando se acerca otra estrella y sus entrañas son desgarradas y expulsadas muchas ligas por el espacio. La rosa no derrama lágrimas cuando se marchita. Hasta el animal tiene solamente un grado muy embotado de dolor consciente. Pero el hombre...  

Estoy dejando para especial consideración las razones en la naturaleza y el humano por las cuales no creer en Dios. No se queje si dedico una sola sección a las refutaciones y cinco al relato de lo que se considera como pruebas. Pero ahora es necesario anticipar un poco.  

Es precisamente en el caso del ser humano, en que deberíamos encontrar la acción divina, donde tenemos las menores huellas de ella. La historia del hombre se escribe ahora sin la menor necesidad de acción sobrenatural. Todo lo que se ha conseguido, lo ha conseguido el ser humano. La prehistoria del hombre, los millones de años de salvajismo primitivo, es todavía más brutalmente carente de dioses. El mundo humano de hoy, que conocemos tan bien, en ninguna parte sugiere un "dedo de Dios".  

Esperemos un poco. Tomemos primero lo mejor que hay en el hombre. Es en sus emociones morales, en su conciencia, donde los teólogos generalmente pretenden encontrar evidencia de la existencia de Dios. Dígase lo que pueda decirse sobre las emociones morales de los animales, y algunos escritores han detectado crudos comienzos de un código moral entre los animales superiores, el hombre sobresale del resto de la vida del planeta como el ser con conciencia. Él percibe una ley moral, y la ley moral denota un legislador. Las leyes naturales puede que sean meras descripciones. La ley moral es un código establecido de antemano para ser obedecido por los humanos.  

La ley moral existe, y denota un legislador. Admitimos eso. Hay escritores modernos - novelistas, dramaturgos, Nietzschenistas, etc. - que al parecer la ponen en duda, pero uno encuentra que generalmente para ellos sólo alguna parte del código moral aceptado es controversial. Digamos que la raza humana reconoce una ley de justicia, de honor, de veracidad, honestidad, temperancia y bondad.  

Usted dice que Dios impuso esta ley, y que en la voz de la conciencia tenemos el eco tenue de Su trueno. Yo digo que el legislador fue la humanidad, y que la conciencia del individuo es el resultado. Si los hechos de la vida moral están de acuerdo con mi teoría, no hay lugar para la de usted. Toda explicación sobrenatural es superflua cuando una explicación natural es posible. ¿Por qué? Por esta simple razón: si una cosa que actualmente existe es suficiente para explicar un fenómeno, usted no tiene la menor garantía de la existencia de otra cosa, por otra parte desconocida, a la cual usted pudiera recurrir para explicarlo. Será más poético considerar el trueno como la voz de Dios, pero puesto que la electricidad lo explica completamente, uno abandona la idea de un dios en el cielo o en la cumbre de la montaña.  

Todo aspecto de la vida moral está de acuerdo con la teoría de que la ley moral es un código de comportamiento impuesto al individuo por la comunidad. La naturaleza de la ley, sus cláusulas y preceptos, lo indican. La justicia, la honestidad, la veracidad, son leyes sociales, obviamente. La vida social mejora en la medida en que ellas se observan, y empeora en la medida en que se ignoran. Nada puede ser más claro que el hecho de que nueve décimos de la ley moral representan reglas de conducta social.  

La evolución de la moralidad plenamente lo confirma. Los pueblos menos desarrollados de la familia humana carecen de ideas morales, como se puede ver, y examinando las diversas tribus de salvajes y bárbaros en sucesión, desde el inferior hacia adelante, vemos la ley moral tomando forma en armonía con las necesidades de la creciente vida social de la tribu o la nación. Los credos religiosos pervierten el código. Las circunstancias y necesidades locales le dan forma distinta en diferentes lugares. Pero el desarrollo general es claro. El hombre gradualmente formula su ley moral o social. Entonces el sacerdote se hace cargo y atribuye la ley a un divino legislador.  

Sería extraño que nueve décimos del código moral fuese puramente humano y el otro décimo sobrenatural, y sin embargo eso es, supongo, lo que el razonamiento insinúa. Las personas ciertamente no necesitan un dios que les enseñe que la justicia y la honradez son leyes o ideales. Y la diferente importancia que se da a diferentes cláusulas de la ley es igualmente humana. Mentir, por ejemplo, es (cuando no se ocasiona gran daño) considerado una ofensa menor. Embriagarse de vez en cuando no es asunto serio. Hacerlo habitualmente y arruinar a la familia es un delito. El asesinato es el mayor de los crímenes. Todo es perfectamente humano. Ley social.  

La sola dificultad estriba en la moralidad sexual, y precisamente en este respecto no hay una conciencia universal e invariable. Esto es claramente muy significativo.  

Un caballero mexicano educado me dijo hace pocas semanas que hay regiones de su país donde el hombre que hospeda a otro en su casa le ofrece la compañía de su esposa por la noche, y se ofende si se la rechaza. Eso era una virtud de hospitalidad en la antigua Escocia y en otras partes. La poligamia es totalmente moral en Turquía, y totalmente inmoral en Estados Unidos, y sin embargo, hasta un moralista cristiano como San Agustín permitía que un hombre tuviese hijos con otra mujer si su esposa era estéril. No hay límites a los caprichos de la conciencia en el terreno sexual. En nuestra época altamente civilizada, los más serios escritores disputan el código aceptado (teóricamente) de virtud.  

Esto está en perfecta armonía con el punto de vista de que la ley moral es ley humana, y es totalmente incompatible con la creencia de que un legislador autocrático formuló la ley. Vivimos en una era de transición. El código cristiano de conducta contiene cosas que eran de origen puramente eclesiástico. Estamos ahora tratando de separar lo que es verdadera ley moral y social de entre esas ideas sectarias. Y la norma de la mayoría es una norma social. ¿Daña el acto al prójimo?  La Regla de Oro es el principio moral culminante. Obre con los demás como usted quiere que los demás obren con usted. Nada puede ser más claramente social.  

El instinto religioso 

Lo que hemos visto en la sección anterior es aplicable a todo intento de crear una creencia en Dios para fines prácticos. Esto fue ilustrado admirablemente por el esfuerzo de H. G. Wells por establecer un nuevo concepto de Dios hace pocos años. Fracasó completamente.  

Wells había llegado a la conclusión de que, aunque el mundo seguramente seguirá siendo democrático en el sentido político, es de esperarse que el progreso provenga de una especie de aristocracia, una unión de los mejores hombres y mujeres de cada país. Imaginó entonces que estas compañías elegidas deberían mejor tener un líder ideal, y concibió tal como "Dios, el rey invisible". No hizo mucho esfuerzo en probar que este rey invisible realmente existía. Era más bien un ideal, personificación de la ley y el deber. Pero nunca he sabido de un solo convertido a la nueva religión, aunque su autor es uno de los escritores más inteligentes e influyentes de Inglaterra. Dios no es deseado por nuestra generación.  

Es igualmente en vano que nuestros filósofos se imaginen que, cuando hayan despedazado las bases de los razonamientos populares en favor de Dios, podrán proporcionar a las mayoría nuevos razonamientos y nuevos conceptos de Dios. Como he dicho, apenas hay pensador de nuestro tiempo que siga creyendo en la deidad personal de las iglesias. Ninguno acepta los razonamientos comunes en favor de Dios. Pero gran número de nuestros filósofos creen en un dios, y algunos de ellos parece que creen que pueden comunicar su creencia a personas que no son filósofos. 

No lo lograrán, de seguro, y por lo tanto no tengo la intención de examinar aquí sus ideas. Están divididos en dos escuelas antagónicas. Una escuela sigue al filósofo alemán Hegel, y cree en un dios muy abstracto e impersonal, sin características reconocibles, que llaman el Absoluto. Se requiere un gran volumen solamente para explicar lo que quieren decir. Para el público general, esa filosofía, como dijo un crítico hace tiempo, hace casi casi la impresión que un elefante haría si lo presentaran a una nación que nunca vio uno antes. La gente no estaría segura de cuál es la cabeza y cuál la cola.  

La otra escuela de filósofos, principalmente un estimable grupo de profesores de la Universidad de Oxford, que están muy alejados del mundo, como los profesores generalmente están, se autodenominan Idealistas Personales. Creen en un dios personal, y encuentran evidencia en su favor en la mente y en los ideales humanos. Este argumento es muy forzado y casi tan difícil de seguir como el precedente. La evolución explica los ideales humanos sin metafísicas de esta clase.  

Entonces hay la muy pequeña escuela que se conoce en Estados Unidos como Pragmatistas y en Inglaterra como Humanistas, que no tiene influencia en ninguno de los dos países. La intención de esta escuela no es probar la existencia de Dios, pero algunos escritores religiosos la consideran favorable a ellos porque no admite la supremacía de la razón humana. Nuestras creencias, dice, no se deben a la razón sola. Toda nuestra naturaleza, hasta nuestras necesidades e intereses, entra en ellas. 

Eso es en gran parte cierto; pero, claramente, las creencias así formadas más probablemente son falsas que ciertas. La teoría no ayuda a ningún hombre que quiere asegurarse de si Dios realmente existe. Lo más que puede hacer es aprobar la creencia en Dios como algo de utilidad. Me conciernen solamente los que la consideran cierta: no tiene utilidad a no ser que sea verídica.  

Nadie puede esperar que en un capítulo tan corto como éste yo haga un relato satisfactorio de estas nuevas filosofías religiosas, pero ofrezco al lector  solamente estas palabras acerca de ellas por dos razones. Primera, muy pocos de estos filósofos aceptan el dios personal de los credos, y está muy mal representarlos como si lo aceptaran. Segundo, ninguno de estos filósofos - o sea, recuerde, nuestros más profundos pensadores - concede valor alguno a los únicos argumentos en pro de la existencia de Dios que circulan entre el público general. El creyente  debe comprender esto claramente. La filosofía está  en contra de Él tanto como lo están la ciencia o la historia.  

Pero en esta sección me atañe solamente el argumento que se supone ser filosófico en su forma, pero usado en literatura popular. Se dice que no importa cuán pocas trazas de Dios hay en el mundo externo, el hombre tiene un sentido o instinto religioso que da fe de Él.  

Era de costumbre presentar este argumento, y todavía se presenta a veces, en la forma de un testimonio unánime de la raza humana de la existencia de Dios. Toda la gente que existe o que ha existido, se dice, cree en Dios.  

Lo que eso probaría, si fuese cierto, no está muy claro. La raza humana completa hasta tiempos modernos ha estado equivocada en cientos de cosas: podría casi decirse que en todo, excepto en cosas que son claramente obvias. Por añadidura, casi toda la especie humana cree en Dios (como he mostrado) por razones infundadas.  

Por último, no es cierto que todos los pueblos creen en Dios. Los pueblos más retrasados no creen. La creencia se desarrolla ante nuestros ojos, y ahora, entre los pueblos más adelantados, está desapareciendo delante de nuestros ojos. Este supuesto "común acuerdo de la especie humana completa" es un mito, y la deducción que de él se saca es ridícula.  

Bueno, dicen los nuevos apologistas, tomemos la creencia en Dios como realmente existe. Está tan extendida, es tan próximamente universal, que debe haber algún instinto o sentido religioso especial en el hombre que le permite percibir la existencia de Dios. Exactamente como una parte del humano percibe el color, otra parte oye sonidos, otra siente calor o frío, debe haber una facultad espiritual para percibir a Dios. Podemos sentir su presencia, no inferirla de la naturaleza; y muchos creyentes dicen que eso es lo que sucede con ellos.  

En vista del colapso de todos los argumentos pro Dios del mundo externo, hay naturalmente una tendencia a concentrarse en este argumento y en desarrollarlo. Parece seguro contra el progreso de la ciencia. Uno sabe más de su propia conciencia, cree usted, que el científico. Si uno siente la presencia de Dios, ¿cómo puede un científico decirle que no la siente?  

Suena muy simple y prometedor, pero no conduce a nada.  

La primera dificultad es que la fuerza de ese "instinto" tiene una notable relación con el grado de cultura de la persona. La creencia es más arraigada donde la educación es más pobre. En la clase media mejor educada, la mayoría de los hombres no experimentan ese sentimiento interior o creencia en Dios. Las mujeres, menos instruidas, tienen más religión; pero la mujer moderna, que está adquiriendo igual educación, se está volviendo tan irreligiosa como el hombre. Y en los círculos de la más elevada cultura, los de la ciencia y la filosofía, la creencia es más débil que en todos.  

Extraño, ¿No es así?, que Dios haya implantado un instinto religioso, un sentido de su presencia, en el pecho humano, que se debilita en la proporción en que su cabeza se ilumina, y que generalmente desaparece donde el conocimiento es mayor. La mayoría de nosotros, cuando éramos jóvenes, teníamos ese "sentido religioso". En la proporción en que crecemos en sabiduría, se desvanece de la existencia. Yo no tengo hoy ni un átomo de ese instinto. ¿Por qué lo tiene usted?  

Dos tercios de los principales científicos e historiadores no creen en Dios. Dos tercios de los más jóvenes pupilos de sus colegios creen. ¿Por qué está el sentido religioso distribuido de esa curiosa manera? Nadie va a sugerir que los ancianos profesores son tan disolutos que tienen el espejo interior de su sentido religioso empañado, y que los jóvenes estudiantes son tan refinados y virtuosos que en ellos ese espejo se conserva inmaculado y brillante.  

No puedo realmente evitar ser un poco sarcástico a veces cuando escribo sobre estos razonamientos de la existencia de Dios. Quizás usted pensará que no entiendo, o que tergiverso el razonamiento. Nada de eso. Sacerdotes educadísimos, entre los cuales tengo muchos amigos, me aseguran que ya no se fían de los argumentos de diseño, y de primeras causas, ni de otros por el estilo. Apelan al sentido interior o instinto religioso. Eso lo puede leer en cualquier obra religiosa suficientemente moderna. Y ese sentimiento religioso - es decir, la creencia en Dios que lo expresa - está ciertamente distribuido de la curiosa manera que he descrito. Cuanto más educados somos, mayor la proporción de incrédulos. Cuanto más el mundo gana sabiduría, menos creencia en Dios hay en él.  

Es claro que este llamado sentido religioso, como la conciencia, es un producto de la educación y del ambiente. Hay cuatro "facultades" o poderes, o sentidos, o instintos, en el hombre, de los cuales uno u otro teólogo ha tratado de deducir la existencia de Dios. Son las facultades siguientes: intelectual, moral, religiosa y estética. Permítanme recalcar de paso que en la psicología moderna no se reconoce la idea de facultades o poderes o instintos especiales. Son solamente formas abstractas de enfocar la mente.  

En cuanto al intelecto, algunos dicen que como el universo es "racional" y puede ser comprendido por la mente, debe haber alguna racionalidad, algún arreglo o disposición por una mente, en el universo mismo. El Obispo Gore repite eso en su reciente libro "Creencia en Dios". El libro, por cierto, no es más que una demostración de la desesperada condición de la creencia en Dios en nuestros tiempos. Gore está tan abrumado por el crecimiento del escepticismo, que declara la creencia "muerta", y no vislumbra posibilidad inmediata de que reviva. Frente a esta obscura situación, como debe a él parecerle, su libro es verdaderamente frívolo. ¡De sus cuatrocientas páginas, solamente unas veinte están dedicadas a algún esfuerzo por probar la existencia de Dios! Yo digo que es frívolo, pero la verdadera razón es suficientemente clara: no hay razonamiento nuevo en favor de Dios, y Gore parece sentir que los viejos razonamientos en la actualidad tienen poca fuerza.  

Él pudo por lo menos haber escogido argumentos más plausibles que ese de la "racionalidad del universo". Sus leyes, como he explicado, son solamente el resumen de su "comportamiento" hecho por el hombre. Sus reglas de conducta son exactamente lo que podemos esperar de una entidad sin mente ni voluntad. Su orden es el resultado de una evolución. Si la mente humana (y cualesquiera otras mentes que pueda haber en otros planetas) se borrasen mañana, en ningún sentido el universo podría describirse como racional.  

En cuanto al sentido estético, o sentido de belleza, del hombre, sobre el cual Lord Balfour erigió un ingenioso y divertido argumento en pro de la existencia de Dios, es una de los más claramente desarrolladas facultades humanas. Es un grado más elevado del sentido obtuso de ornamentación en la mente confusa del tilonorinco (cierta ave australiana). Surgió del nebuloso material de vida o mente, y pasará cuando pasen los últimos pobladores de la tierra. No señala a nada más que a sí mismo.  

Así pasa con el sentido moral, como he mostrado, y con el sentido religioso. Es solamente el colapso general de los argumentos familiares, que sostuvieron la fe en Dios por dos mil años lo que explica estos agotadores esfuerzos por encontrar significados sobrenaturales en cosas naturales.  

Realmente el argumento desde un sentido religioso es todavía más endeble que desde un sentido moral. Todos tenemos un sentido moral, una percepción de las distinciones morales y la obligación, que crece generalmente según uno progresa en conocimientos y refinamiento. Exactamente lo contrario sucede con el supuesto sentido religioso. Decrece con el estudio y generalmente con el refinamiento.  

La verdad es que no hay "sentido" ni "instinto" religioso. La idea de que el hombre es "eternamente religioso", que el niño desarrolla naturalmente un sentimiento de religión, es contraria a la experiencia total de nuestra época. A pesar de los esfuerzos de cientos de miles de ministros de religiones y de organizaciones eclesiásticas, la religión está desapareciendo. Si el conocimiento es luz, como decimos a menudo, uno se inclina a considerar la religión como obscuridad cuando uno nota con qué regularidad el avance de uno significa la desaparición del otro.  

El creyente en Dios debiera comprender fácilmente por qué son tantos los que ahora consideran deshonestos a sacerdotes y escritores religiosos. Ellos constantemente usan argumentos que han estado desacreditados hace largo tiempo y que no se ajustan a los hechos de la vida. Hablan del hombre como "eternamente religioso" cuando están viendo al mundo educado moderno abandonando la religión en escala fenomenal y rehusando aceptar las nuevas religiones o las nuevas versiones religiosas que surgen. El "Modernismo" no atrae al mundo a pesar de toda la habilidad y la energía de sus apóstoles. Las ciudades del mundo han roto con la religión. Las aldeas romperán con ella mañana. El pretendido sentido religioso es un flagrante desafío de los hechos escuetos.  

En cuanto a los niños, en quienes se supone que ese sentido religioso despunta, la declaración puede ponerse a prueba fácilmente. Yo digo, los modernos psicólogos dicen, que lo que llaman sentido religioso es una serie de ideas y emociones implantadas por medio de la educación. Bien, tomemos niños en diferentes circunstancias: sin religión, con poca religión, y con ferviente religión. Los niños desarrollan sus sentimientos religiosos precisamente en la medida de sus circunstancias y enseñanzas. Mis cuatro hijos, a quienes nunca se enseño religión ni contra religión, nunca han mostrado la menor inclinación a creer. Esa es la experiencia invariable de las familias agnósticas.  

Refutaciones 

¿Debemos entonces ser ateos? Depende de lo que usted quiere decir con esa palabra. La mayoría de la gente que no cree en Dios - de los cuales hay millones en cualquier civilización moderna, si es que no son mayoría - no se denominan a sí mismos ateos. La palabra se toma con el significado de una negación de la existencia de Dios, y a la mayoría de nosotros no nos interesa negar la existencia de algo simplemente porque no se ha probado.  

Los pocos que se llaman a sí mismos ateos, sin embargo, dicen que con ello quieren decir simplemente que no creen en Dios. Los agnósticos, dicen ellos, son cobardes temerosos del prejuicio popular contra el ateísmo. Citan a un filósofo alemán que dijo que un agnóstico es un ateo con sombrero de copa. Ateo viene de las palabras griegas "a" y "teo" (dios), y la letra "a" que a veces se dice que es "privativa", no "negativa", No niegan, pero tampoco aceptan la existencia de Dios.  

Lamentablemente, la partícula griega "a" puede ser lo mismo negativa que privativa, y desde los días en que la palabra "ateo" se usó por primera vez, ha significado, en la mente de las grandes masas de la humanidad, uno que niega la existencia de Dios. Por tanto, yo no la uso. Yo no puedo probar lo negativo. La palabra "agnóstico" (uno que no sabe) me parece mejor. Algunos la han usado con el sentido de que la mente humana está constituida en forma que no le es posible saber. Eso es una teoría, y no la comparto. Yo quiero decir, al llamarme agnóstico, simplemente que la existencia de Dios, cualquier dios, no se ha probado. Y para terminar con esta definición de términos, un teísta es cualquiera que cree en Dios; un deísta es uno que cree en Dios y rechaza la revelación, y un panteísta es uno que cree que Dios no es una realidad separada del universo.  

Pero debe entenderse claramente que cuando usamos la palabra "agnóstico" no queremos decir que es una pregunta abierta a debate si hay o no hay dios. No hay evidencia respetable alguna en favor de Dios, mientras que hay una masa de evidencia que nos inclina a creer que no lo hay. El caso del teísmo es muy débil; el caso por el ateísmo es muy fuerte.  

Pongamos, por decirlo así, toda la evidencia de esta gran cuestión en la balanza. Imaginemos un dios que usa la balanza divina para pesar la evidencia en favor y en contra de su existencia, como se encuentra en las mentes humanas después de dos mil años de controversia.  

En un platillo Él pone todos los argumentos afirmativos. Con una sonrisa coloca los antiguos razonamientos de Platón y de Sócrates y de Aristóteles. Añade los anticuados argumentos de los padres cristianos, de San Agustín, San Anselmo, Santos Tomás y Buenaventura. Todavía sonriendo, añade los argumentos de los deístas, de Paley, de Kant, de Fiske, de todos los poetas y filósofos del siglo diecinueve. Y me imagino que todavía sonríe cuando por último echa los razonamientos de los profesores Bergson y Eucken, y de los Idealistas Absolutos, los de los Idealistas Personales, los de Kelvin y Lodge, de Osborn y Millikan. En el apiñado platillo no hay más que contradicciones mutuas.  

¿Qué hay para el otro platillo? Todas las lágrimas y sangre que los infelices hijos de los hombres han vertido; todo el dolor, la enfermedad, el sufrimiento que ha ennegrecido este planeta; toda la ferocidad y la injusticia perpetrada jamás; todos los errores y crímenes que la sabiduría hubiese impedido.  

El predicador modernista y el científico religioso dicen a veces que la evolución es una revelación más impresionante del poder y la gloria de Dios que la creación. Las bellas frases a veces pueden ser muy consoladoras. Tienen que admitir que la Tierra parece hoy más bien carente de Dios. He visto recientemente a los pobres que tiritaban en un frío de cero grados en Chicago (18º bajo cero en la escala centígrada), en Minneapolis y en Winnipeg. He visto lo peor de la vida en San Francisco y en Los Ángeles. He visto al pobre de México arrancando un miserable sustento de la tierra y temblando ante la amenaza de una nueva revolución. He leído sobre la guerra inminente entre Chile y Perú. Oigo a Europa todavía luchando contra el mar bravío de la posguerra y ya tramando nuevas guerras. Lanzo una ojeada con lástima y sorpresa a las columnas de los diarios que reportan el crimen, la brutalidad, la muerte, el sufrimiento, la estupidez, el odio, la explotación, la privación y la indiferencia. Si yo fuese Dios...  

Pero como conozco historia, sé que hoy la situación es mejor que ha sido jamás en el pasado. ¡Seis mil años de lágrimas y sangre! Ya eso era lo bastante malo. Nos ha dejado una experiencia de violencia y estupidez que tardaremos mucho tiempo en borrar. Y ahora, al parecer, no fueron solamente seis mil años, sino por lo menos seis millones de años de vida humana en su nivel más bajo y bestial; y, antes de él, seiscientos millones de años - si contamos solamente desde el amanecer de la conciencia - de salvajismo animal. ¡Se supone que esto es una mayor revelación de Dios que si la carnicería hubiese durado solamente seis mil años!  

Y la maquinaria diseñada para efectuar esta evolución, desde el nuevo punto de vista teístico, no es menos repugnante. No hay ninguna "ley de evolución". Los seres vivientes no continúan evolucionando si los dejan solos. Cambian poco mientras los dejen tranquilos adaptados a su medio ambiente.  

En mis debates con los líderes fundamentalistas me he divertido viéndolos citar como evidencia contra la evolución el hecho de que largas familias de animales no efectúan ningún progreso. ¡Desde luego que no! ¿Para qué les serviría? Están adaptados a sus circunstancias. Cambian solamente cuando hay algún estímulo para cambiar en su medio: nuevos enemigos, nuevos parásitos, nuevos peligros, nuevas catástrofes - nuevos dolores y sangre y muerte. Grandes cambios de clima, edades glaciales, han sido importantísima parte del mecanismo de la evolución. Han conducido a grandes progresos, e, incidentalmente, han causado prodigioso sufrimiento y carnicería.  

Uno de los científicos "religiosos" de Estados Unidos, creo que hay quince en total, escribió un sabio libro sobre los animales microscópicos, en lo que es una autoridad. Porque los órganos de algunos de ellos están muy ingeniosamente construidos, pone en la primera página de su libro un viejo adagio alemán que paso a traducir:  

"Ojeando este libro podrá ver la grandeza de Dios en todas las cosas que existen..."  

Y entre las "cosas" que entonces describe están los gérmenes de toda clase de enfermedades repugnantes y terribles (sífilis, tifus, tuberculosis, etc.) y otros parásitos. Dios debe haber sonreído.  

No sé cuántos miles de tipos de parásitos y animales carnívoros hay en la naturaleza. En este momento estoy en el mar a mil millas de la costa. ¿Pero importa realmente el número? Desde el polo hasta el Ecuador todo ser viviente tiene innumerables enemigos parásitos y carnívoros. La tierra es, y ha sido durante cientos de millones de años, un campo de batalla. Tal es la carnicería, hasta en tiempos modernos, que hace poco un cirujano declaró que durante esos cuatro años terribles en Europa (1914-1918), fueron más las vidas salvadas que las que se perdieron en el frente en comparación con años anteriores.  

Y ahora somos humanitarios. Hemos mejorado el esquema de la creación. Hace cien años, más de la mitad de los niños que las madres echaban al mundo con dolor y trabajo no llegaban a los veinte años de edad. Antes de eso era todavía peor. La población de un país tardaba cuatro siglos en doblarse. Ahora se doblaría, si no hubiese control de la natalidad, en un cuarto de siglo.  

Usted dirá que ya lo sabe. Eso ha sido un problema para los pensadores religiosos desde que se formuló la doctrina de un dios infinitamente poderoso. Difícilmente ha habido un gran escritor cristiano que no haya confrontado este "problema de la existencia del mal".  

Muy bien. ¿Qué han dicho de eso? ¿Recuerda usted haber oído de alguna solución seria? El sufrimiento limpia el alma y mejora la personalidad, dicen algunos. ¿Es eso así según su experiencia? Son poquísimos los casos entre los millones de seres humanos, en que el dolor ha mejorado la personalidad. Las excusa es frívola.  

Pero si cargamos nuestra cruz como es debido, nos espera el cielo, dice usted. Pero si la idea del cielo es ilusoria, el razonamiento es insensato. Y hasta si hay un cielo, la excusa cubriría solamente una pequeña parte del dolor del mundo. No toca a todo el mundo animal. ¿Para qué fueron creados de forma que el hambre los obligue a buscar sustento, y que una mitad cace y desgarre y devore a la otra mitad?  

De toda la gente que ha vivido antes de Cristo, durante millones de años, no espere encontrar muchos en el paraíso; y sus hermanos, las razas más primitivas de hoy, no serán más afortunados. En las naciones civilizadas de hoy, los trabajadores pobres son los que más sufren. Los elegidos, los que han de usar las coronas, son los magnates petroleros, los corredores de la bolsa de valores, que han dado millones para la caridad eclesiástica, las damas opulentas de la quinta avenida, el clero acomodado y bien alimentado. El sufrimiento generalmente no compra espacio en el cielo. Más bien da a conocer por anticipado el gusto del infierno.  

¿Qué otra justificación de las "vías de Dios" inventarán? Nada nuevo se ha descubierto desde los días de Job. Es un misterio.  

Es un misterio si usted cree en Dios. No es misterio según la moderna filosofía de la vida. La naturaleza es insensible. De su vientre tenebroso emerge al fin un tenue rayo de sensibilidad, y las cosas animadas comienzan a sufrir. Pero madre naturaleza no sabe nada de sus sufrimientos. Por fin aparece el ser humano. Todavía durante millones de años no difiere esencialmente de los otros animales. No tiene grandes planes. Sabe poco del mundo que le rodea. No prevé el futuro. Al fin, el hombre consciente y civilizado aparece y la ciencia evoluciona. Entonces, con un fuego de idealismo ardiendo en su corazón, con las grandes fuerzas que el mundo material ha puesto a su servicio, empieza a corregir los males y errores heredados del pasado menos sabio. ¿No es la filosofía fiel a los hechos de la vida como los conocemos?  

"La única excusa de Dios es que no existe", dijo un juicioso y travieso francés del siglo pasado. En cierto sentido, la mordiente frase de Henri Beyle no es una simpleza. Si Dios existiese, ¿podría usted encontrarle excusa? Hasta ahora nadie ha podido.  

Pero están tratando otra vez, y debemos tener en cuenta lo que dicen. Se cansa uno de seguir estos cambios en los razonamientos y pensamientos religiosos. Los supuestos "cambios constantes de la ciencia" (que realmente son por lo general refinamientos de lo que ya sabemos) son ligeros en comparación con los cambios de la teología; y la ciencia no pretende disponer de un inspirador divino que debiera estar interesado en salvaguardar la raza de error.  

El argumento más nuevo es que, después de todo, quizás el poder de Dios no es infinito. Quizás hay límites a lo que puede hacer. Quizás no puede impedir el dolor y el mal que hay en el mundo. Salvamos su benevolencia a costa de su omnipotencia.  

¿De verdad? Esta teoría, que fue adoptada por John Stuart Mill hace mucho tiempo, y ahora goza del favor de Sir Oliver Lodge y otros, nos deja en un estado de absoluta confusión mental. ¿Qué pruebas tienen de la existencia de ese Dios limitado (ingleses ingeniosos lo llamaron, cuando Mill lo presentó, "un dios de responsabilidad limitada")? El orden y propósito del universo, como siempre. El dios finito (limitado), si no el creador, es por lo menos el diseñador del universo; la mente guiadora de las fuerzas de la naturaleza.  

Muy bien. Entonces Él dirigió las fuerzas vitales para que produjesen los gérmenes del tifus y el cólera, los dientes del tigre, los tiburones de 24 pies de largo de la antigüedad, la sed de sangre del león y del lobo, la araña y la serpiente. Si no fue él, ¿por qué alegan que él pintó los colores del ocaso y de la orquídea, formó las bellas conchas, diseñó el ojo humano? Ustedes quieren dejar a los simples microbios (cuando son perniciosos) completamente fuera de la lista de las cosas que la naturaleza produjo guiada por Él, pero incluyen en la lista la formación de cosas tan complejas como el cerebro humano y el corazón. No; ustedes quieren acreditar a su dios falible todos los buenos impulsos de la mente y el corazón, y dejar a un lado los malos impulsos como cosas que su limitado poder no ha sido capaz de controlar.  

Tonta proposición que nos hacen. Es como decir que todas las cosas buenas de la naturaleza necesitan claramente un principio inteligente para explicarse, y que todas las malas cosas, que son igualmente intrincadas, no lo necesitan.  

O quizás salgan con la manida frase de que el mal es solamente negativo. Así que cuando sus nervios sufren el dolor de una muela o una migraña, o de apendicitis, la sensación es solamente "la ausencia del bienestar." Los dientes y garras del león son tan negativos como el dolor del ciervo, quizás. Las toxinas que vierten en la sangre los venenosos microbios son negativas, y, desde luego, la muerte es solamente el cese de la vida. La pobreza es la ausencia de riqueza. Y así sucesivamente.  

Siga probando, amigo. Estoy seguro de que usted tiene corazón. Dé la cara a los hechos, con sinceridad. Este mundo contiene una montaña de evidencias de que probablemente no fue diseñado por ningún Dios, y no contiene ninguna evidencia seria de que sí lo fue.  

Pero hay otra defensa de Dios, basada realmente en la evolución. Admite que ha habido cientos de millones de años de dolor y salvajismo. Que la mano de Dios no es muy evidente en el mundo de hoy. Pero vendrá una edad más brillante. Una raza humana superior surgirá en una tierra mejor. La negra tragedia del pasado será coronada por una gloriosa escena final.  

Sí, eso lo creo. Según los principios de la evolución, es cosa segura. Ahora estamos solamente aprendiendo los elementos de la civilización. Nos elevaremos sobre nuestro nivel presente como el presente se eleva por encima del mono.  

Pero la idea de que unos pocos millones de años de felicidad al final justifican un proceso evolutivo (si es guiado conscientemente) que requiera cientos de millones de años de miseria para seres que mueren antes del comienzo de esa felicidad, es una de las más flagrantes aplicaciones del pernicioso principio de que el fin justifica los medios.  

Un escritor inglés, H. Mallock, condenó ese razonamiento hace veinte años. "Cualquiera que sea el futuro de Dios, nunca olvidaremos su pasado", dijo.  

Encaremos el asunto con cordura. Nada hay en toda la naturaleza que pueda persuadirnos de que ha sido obra de un dios. Nuestros telescopios recorren cien mil millones de millas del espacio sin que encontremos más evidencia de la que encontramos a nuestro alrededor. Por otra parte, hay muchísimo en la naturaleza en favor del ateísmo. Lo mismo sucede con el hombre. Nada hay en su naturaleza que nos lleve a pensar que las fuerzas que lo desarrollaron han sido guiadas. Sus imperfecciones, su brutalidad milenaria, sugieren que no han sido guiadas. Lo mismo sucede con su historia. El dedo de Dios está ausente desde su primera página hasta la última. Sus errores, su creciente inteligencia y sus ideales lo explican todo, lo bueno y lo malo. En el largo, tortuoso y sangriento proceso de la evolución de sus religiones no hay más traza de sabiduría divina que en todos sus otros aspectos.  

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