Roberto Bardini
Gringo joven, gringo viejo
27/9/02
El escritor y músico estadounidense
Elijah Wald cuenta que durante un año viajó por el suroeste
de Estados Unidos y una gran parte del territorio fronterizo de México.
Escuchó todos los cassettes que los choferes ponían en
sus camiones de carga. Visitó pequeños pueblos y conoció
comunidades de mariguaneros. Entrevistó a narcorridistas, desde los
compositores más populares hasta cantantes
campesinos desconocidos. Habló con "sofisticados
empresarios del negocio de la música y traficantes armados".
El resultado de esa gira fue Narcocorridos: un viaje dentro del mundo de
drogas, armas y guerrilleros, un libro de más de 300 páginas
editado en inglés y español por una filial de Harper Collins.
Wald afirma que tiene veinte años de experiencia investigando sobre
los orígenes musicales en diferentes regiones del mundo. Comenzó
a escribir artículos a comienzos de los años 80 sobre música
folk y blues, y durante diez años fue crítico musical en el
diario The Boston Globe. Antes de todo eso vagó por el mundo
como guitarrista y cantante. Pasó ocho años en América
Central, Asia, África y Europa. Tocó con un grupo de blues en
Sevilla, un dúo de swing en Amberes y un grupo de rock en Colombo (Sri
Lanka).
Cuando Narcocorridos: un viaje dentro del mundo de drogas, armas y guerrilleros
se lanzó a la venta, la publicidad destacó que era "el
primer libro dedicado a la variedad actual del corrido mexicano, y también
una narrativa de viajes con observaciones sobre la cultura mexicana y los
inmigrantes mexicanos en los Estados Unidos".
Hay quienes aseguran que los narcocorridos se comercializan en casi tres cuartas
partes del territorio mexicano. Todos los temas aprueban y exaltan a quienes
están al margen de la ley.
Cantan sobre amores, traiciones, muertes y ajustes de cuentas de sembradores
y distribuidores de mariguana y cocaína. Las letras también
mencionan a sus enemigos, los policías judiciales, federales y de caminos.
Transmiten la idea de que los agentes encargados de combatirlos son corruptos
y que tienen la misma tendencia que ellos a delinquir. La línea que
separa a unos de otros tiene la misma solidez que una línea de medio
gramo de cocaína.
El traficante de drogas hace ostentación de valentía, dinero
y poder. El mensaje del narcocorrido logra que amplias capas populares vean
en las andanzas de los narcotraficantes algo
de romántico y heroico. "A falta de próceres, el narco
es adoptado como tal por las multitudes", escribe un especialista en
el tema.
Elijah Wald dice: "La mayoría de los gringos que no hablan español
no tienen conciencia del narcocorrido, un universo musical saturado de estrellas
que venden millones de discos en ambos lados de la frontera. El narcocorrido
es un instrumento popular vibrante y poderoso, como los aviones llenos de
droga que celebra".
Wald habla español y seguramente hasta lo canta. Él sí
tiene, a diferencia de sus compatriotas, una elevada "conciencia"
acerca del narcocorrido. Pero de lo que no tiene ni la más pálida
idea es de lo que hay que "celebrar". ¿La ostentación de
poder? ¿Los millones de discos? ¿O los aviones llenos de droga?
Más de ochenta años antes que él, otro gringo cruzó
la frontera y recorrió caminos de tierra a pie y a caballo. Sin guitarra
ni grabadora, este viajero también entrevistó a trabajadores
del campo y a hombres armados. Regresó a su país y, como
Wald, publicó su testimonio. Y lo que ese gringo escribió en
mucho menos de 300 páginas quizá fue auténticamente "popular,
vibrante y poderoso".
La historia es breve: dura casi el mismo tiempo que un narcocorrido. A comienzos
de 1919, Emiliano Zapata recibe en su cuartel general de Tlaztizapán
al escritor norteamericano William Gates. Le parece un hombre honesto y le
permite recorrer libremente el territorio que controla. Gates se
sorprende al ver la reforma agraria, los servicios públicos, la primera
institución de crédito rural de México, la red de escuelas
independientes del gobierno central, el proyecto de transformar la industria
del azúcar de Morelos en una cooperativa, la devoción de los
campesinos por el caudillo de
36 años de edad. No encuentra camisas de seda, sombreros texanos, cintos
de hebilla gruesa o botas de piel.
No hay ostentación de dinero ni de poder, pero sobra heroísmo.
Y una idea fija: "Tierra y libertad".
Cuando el escritor vuelve a Estados Unidos, publica sus crónicas en
diversos periódicos y tiene el gesto de mandarle copias al revolucionario
mexicano. Zapata se emociona cuando un lugarteniente le lee lo que sigue:
"(En la zona zapatista) encontré que el ejército lo componía
gente que no era un grupo militar preparado y disciplinado exclusivamente
para la guerra, sino que era el pueblo en armas el que se sucedía,
un grupo tras otro en la pelea, ya
que mientras los unos estaban en las trincheras vigilando las veredas y los
caminos por donde podía penetrar el enemigo, los otros trabajaban la
tierra sin desprenderse de la carabina para, en caso de invasión, aprestarse
a la lucha. (...) Aquí fue donde encontré la verdadera Revolución
Social que hace que los pueblos en la medida que se les persigue y asesina,
se levanten más grandes y pujantes".
En sus Cartones Zapatistas el general Carlos Reyes Avilés relata
que cuando Zapata terminó de escuchar la lectura del testimonio, comentó
emocionado: "Ahora sí puedo morir. Esto era lo que deseaba. Que
se sepa por qué luchamos; que conozcan la causa que defendemos; que
vengan hasta nosotros; que nos vean, nos estudien y luego vayan y digan la
verdad; que nosotros somos honrados y no bandidos".
Había resultado bueno aquel gringo, por cierto.
Pocos días después, la historia tiene un desenlace trágico.
Tan trágico como los narcocorridos que entusiasman a Elijah Wald. A
la una y media de la tarde del 10 de abril, Emiliano Zapata debe encontrarse
en la hacienda de Chinameca
(Morelos) con el coronel Jesús Guajardo, un ex aliado del presidente
Venustiano Carranza que cambió de bando. Cuando Zapata llega con su
escolta, Guajardo ordena que le rindan honores. Suena el clarín. No
es una muestra de respeto; es una señal de ataque. Una ametralladora
y varios
fusiles disparan contra los recién llegados. Cuando se disipa el humo,
el líder y sus acompañantes yacen acribillados a tiros.
Guajardo nunca cambió de bando. Es un traidor, de los que abundan por
esos días.
El cuerpo perforado de Zapata es cargado sobre una mula y llevado a Cuautla,
donde lo arrojan al suelo como una bolsa de residuos. Allí lo exhiben,
le toman fotos, lo alumbran con lámparas por la noche. "Acabé
con el mito", dice a varios kilómetros de distancia el que ordenó
apuntar y hacer fuego. "El mito se acabó", repiten quienes
apretaron
los gatillos.
Ni la alfabetización de sus compatriotas, ni el reparto agrario, ni
la instalación de servicios públicos se cuentan entre las preocupaciones
de Guajardo, el verdugo que deshonra el uniforme. Pero es ascendido a general.
Y en una época y
un país donde los que trabajan jornadas completas ganan 20, 30 o 40
pesos al mes, el sicario es recompensado con 50 mil pesos oro por su faena
de un solo día.
¿Quiénes son los honrados y quiénes los bandidos?
Una pesimista canción rioplatense asegura que "un solo traidor
puede más que cien valientes". Lo cierto es que los traidores
no hacen historia: sólo figuran en una o dos tristes líneas
en las biografías de los otros.
Durante muchos años, los campesinos-soldados se niegan a creer que
Zapata ha muerto. El zorro de las llanuras está oculto en las montañas,
dicen, y algún día regresará. Volverá a caballo,
fusil en mano, al grito de "Tierra y libertad". Algunos juran que
lo vieron de noche y a lo lejos, borrosa la silueta. Iba erguido y al galope,
inconfundible en su fiereza.
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