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Marcelo del Campo

Belladona

(novela/segunda parte/capítulo 3)

 

30/3/03

 

 

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Segunda parte / Capítulo 3

 

Llegamos del Sur casados y con Micaela anunciándose. Mi madre abrió la puerta de casa, porque íbamos a vivir con mamá, en su casa, y estuvo a punto de sufrir un colapso. El hijo dilecto y modelo se había convertido en un tipo irreconocible. En apenas treinta días al muchacho le había crecido el pelo hasta los hombros, Ester, y le había salido una barba que le llegaba hasta donde en otros tiempos, ay, florecía el primoroso nudo de una corbata. Ocultaba sus ojos increíblemente hermosos detrás de unos horrendos anteojos de sol, tenía envueltas las piernas en unos jeans agujereados y arrastraba orgullosamente aquellos zapatones de petrolero número 48 de Comodoro Rivadavia, regalo de bodas de su amigo Saúl Lehman, miembro del consejo de redacción de la ya fenecida Gallina Esmirriada.

—¿Qué es esta facha? —dice mamá.

—No sé, supongo que vida sana y natural.

Beba no abre la boca, pero da exactamente igual porque todo lo bueno que pudiera decir se lo llevaría el viento dejándola tan sólo con lo puesto, lo cual, dicho sea de paso, es suficiente para que mi madre se haga una idea más allá de cualquier intento de Beba por amortiguar el efecto. Y lo que Beba lleva puesto es un sacón de gamuza que en otros tiempos fue distinguido pero ahora no, con suficientes manchas de cosas varias, y que hasta no hace mucho le hubiera podido ceñir la cintura pero ahora tampoco, y es que en lugar de cintura ostenta una bola de grasa tersa y dura donde se aloja el futuro bebé. Este bebé viene embolsado en unos pantalones de amazona color té con leche con huellas de grasa, y las bocamangas se alojan en unas embarradas botas de montar. Queda el pelo de Beba, largo y suelto como de costumbre, y el cuello de Beba, entalcado a pesar de todo como de costumbre. Pero mamá no está acostumbrada y todo esto lo atribuye a la unión contra natura —contra las Tablas de la Ley— entre un judío y una goy. Si empezamos así terminaremos asá, leo inmediatamente en su triste mirada. Y asá es el desahucio de la Tierra Prometida, el fin del mundo.

Éste resulta ser el puntapié inicial y enseguida los hechos empiezan a acumularse. La pelota va de un lado al otro del campo de juego, pero permanentemente salta a las gradas. Y en las gradas, por supuesto, está mamá. Nos la devuelve pero nosotros nos empeñamos en desviar el tiro y ella a su edad no está para ir corriendo pelotas, para ir trotando atrás de un imberbe con barba y una doncella embarazada. A veces suena el silbato del árbitro y mi madre abandona el estadio para ir a refugiarse en casa de una de mis hermanas. Es el entretiempo, bajamos a los vestuarios para reponer fuerzas y ducharnos y subir con renovados bríos al campo de batalla. Mientras tanto mamá ocupa de nuevo su lugar, pero cada vez con menos frecuencia, porque también es cierto que se ha aficionado a la casa de Ruth. Hasta que una mañana decide desaparecer del todo. ¿Qué hemos hecho?, nos preguntamos. Y mamá, tendida a lo Sarah Berhardt sobre una chaise longue (de su boca escuché el primer No te hagas la Sarah, Ruth, ¿oíste?, aparte de que a Sonia la llamábamos en casa la Bernhardt, y lo era, al menos cada tanto le daba un ataque), contesta durante una de mis visitas culposas:

—Mirá, Fernando, ya no sos un nene, sabés muy bien todo lo que le estás haciendo a mi pobre corazón. Y tampoco hace falta que te diga lo estropeado que ya lo tengo sin tu ayuda.

—Por favor, dame un solo ejemplo, mamá.

Ella aspira hondo, como si necesitara un balón de oxígeno, como en uno de sus momentos culminantes de asma.

—Las papas, para empezar.

—¿Las papas? ¿Pero qué papas, mamá?

—No te hagas el idiota, Fernando. ¿De qué papas puedo estar hablando sino de las que la bárbara de tu mujer pone a hervir en la cacerola sin pelar? ¡Sin pelar! Dónde se vio algo semejante?

—Pero mamá, ¿cómo te vas a tomar en serio una cosa así? Además nunca oí que le dijeras nada a Beba. ¿Por qué no se lo dijiste, si tanto te molestaba?

—¿Decírselo? ¡Estaría lindo! Eso se aprende desde chica, y yo no estoy dispuesta a educar a una salvaje, ¡Dios me libre y me guarde! ¡Ya tuve suficiente con educarlos a ustedes cuatro!

—Bueno, ahora decís que son las papas, pero en el fondo lo que pasa es que nunca tragaste a Beba. Y otra cosa: ¿cómo sabés que las papas sin cáscara salen mejor que las papas con cáscara, si nunca las probaste?

—¿Probarlas? Pero si solamente de pensar en eso me dan ganas de vomitar. Ay, hijo mío, ¿no podías haber elegido otra clase de mujer, una mujer digna de la familia y de vos?

No, no podía. Y vos, mamá, ¿no podías cambiar? No tampoco ella podía. Mamá pretendía que yo fuese como sus funestos sueños, lo contrario de todo sueño, y yo que ella entrase en los míos, aunque sólo fuera por un modesto rincón, y que ahí se quedara, sin protestar. Pero ella no quería entrar y cada vez protestaba más. En cambio, lo que la llevó a entrar y a no salir ya de la casa de mi hermana no fue lo de las papas, eso era realmente para empezar, sino algo que se ajustaba todavía menos a su concepto higiénico de la vida y más a su imagen indigerible de Beba, para ella una especie de rodilla de vaca. Mamá era un perro viejo y no podía con ese enorme hueso. Precisamente, la cosa tenía que ver con perros.

Después del sánscrito, el corazón de Beba estaba ocupado por animales, toda clase de animales. En esto seguía a su padre, ornitólogo, entomólogo, baqueano y cazador. Como él vivía en el Sur, la manera que Beba tenía de seguirlo era a través de bosques y selvas y montes imaginarios donde creía que lo podía encontrar. Este padre representaba un verdadero problema para ella, y ella lo resolvía como podía. Por el momento, con perros. Fue uno de estos perros el que terminó por arrojar a mamá en brazos de Ruth. Era un bello ejemplar de collie que cayó sobre nuestras cabezas con el nombre de Sultana y al que rebautizamos Medea. Así que no deja de tener su lógica el que un poco más tarde al irish wolfhound que a un criador de Bahía Blanca se le ocurrió regalarle a Beba lo llamásemos Jasón, pero aquí estamos todavía en Medea, y ella llegó a nuestras manos gracias a los eficaces servicios de Lalita.

Lalita era la loca del barrio, el de Villa del Parque, aunque por ahora viviéramos en Villa Urquiza. En todos los barrios de todas las ciudades existe siempre una loca a la que se le metió en la cabeza la idea de ofrecer casa y comida a todos los perros y gatos que andan sueltos por el mundo. Lalita no era ni más ni menos que las otras, y entre la multitud de vecinas que la despreciaban o ignoraban se las había ingeniado para hacer buenas migas con dos o tres que al contrario que las demás sentían por ella una mezcla equilibrada de fascinación y horror. Por supuesto, una de éstas era Beba, con quien Lalita intercambiaba cada tanto partes sobre perros extraviados, recuperados, maltratados, atropellados o muertos ante la indiferencia general. En una de sus frecuentes visitas a Villa del Parque, Beba recibió un parte que daba cuenta del hallazgo de Sultana, por lo que de pronto me vi arrastrando la peluda ofrenda de Lalita desde una villa a la otra. Llegamos a casa y lo primero que hizo Beba fue meter a Medea en la bañadera.

—Lalita será muy buena con los animales, pero también me parece un poco mugrienta —digo yo cuando el agua se espesa.

Beba suele ser inmune a las críticas, y ahora también, así que se encoge de hombros, se arremanga y entra en materia, y yo no tengo más remedio que doblegarme, dedicarme a maniobras de control, porque mientras ella se afana sobre la pelambre canela de la perra —esto se supone, no se puede apreciar—, la muy desgraciada intenta deslizarse fuera de la bañadera, cosa que impedimos a costa de convertir el suelo del baño en un río. El río crece silenciosamente hasta el comedor, y justo entonces... puerta de entrada, golpe seco, mamá, águila de dos cabezas a la que una intrusa se le coló en el nido, pero además el nido está inundado, sobre llovido mojado, ¿qué podía hacer, Ester? Bueno, al águila la habían decapitado y de yapa Medea, la Flor de la Canela, dando histéricas sacudidas y empapándonos a los tres. La miraste, te miró. Volaste a tu dormitorio, y al día siguiente, si te he visto, no me acuerdo, adiós.

—No me hables de eso, que me viene el asma —dice mi madre.

Yo la observo desde uno de las dos sillitas de la hamaca de tablones amarillos que Ruth ha instalado en el patio para la pelirroja Agadir. En medio de mis breves oscilaciones espío al ovejero alemán. ¡Viejo y peludo nomás! Medea, Cheyenne, ¿qué diferencia hay? Cheyenne mueve la cola, ajeno por completo a la catástrofe provocada por uno de los suyos. Supongo que Beba también, ya que toda su conducta ha sido elaborada minuciosamente en esa dirección. Ella no tolera ninguna relación triangular, y mamá es el lado prohibido del triángulo.

—¿No será que no aceptás el triángulo? —le digo a mi madre.

—Ay, ¿de qué triángulo me estás hablando ahora, Fernando?

—¡Celos! ¡Que estás celosa de Beba, mamá! ¿Por qué no lo reconocés?

Cheyenne deja de agitar la cola intuyendo quizá la que se prepara, pero mi madre se encarga de devolver las cosas a su lugar y, en vez de arrastrarse a mis pies, ¡Soy Yocasta, soy Yocasta, oh Edipo de mis entrañas!, me dice:

—Pero Fernando, ¿cómo podría tener yo celos de ese bicho? ¡Pero si es más fea que pegarle a tu madre!

Y es que en las bellezas judías, las madres judías prefiguran sólidas madres judías, mientras que en las bellezas paganas sólo ven el peligro de que sus propios hijos se conviertan en hijos de Onán —y maridos de puta—, o sea unos cualquiera que andan tirando el semen por ahí, en vez de hacerlo en el lugar adecuado. De hecho, mi propio semen ya estaba a buen recaudo cuando mamá conoció a Beba, pero éste no era un motivo suficiente para calmarla. Más que al escándalo actual, a lo que le tenía miedo era al próximo, cuando naciese el producto de no ir arrojando el semen fuera, sino dentro, y la belleza pagana se transformara en madre pagana, porque entonces ella comprobaría con sus propios ojos cómo el producto era sacrificado sobre el altar de cualquier odioso ídolo, por ejemplo uno con cabeza de carnero y cuernos. El ídolo de Beba no era precisamente un carnero, sólo un gordito simpático, Buda, pero el detalle era insignificante: no se puede ser maternal y hermosa —hermosamente pagana— a la vez. Así que mamá se ocultaba la evidencia, deformando la percepción: Beba era un bicho, y nos picaba a los dos. Y cuando el bicho se reprodujo en larva y llegó Micaela (ya éramos tres, por supuesto Beba no contaba), buscó una excusa cualquiera y se largó. Ahí estaba, suspirando en su chaise longue y mordiéndose la lengua para no preguntar si Mica ya había sido echada a hervir en la cacerola y flotaba entre las papas con cáscara. Las papas, para empezar. Y para terminar, un niño envuelto entre los vahos y los negros espumarajos que sueltan los ominosos tubérculos, con la bruja metiendo cada tanto el dedo en la olla a ver si ya está listo el guiso en el fogón. ¡A la rica piba con ketchup, oiga! Y a mí, mostaza.

 

 

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La Magdalena: Leonardo da Vinci
Marcelo del Campo nació en Buenos Aires, donde transcurre –durante la primera mitad de los años sesenta– la acción de esta novela, que publicamos por capítulos. Se cuenta aquí la tumultuosa vida "privada" de una joven pareja perteneciente a aquella generación de la que buena parte de sus miembros, en la década siguiente, sería exterminada y otra obligada a abandonar el país.