ALí MERCREDI
BUSHOCHET, SU LUGARTENIENTE CHET Y LA CASA NEGRA
Chet llegó haciendo circunvalaciones ovales hasta el gran despacho ojival de la Casa Negra. Sorteó distintas circunferencias de marranos armados hasta los rabos con cañas voladoras provistas de cabezas de ácido nítrico, fléchulas expropiadas a los sioux y petardos contaminantes con bosta de vaca, pústulas de lepra y ganglios conservados en formol de apestados de la Era del Palo, y se presentó de rodillas ante Don Corleone, como solía llamar él, y nadie más que él, en confianza y en privado, al gran Bushochet, comandante supremo de las fuerzas armadas y de las desarmadas del Imperio Donde Siempre se Pone el Sol, según designación desconfiada, y a veces pública, por parte de los lenguaraces de países aparentemente amigos, aunque murmuradores, a riesgo de ser pulverizados, en consecuencia, por un petardo, pero de gran dimensión.
–¿Qué buenas noticias me traes, Chetty ?–preguntó Bushochet, apagando su descomunal cigarro de pólvora en la cara del informante–. ¿Cómo va la guerra de la Paleocracia? No contradigas mis expectativas, o no habrá expectativas de ascenso para ti. Tu primer ascenso, ya sabes, será a la suela de mis zapatos. Siempre que no desentones.
–Tus órdenes son deseos para mí, Bushochet –respondió el lugarteniente, e inmediatamente trató de demostrarlo bajándose los pantalones. A la vista quedó su hermoso vello de orangután, así como una liga de un precioso color rosa cerdáceo en cada una de las piernas, que lo único que sujetaban era un nucleolo atómico con forma de amita degollado en la punta y de akíes despavoridos haciendo juego en la parte media. En conjunto, y por separado, los artefactos componían una lograda figura del Himno a la Alegría. De haberle sido posible verlos, el propio Schi se habría convulsionado alegremente en la tumba. Y huelga decir cómo se hubiera rehecho de sus cenizas Beeth, que tanto se había esforzado por la misma causa que ahora mantenía en vilo tanto a Bushochet como a Chet, aunque el primero conservaba invariablemente, en todo caso, 124 megas RAM de ventaja respecto al segundo, que apenas tenía 4 y, por lo tanto, su conexión era lenta, aunque no menos apasionada, y sus pensamientos aún más lentos que los del Jefe, quien una vez había ganado un certamen de poca velocidad por Necrovisión, de lo que se enorgullecía con total justicia, clarividencia y amplitud de miras en general.
–Si vas a exponerme tu libido, Chet, eyacula de una vez. Pero que sean espermatozoides muertos. Ya sabes que son mis preferidos.
–Guárdeme el cielo de una eyaculación de espermatozoides no-muertos, jefe. Antes me haría una vasectomía. Todos aquí nos cuidamos de tener las mismas predilecciones que las de nuestro Comandante Supremo. Ante la irreversible flecha del Tiempo, la nación entera se lamenta de no haber venido al mundo en la forma de unos buenos espermatozoides difuntos. Estamos vivos, en fin, pero no por nuestra voluntad. ¡Cómo se equivocaron los Padres Fundadores! Pero aún podemos reparar el error, pulverizando con nuestras potentes máquinas espermicidas de vigesimosexta generación todo lo que guarde cualquier vil trazo de espermogénesis, partenogénesis o genética en general, más allá, claro, de nuestras inviolables, sagradas fronteras. ¡Que no nos vengan después a hablar de mapa genético!
–No te propases, Chet. No te metas con el Gran Genoma, que es uno de nuestros mejores negocios, aparte de los espermicidas de reconstrucción paleocrática masiva que acabarán con todos ellos, los de los Ejes de mi Carreta, mal que les pese a algunos. También acabaremos con los propios pesados, a pesar de su fingida liviandad, de su diplomacia a la tercera potencia de terceras, cuartas, quintas e infinitesimales potencias, aplastables de un solo zarpazo, gracias a los mismos espermicidas que les aplicaremos, en principio, a los de los Ejes. La verdad, unos son Ejes y otros son Ruedas. La misma carcaza vacía intentando dar marcha atrás al rumbo ïnexorable de la protohistoria. Todo mierda de avestruz en finas rebanadas de jamón crudo y cocido, para disimular. ¡Nos zamparemos ese bocadillo! Y de paso, súbete los pantalones. Ya estoy empezando a sentir el asqueroso vello de tus cánulas en la garganta. ¿No tienes otra cosa que pelos para ofrecerme? Me salgo de la vaina por conocer las buenas nuevas. Adelante, escucho el Evangelium. Soy todo orejas para la música celestial de las esferas nucleoicas, espermicidas, transgenicidas y demás. ¡Mon Santo! ¿Hablarás o no?
–Todas las esferas están listas ya para entonar el cántico grandioso a nuestra nación, Don Corle. Alineadas se presentan, escalonadas, en forma de terraza incaica, unas encantadoras voces más abajo y otras no menos encantadoras más arriba, como sobre la parte del coro del escenario del auditorio de mi pueblo de vaqueros natal, que tenía uno así de grande –y aquí Chet desplegó un arco grandioso con las manos–, aunque no lo creas. Se encuentran a la espera de la bazooka del Director, que debe señalar el comienzo del primer movimiento. Hemos prometido al mundo la Sinfonía Eterna, y los músicos y los/las coristas, si me permites esta distinción de género moderna, se están avituallando pantraguélica, gargantuescamente, para tal empresa fuera del tiempo, del mundo, aunque teniendo al mundo y al tiempo como inevitables protagonistas. ¡Otro error, pero esta vez del Padre Fundador original: el tiempo, el mundo, vaya carroña! ¡Pero lo rectificaremos con una buena ensalada de Nada! ¡Y aquí no habrá pasado nada, tra-lá-lá! ¡La! Borrón y cuenta nueva, como quien dice. Si te he visto no me acuerdo. No por mucho madrugar se amanece más temprano. A Dios rogando, y con los espermicidas de reconstrucción masiva dando.
–No agregues comentarios editoriales, ¿quieres? Ve a la noticia escueta, como un buen redactor del Bushotown Pis. No me fastidies con harina de tu propio costal, o acabaré también con tu cosecha, por más lugarteniente que seas. Recuerda que en el fondo yo mismo soy mi lugarteniente mismo y mi sombra misma. Después de mí mismo no hay nada mismo, ni siquiera el Diluvio que viene. El mismo.
–Muy bien dicho, jefe. Se viene el Diluvio, y esta vez no habrá arca ni paraguas que valgan. ¡Todos al suelo, coño! O se lo cuento a la señorita. Y será la última vez que lo hagas, copión.
–Eso, lamentablemente, me retrotrae a mi infancia. Por una repentina debilidad, he de confesarte que yo siempre me copiaba de la puta que tenía sentada en el banco de adelante. Bueno, todas son putas, menos mi mamá.
–Me lo temía, jefe. No lo de las putas en general, en lo que naturalmente coincidimos, sino lo del copiarse en particular. De otro modo no tendrías tú los cojones que tienes.
–Exactamente, Chetty. Hay que tener cojones para tenerlos. Yo los mamé en la teta. Mi madre era tan buena pieza como yo. Sólo que entonces no habíamos llegado aún a los niveles tecnológicos, geoestratégicos y paleocráticos de hoy, lo que nos permite aplicar la paleocracia full-time, full-space y fulcramente a todo fulcro que camina, mientras que antes no. Aparte de que antes estaban los ursos, lo que resultaba desgraciadamente disuasorio. O sea, todo fulcro que se atreva hoy a dar un paso sin mi consentimiento, como lo he proclamado innúmeras veces desde mi unción a la más alta dignidad local y mundial, va a parar al asador. El asador de los nucleolos espermicidas, se entiende.
Bushochet se detuvo para sonarse la nariz, de cuyas grandes cavidades salieron disparadas dos buenas salvas de mocos verde-patrios, que fueron a parar al gigantesco barreño ojival que descansaba a los pies del gigantesco escritorio ojival en la gigantesca sala ojival de la gigantesca Casa Negra. Era la señal inconfundible de que la audiencia había terminado. Comprendiéndolo así, el lugarteniente se agachó y pasó dos veces la lengua por cada zapato bien lustrado del Comandante en Jefe, que no asomaban de hecho todo el rato por debajo del escritorio, sino que el Comandante en Jefe los hacía asomar sólo en estas precisas circunstancias para que de tal modo se entendiera lo que había que hacer en el momento de despedida y cierre de transmisión, seguido todo ello del Himno a la Alegría del Imperio donde Siempre se Pone el Sol y el flamear emotivo hasta las lágrimas de su estandarte con lunas y barras de chocolate Lundt. Después ya podía apagar uno tranquilamente el Necrovisor.
Relamiéndose de gusto, y sosteniéndose con una mano los pantalones, puesto que evidentemente se había olvidado de volvérselos a ajustar con el cinturón, el lugarteniente Chet dio la espalda de la manera más respetuosa posible al Comandante en Jefe y se dirigió hacia la puerta, al otro lado de la cual los marranos armados hasta los rabos lo esperaban ahora para detenerlo por Alta Traición. Antes de poner los regordetes dedos sobre el picaporte, sin embargo, Chet tuvo aún un último gesto de cortesía para con Bushochet, no prescrito por nada más que por su propia imaginación creadora, y volviéndose repentinamente, hizo chasquear los talones uno contra el otro, alzó el brazo derecho, lo extendió en línea recta hacia la mirada negra tan negra como la Casa Negra del líder y soltó de muy viva voz un «¡Hail Bushochet!» que todavía siguió resonando por los largos pasillos mientras los marranos armados hasta el rabo se lo llevaban encadenado de pies a cabeza hasta los subsuelos del edificio (el cargo concreto, secreto e inapelable fue: conspiración para el terror mediante el empleo masivo y macizo de gas ketchup), donde a poco le harían el inmenso favor de asarlo en un sillón eléctrico de plumas provisto por el establecimiento penitenciario de la región en la que hasta entonces el propio Chet había gobernado en calidad de miembro casi sanguíneo de la familia de Don Corleone, evitándole así al lugarteniente el mal trago de tener que volar, en miles de fragmentos, cuando un par de horas más tarde de la importante audiencia, un nucleolo espermicida imperial cometió la imprudencia de caer a quemarropa, y en el más artero estilo boomerang, sobre la Casa Negra, como ofrenda de despedida del último akí vivo que lo había atrapado en pleno vuelo antes de que el proyectil acabara con el último trozo de suelo muerto de su país, y lo había impulsado a renglón seguido más allá, por si se diera el caso, improbable por lo demás, de que llegara a acertar en algún blanco útil, más allá de Akiak.
La siguiente audiencia presidencial ya no se celebró. Bushochet, a su modo, también quedó algo chamuscado, pero en el propio sillón presidencial. De los mocos verde-patrios del barreño, cocinados a altísimas temperaturas, salió una extraña sustancia plasmática que se fue esparciendo por todos los rincones de la Casa Negra y más allá aún. Con el tiempo, de esta masa saldría una nueva partida de seres vivos, dotados de neuronas con sus correspondientes sinapsis y procesos intelectivo-olfativos, dendritas y neuritas, conexiones informáticas y telemáticas, y todo el resto, y la historia, por supuesto, volvió a empezar.
Con una variante de cualquier modo poco significativa, a saber, que Chet ocupó el lugar de Bushochet, y a la inversa.