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LIBROS

No hay peor ciego que el que no quiere ver

 

junio-agosto 1998

LIBROS

«Ensayo sobre la ceguera», José Saramago, Madrid, Alfaguara, 1997

 

¿Qué pasaría si de pronto se desatara en el planeta una catástrofe general? (Podría ser una sequía, la peste o una invasión de marcianos, pero aquí es una epidemia de ceguera.) Si nos atenemos a la irracionalidad constitutiva de este mundo, no hay que ser demasiado sagaces para preverlo: por encima de la delgada capa de racionalidad tecnológica que nos encandila (nos ciega), haciéndonos creer que es la Razón sin más, empezarían a aflorar súbitamente, como un volcán en erupción, todas las contradicciones que esa racionalidad no ha resuelto ni podrá resolver nunca. Entonces se haría patente lo irracional -hasta ahí plácidamente oculto en los pliegues de una Razón aparente- en toda su monstruosa dimensión, y a tal extremo que necesariamente habría que concluir que hasta ese momento estábamos ciegos. Si no literalmente, sí al menos metafóricamente, puesto que como dice Saramago, tan amante de los refranes verdaderos, "no hay peor ciego que el que no quiere ver".

Por eso, esta novela empieza y se nutre de una paradoja (aparente): los que ya estaban de alguna forma ciegos -todo el mundo- se convierten, por obra de la epidemia, en ciegos de verdad, y sólo a partir de esta ceguera es cuando tendrán la oportunidad de ver. Como ocurre con el Dios islámico, que manda cortar la mano del ladrón, a la que éste no ha sabido darle el uso apropiado, el Dios vengador de Saramago decide quitarles la vista a quienes la tenían, por haberla utilizado mal. "Si no han querido ver, pues no verán", parece decirnos el autor, "pero entonces vuestros cuerpos, ya sin ojos, experimentarán (verán) todo el horror que, teniendo ojos, pudieron evitar".

Así, los ciegos de Saramago, si bien son ciegos del mundo que antes veían -un mundo, para ellos, rebosante de normalidad-, ahora perciben lo que para alguien dotado de visión permanece, por regla general, invisible: el terror, la brutalidad y la inhumanidad de una vida que se nos ofrece -en los escaparates de la razón técnica- como natural, como si fuera algo que no ofendiera a la propia vida y a la vista.

Pero hay ciegos que no han aprendido la lección, y es como si siguieran viendo igual que antes. Es el caso de quienes, hacia el final de la novela, cuando es ya evidente que nada de la racionalidad anterior sirve, se reúnen en la plaza pública frente a los nuevos/viejos mesías, sea los de las tinieblas o los de la presunta luz (profetas sectarios o sabios de la economía y la política, da lo mismo):

"Había grupos de ciegos escuchando los discursos de otros ciegos, a primera vista ni unos ni otros parecían ciegos, los que hablaban giraban la cara gesticulante hacia los que oían, los que oían dirigían la cara atenta a los que hablaban", dice Saramago de unos y otros, iluminados o luminosos, en páginas cercanas y textos simétricos. "Se proclamaba allí", por los emisarios de las tinieblas, "el fin del mundo, la salvación penitencial, la visión del séptimo día, el advenimiento del ángel, la colisión cósmica, la extinción del sol, el espíritu de la tribu...", y la lista, en este tono, sigue varias líneas más. En cuanto a los portadores de la luz, "se proclamaban allí los principios de los grandes sistemas organizados, la propiedad privada, el librecambio, el mercado, la bolsa, las tasas fiscales, los réditos, la apropiación, la desapropiación, la producción, la distribución, el consumo, el abastecimiento, la riqueza y la pobreza...", esto es, en los dos casos, música conocida, más de lo mismo.

Y entre los ciegos que no parecían ciegos (de tan metido dentro que tienen este mundo) y los ciegos que lo parecen y lo son, hay un único personaje -significativamente, una mujer- que, ella sí, ve. Bella metáfora sobre "la responsabilidad de tener ojos", como dice el personaje mismo, "cuando los otros los perdieron". El problema es que no basta con uno, ni con diez, ni con mil que vean, cuando los ciegos son millones.

Y la lucidez -nunca mejor dicho- de la mujer se trueca rápidamente en impotencia y desesperación, hasta llegar a desear, en los momentos más amargos de la historia, quedarse ella también ciega. No hay otros ojos que vean: sólo los suyos.

El subtítulo de esta obra bien podría haber sido: "No hay nada mejor, para ver, que quedarse ciego". Esta mujer ve, más allá del testimonio físico que le aporta su mirada, a partir de la ceguera de los otros. Y el pequeño grupo de ciegos que capitanea en medio de la catástrofe general también puede empezar a ver gracias a este lazarillo -físico y moral- que los conduce a través de su ceguera.

En cuanto al resto, tendrán su oportunidad en la última página de la novela, abierta a un nuevo comienzo radical o -sospechamos- al eterno retorno de lo mismo. Como sospechamos que también sospecha el autor, pese a esa mirada despejada a un cielo igualmente despejado con que termina.