¿Existió el 11 de septiembre? A esta altura del partido –ya vamos para seis meses de salvajadas en todo el mundo, con o sin invasión, con invasiones pasadas, presentes y futuras–, podemos afirmar que no, al menos no tal como nos lo cuentan. El 11 de septiembre no fue un «hecho», con su típica combinación de azares y necesidades, de zonas sombrías y luminosas, sino una «necesidad» en estado puro, donde el azar cumple un papel absolutamente secundario y lo que tiene que pasar, pasa, caiga quien caiga. Algo que estaba escrito desde bastante tiempo atrás y que, de esta u otra manera, tenía que suceder por fuerza en la nueva etapa histórica en que para nuestra desgracia nos encontramos y que el 11-S –aparentemente– «inauguró», pero que en realidad fue un eslabón más de la cadena, completamente coherente con el contenido, la dirección y el sentido último de los acontecimientos. Dicho de otro modo: el 11-S no fue un «regalo caído del cielo», sino una muy costosa (en vidas) «adquisición». Barata, sin embargo, desde el punto de vista de los resultados gracias a ella obtenidos. Y como en la patria de las derrumbadas Torres todo se mide en términos de costes y beneficios –como en la empresa del hijo del vecino, sólo que ahí, en la Patria, siempre llegan más lejos–, si comparamos el «éxito» con la «inversión», ¿qué son algunos miles de muertos propios y qué unos cuantos millones de dólares en hormigón?
Porque la carta blanca que el Imperio necesitaba para actuar a voluntad en el planeta entero se imponía desde mucho antes de tan célebre (y celebrada por el Espectáculo) fecha. Las Torres se la proporcionaron, y el Imperio demostró rápidamente que era eso lo que estaba buscando. Le vino tan bien su tragedia doméstica –como podemos verificar ahora, con Afganistán y Colombia en la volteada, Corea, Irak e Irán en agenda, y Argentina a punto de desaparecer del mapa sin necesidad por el momento de invasiones o de bombas– que, como en las malas novelas de detectives en las que muere asesinada la rica heredera y el marido le echa la culpa al jardinero, sabemos de entrada quién es el criminal: el marido. Y es que tan mala como la mala literatura es la novela que, por entregas, nos obliga a leer el poder imperial. Lo único que nos mantiene pendientes, una vez metido en chirona el jardinero, es saber a quién le tocará la próxima vez.
Aunque se pueda no ver claramente la relación a primera vista, a la Argentina ya le ha tocado. El caso es quizá más «oscuro» que los demás porque por esos pagos no hay «narcoterroristas» (Colombia), no hay «gobiernos antidemocráticos» (Venezuela), no hay talibanes como en Afganistán, no hay antiguos «comunistas» reciclados en «terroristas» (Corea del Norte), no hay asomo de ningún nuevo Imperio del Mal (Irán o Irak). Y sin embargo, desde el punto de vista del único y real Imperio del Mal existente –el de la historia tal como siniestramente es, y hoy más que nunca–, la Argentina tiene varias cosas en común con todos ellos. Entre otras, una población superflua (que no produce ni consume y que por tanto no hay inconveniente en aniquilar –al contrario, «malthusiamente», sería de lo más saludable–: por inanición, por enfermedades, por epidemias... o por bombas, llegado el caso, si es que antes no se la puede reducir definitivamente a mano de obra esclava al estilo de los más que tres tristes «tigres asiáticos»); y unos recursos naturales portentosos (petróleo, cereales o carne, en el caso específico argentino) para explotarlos a precio de oro, importarlos al mercado local imperial a precio de ganga, o para «competir» en mejores condiciones con las potencias subordinadas, Europa y Japón.
Son las paradojas de la «globalización»: poblaciones y países enteros del mundo que sobran (no forman parte del «mercado mundial»); recursos mundiales que deben ser acaparados en las regiones «centrales» para seguir engordando la vida de los privilegiados y mejorando su «competitividad»; trabajo barato y miseria en los «márgenes» para abastecer de bienes de toda clase a un mercado «global» que, como consumidor, se limita a una tercera parte del globo (incluyendo las oligarquías nativas de cada republiqueta semicolonial).
He aquí por qué y para qué el 11 de septiembre. En realidad, las Torres no cayeron en el centro de Nueva York; cayeron sobre las orillas de la Tierra. Las mismas que ahora mismo son escenario de la única «globalización» de veras posible: la de la agresión imperial bajo todas sus formas («alta» o «baja intensidad», marines o paramilitares o los dos «cuerpos» a la vez; Banco Mundial/FMI por aquí, democráticos fantoches y fanto-democracias fantasmales por allá.)
La realidad dantesca del mundo, hoy, necesitaba las dantescas imágenes de ese ayer de hace sólo seis meses. ¿Sólo? Lo que viene ocurriendo a partir del 11-S es tan desmedido en relación a todo lo que hemos vivido –e, históricamente, incluso no vivido– con anterioridad, que es como si tuvieran que haber pasado décadas, quizá siglos, para contenerlo, y no los pocos días que en realidad se han sucedido desde entonces. Un desmoronamiento de países y certezas, de legalidades y cotidianidades, de la vieja confianza ciega en el inalterable «curso del mundo», equivalente al propio derrumbe de las Torres sacrificadas por el Imperio para que nada cambie debajo de la superfice sacudida por el huracán: «Tormenta del Desierto» ayer, «Tánatos» (¿cinismo?, ¿lapsus?, ¿sinceridad?) hoy. Y, ¿por qué no?, «Operación Desaparecimiento II», como el tifón que está soplando sobre, y queriendo acabar ahora mismo, con la Argentina.
Argentina, Colombia, Corea, Irak, Irán, Venezuela...
De la A a la Z y de la Ceca a la Meca