28.3.03

 

 

 

 

 

RICARDO DESSAU

VIEJA COMO LA HUMANIDAD

Oportuna lectura de una novela de Kenzaburo Oé

 

Kenzaburo Oé, «Arrancad las semillas, fusilad a los niños», traducción de Miguel Wandenbergh, Barcelona, Anagrama, 1999, 192 pp.

 

No es necesario estar al tanto de la Historia completa, de la A a la Z, para saber lo que se ha hecho de los hombres, o lo que los hombres podrían llegar a ser. A veces basta que caiga en nuestras manos un libro como éste para ser golpeados en pleno rostro por la vieja, irrecusable, verdad. Quizá no tanto una novela como un relato largo (¿o corto?), pero con el aliento de las grandes narraciones épicas. Y con el poder consiguiente que da la síntesis, la concentración, en menos de doscientas páginas, de un mundo, del mundo. Se trata, asombrosamente, de la primera obra publicada por el japonés Kenzaburo Oé, Premio Nobel 1994. Corría entonces el año 58, de manera que el autor tenía tan sólo 23 años. Ahora, por primera vez, puede leerse en español.

No hay aquí apenas personajes singularizados, ni falta que hace. Cualquiera de nosotros podría ser cualquiera de ellos, dada la alta carga simbólica del relato, su alcance universal. De un lado, el alcalde, el herrero, el médico, un francotirador... y sombras, un coro de sombras (pero temibles) formado por los campesinos del pueblo, sencillamente un pueblo como tantos otros, perdido entre las montañas de un lugar del Japón (o de cualquier otra parte). Del otro lado, una voz que narra, sin identificar, como tampoco se identifica al hermano menor del narrador; un soldado desertor, la chica del almacén, y cuando se dan nombres propios, éstos son Minami («sur» en japonés) y uno tan escueto como «I» («estómago» o «voluntad»). El resto de los que conforman este bando –para decirlo ya, el de las víctimas– son la docena de niños innominados que, como Minami, el narrador y su hermano, han sido evacuados de un reformatorio en alguna ciudad durante la Segunda Guerra Mundial (aunque también podría tratarse de cualquier otra guerra), y trasladados provisionalmente a una aldea ignota. Ellos aparecen también como trasfondo, coro, sombras, pero en este caso –y con razón– temerosas. Quienes los recibirán serán, justamente, aquellos campesinos.

«Ignorantes y tontos», como los define el narrador, los habitantes del pueblo, así como los de todos los demás por cuyas inmediaciones ha pasado la miserable troupe a lo largo de su peregrinación, no son menos brutales que los celadores y policías del reformatorio, los hombres de la ciudad. Pero si éstos, hasta cierto punto, están limitados por la ley, los campesinos no conocen otra que la vieja ley de supervivencia de la humanidad. Lejos de brillar la conciencia, lo único que brilla en el pueblo y su entorno es la naturaleza: el paisaje helado, el cielo plomizo, los senderos cubiertos de nieve o escarcha. En este caso un brillo inhumano, que sólo anuncia muerte y desolación.

Y es en este inquietante escenario donde se desarrolla el núcleo del relato: apenas llegados los evacuados al pueblo, estalla una extraña epidemia que hace que sus moradores lo abandonen a su vez, dejando a los niños –ante la probabilidad de que sean portadores de la enfermedad– librados a su suerte. Inermes y desconcertados, éstos se desesperarán primero, después intentarán seguir a los campesinos, serán rechazados violentamente por ellos y finalmente encontrarán la manera rudimentaria de arreglárselas y sobrevivir. («La solidaridad de los abandonados», «Amor» y «La nevada y la fiesta de la caza», son los sugerentes títulos de los tres capítulos –de los diez que componen la narración– en los que se describe este fugaz intento).

Hasta que los campesinos, una vez que tienen la certidumbre de que la epidemia ha cedido, regresan y, para su asombro, comprueban no sólo que la mayoría de los niños han logrado salir indemnes, sino que además, y para ello, han entrado en sus casas, saqueado sus despensas, dormido bajo sus mantas...

El orden, al fin, se restaura: la solidaridad –intimidada por la brutalidad campesina– desaparece; la fiesta acaba. Y el amor nacido entre el narrador y la única niña que se había quedado en la aldea, velando obsesivamente el cadáver de su madre, es aniquilado por un último coletazo de la epidemia, cuando la propia niña es arrebatada por ella.

El relato, de una fuerza poética incontenible, está atravesado por una serie de antagonismos y paralelismos simbólicos, que asoman entre sus líneas para quien quiera ver. Como queda dicho, el fulgor de la naturaleza aflora con toda violencia para enmarcar la opacidad de la conciencia de los hombres (cuando están cerca) o el desamparo de los niños (cuando aquéllos se ausentan). El olor de los cadáveres descompuestos, de la chamusquina del perro enfermo y sacrificado, evoca otra corrupción: la maldad, la traición y la cobardía de los campesinos que se han dado a la fuga, entregando a los niños a una muerte casi segura. Y la muerte efectiva de dos de estos niños (la chica del almacén, mordida por el perro, y el compañero de Minami con quien éste, al principio de la narración, había intentado en vano evadirse de la columna de evacuados, compañero que al fin cae víctima de la enfermedad) no parece representar otra cosa que el necesario sacrificio de la inocencia (otra vez el resplandor natural, o sobrenatural) en el altar de la estupidez y el egoísmo de los campesinos que, en una ocasión, mientras aún permanecen en el pueblo, y en la otra fuera de él, pero no muy lejos, se niegan a prestarles la asistencia, quizá decisiva, de su médico y sus medicinas.

Un último antagonismo, sin embargo, aparece como esencial. Es el que opone, por un lado, la ciudad (con sus cárceles y sus reformatorios, su ley escrita pero siempre susceptible de violación) y el campo (con los campesinos armados de mortíferos azadones y guadañas, así como de aquella vieja ley no escrita pero, ella sí, inviolable en su crueldad), y por otro, cualquier espacio que la imaginación o, como en este caso, la necesidad más imperiosa puedan crear. Abandonados a la buena de Dios, o del Diablo, los niños de la novela se lo inventan: se procuran el alimento y lo comparten, se entregan a sus ritos –la caza, la fiesta–, aman, entierran a sus muertos, redescubren la comunidad...

Ellos, que en su ingenuidad infantil, respetaban y admiraban la guerra, y que ni respetan ni admiran al desertor que de pronto aparece oculto entre ellos en una de las casas del pueblo abandonado, intuyen ahora el valor de la actitud opuesta. De hecho, su posterior ayuda a éste, su encubrimiento, simboliza su apertura a una nueva manera de ver y existir.

No en vano la novela acaba con un mismo y despiadado destino tanto para el soldado como para el narrador (líder natural del grupo y en quien se resume y amplía el avance a tientas de la conciencia colectiva durante la implacable aventura): el de las víctimas del orden que se atreven, de cuando en cuando, a levantarse contra él.

 

 

 

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