27.2.03

 

 

 

 

SOBRE EL PUBLIMEDIA

DINEROS, EROS Y MUERTE

 

Hay un cartelón publicitario junto a la gasolinera, cerca de casa, que da que pensar. Es de una marca de whisky y, como siempre, la imagen que acompaña al pequeño rótulo, casi invisible, nada tiene que ver con el producto en sí. Vemos un antiguo automóvil de lujo, quizás un Citroen de los años 40, negro, reluciente, uno de esos que por las películas nos hemos enterado que servían para transportar, entre otros benefactores de la humanidad, a Herr Hitler. El coche está tomado de atrás, y a través de la luna trasera nos contempla, me contempla («pensamos en ti», como dirían los de El Corte Inglés) un bello rostro de mujer que también, indudablemente, piensa en nosotros, piensa en mí. La imagen invita a fantasear en la dirección pretendida por los expertos. Puta de lujo –todo es lujo, continente y contenido– o divinidad sexual, la mujer me está ofreciendo un lugar junto a ella en su asiento, para dirigirnos los dos al Paraíso Perdido, o para encontrarlo inmediatamente sobre el asiento (que imaginamos tan muelle y sensual como la mujer misma), sin más trámite. Todo es cuestión de coger la botella (previo desembolso de los dineros correspondientes): el resto (el sexo) vendrá por añadidura.

No es que el mecanismo sea novedoso, desde luego, por lo que tampoco se trata de llamar la atención sobre él. Lo que sí en cambio pretendemos es subrayar el grado de eficacia de la persuasión, de la penetración total –totalizadora y totalitaria– que ha alcanzado en la sociedad de masas de hoy el envasado sexual de las mercancías. Envasado por el cual nos parecerá palpar el sexo de la chica del Citroen cada vez que acariciemos la botella del whisky en cuestión antes de servirnos. He aquí flotando el ardor de la chica entre los cubitos de hielo. He aquí la verdadera promesa de felicidad, sensible, nada abstracta, flotando en el mismo reino de la infelicidad, el de las mercancías. Parafraseando el título de una película célebre: Sexo, mentiras y... botellas de whisky.

Hasta aquí, sin embargo, nada hay tampoco que no conozcamos demasiado bien, acostumbrados como estamos al surrealismo de este mundo, que junta cosas tan dispares como el sexo (el placer supremo) y los objetos triviales de consumo; el dinero, por el cual se obtienen esos objetos, y la dicha –la máquina de coser y el paraguas encima de la camilla, como decía más o menos un ilustre antecesor surrealista. Aunque afinando un poco, el tal conocimiento puede revelarse un poco menos obvio y bastante más perturbador de lo que parece.

En efecto, pensemos un momento en esta relación entre los dineros y el Eros. Y vayamos a la fuente de los dichos dineros: la producción en un extremo y el consumo de lo producido en otro.

En primer lugar, producir, por el lado de los propietarios de los medios de producción, es competir, o sea, lucha a muerte (en consecuencia, muerte del más débil y crimen sin castigo –al contrario, reconocido y honrado– del ganador). También es explotar a quien carece de tales medios, que es lo mismo que matarlo en vida dándole trabajo o negándoselo (Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, żno?). En segundo término, desde el punto de vista del trabajador, producir es convertirse en instrumento de trabajo, en cosa, igual que una máquina, poniendo su esencia humana al servicio del mero sobrevivir, que en realidad es el morir, morir de espantosa muerte lenta. Además, los trabajadores deben competir entre sí por llevarse el pan, o más pan que los otros, a la boca, Y siempre habrá entre los propios trabajadores bocas que engullan mucho, bocas que engullan algo y bocas que no engullan nada. Muerte y crimen, aquí también, como sucede entre los que matan a los trabajadores a fuerza de darles trabajo o de quitárselo.

Finalmente, consumir, que es lo que importa: al propietario de los medios de producción, para acumular los dineros, y al trabajador, para gastarlos en beneficio de aquél. Porque consumir es reproducir la cadena de producción y aumentarla, hasta el punto de que cada vez nos exige consumir más. Lo que significa que, cuanto más consumimos, más debemos producir, porque de esta manera estamos alimentando al sistema productivo en su conjunto. El sistema premia nuestra constancia de consumidores vendiéndonos incesantemente nuevos objetos de consumo. La máquina no se puede parar. El crimen, la muerte, tampoco.

Ahora bien, si los cuerpos de los trabajadores son instrumentos de trabajo, no pueden ser fuente de placer (el placer supremo), salvo que la sexualidad se reduzca a la genitalidad regimentada (copular monogámicamente y con horario fijo, por regla general los fines de semana, y sin que la enorme potencialidad sexual del ser humano tenga más salida que a través del coito y sólo de él). Este Eros mutilado (en cuanto sexualidad) se añade así al Eros mutilado (en cuanto pura manifestación de las fuerzas de la vida en general), y la suma de ambos –de sus respectivas mutilaciones– es lo que realmente produce el Dinero, ese gran dios que nos priva de la felicidad, por mucho que unos cuantos, los que lo poseen en abundacia, se empeñen en asociar uno y otra.

Se ve así la verdad detrás de la mentira, la obscenidad del anuncio junto a la gasolinera y de todos los anuncios por el estilo que inundan la ciudad, los periódicos y la televisión. Eros (en la publicidad) y frustración (en la vida real) van a la par. Vida y placer ahí, muerte y displacer aquí. Y la contradicción, lejos de apaciguarse, se exacerba más y más en la medida en que Eros sigue mirándonos desde los anuncios, invitándonos a consumir para producir para volver a consumir, mientras nosotros, pobres infelices, nos debatimos en la impotencia de instalar a Eros, de una vez por todas, en la vida real.

 

 

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