Pimienta negra, 13 de abril de 2002

 

Venezuela/Documentos. De «Il Manifesto», Italia

El último golpe /Como tenía que terminar/ Y como por encanto el petróleo bajó

13.4.02

 

1. El último golpe

Gianni Mina

(editorial de Il Manifesto, 13 de abril 2002)

«Buscan un Pinochet para echarme», había dicho recientemente el presidente venezolano Hugo Chávez. Y acertó. Porque en un país latinoamericano y rico en petróleo como Venezuela, el poder de un presidente de Fedecámaras, la Confindustria local, que ha sido instalado en su lugar después de un golpe «democrático», puede ser más contundente y definitivo que el del ejército. Por otro lado, es cierto que han sido los colegas militares del propio Chávez, ex teniente coronel, quienes lo obligaron a renunciar y a acompañarlos, por orden del nuevo jefe de las Fuerzas Armadas, Efraín Vásquez, a la principal base militar de Caracas, donde ha quedado detenido, pero también es verdad que, desde fines de diciembre pasado, era Pedro Carmona Estanga, el líder de la poderosa Fedecámaras, quien dirigía las operaciones que a breve plazo debían derrocar a este caudillo populista que se proclamaba heredero de Simón Bolívar y buscaba en América Latina un modelo económico alternativo al deseado por los Estados Unidos.

La defenestración de Chávez, elegido en 1998 por un extraordinario número de votos, tiene muchos padrinos. En primer lugar, la oligarquía nacional, preocupada en los últimos tiempos por la «ley de tierras» que establece que los latifundios improductivos con más de 50.000 hectáreas pueden ser confiscados y adjudicados a los pequeños campesinos. En segundo lugar, los directivos nacionales e internacionales de la industria de los hidrocarburos, furiosos por la ley que establece que la extracción y la elaboración primaria del petróleo sólo podrá realizarse por medio de una sociedad en la que el Estado posea al menos el 51% del capital. Para colmo, se aumentaron los impuestos sobre las ganancias resultantes de las otras fases.

Eran intentos dictados por una realidad económica medieval en la que el 1% de la población es propietaria del 60% de la tierra cultivable, o en la que un país con un pasado agrícola notable, y riquísimo en agua y con un clima envidiable, se ve obligado a importar el 75% de los productos alimentarios para una población de 23 millones de personas, de las cuales el 80% son pobres, y con una tasa de desocupación del 15%.

El límite de Chávez, que con espíritu populista enviaba al ejército a hacer labores sociales para aliviar los problemas de primera necesidad de la población, era el del elefante que intenta moverse dentro de una cristalería. Y no me refiero tanto a su pregonada amistad con Fidel Castro o a sus declaraciones de apoyo al movimiento antiglobalización que espantaban a muchas falsas democracias del continente latinoamericano, como a su discurso, a un lenguaje que dejaba perplejos incluso a intelectuales moderados como Carlos Fuentes, el escritor mexicano que, en El País, había escrito que en la cabeza de Chávez había sólo «basura» y que Venezuela había alcanzado «momentos muy difíciles».

De hecho, Venezuela llegó a una situación extremadamente delicada, pero no tanto a causa de Chávez como de aquella «maldición del petróleo» que convirtió a un presidente como Carlos Andrés Pérez en uno de los hombres más ricos del mundo y que al mismo tiempo llevó al desastre a muchos de los países subdesarrollados que tuvieron la fortuna de disponer en abundancia de la riqueza del oro negro. Chávez decretó su propio destino cuando decidió cambiar la política de Venezuela respecto al petróleo, no sólo negándose a abandonar la OPEC, algo propugnado por los presidentes corruptos que lo habían precedido, sino también por su defensa del precio del petróleo y su estabilización, y al llevar a su compatriota Alí Rodríguez a la presidencia de la organización de los países productores de hidrocarburos. A todo aquel que lo criticara por esta política, le respondía que «un barril de petróleo cuesta menos que una Coca-Cola» y que además «los países occidentales cobran impuestos del 50%, y que una parte importante de los precios finales al consumidor se debe a las ganancias exageradas de los intermediarios».

Estas opciones significaban enfrentarse a la actual política energética de los Estados Unidos, que va de la guerra de Afganistán (futuro territorio de tránsito para el gasoducto proveniente de las cinco repúblicas musulmanas ex soviéticas como Tayakistán o Kazajistán) al Plan Colombia, aprobado oficialmente para combatir el narcotráfico, pero que en realidad sirve para que el gobierno de Washington controle, también militarmente, los recursos petroleros (y sobre todo el enorme patrimonio biogenético, único en el mundo) de países como Colombia, Bolivia o Ecuador, donde la presencia de marines es mayor que en Afganistán. No por azar la Comunidad Europea, que debía estar envuelta financieramente en la operación, declinó la oferta al juzgar el plan como «excesivamente militar».

La preocupación por lo que sucede en Palestina ha abierto probablemente la ocasión propicia para defenestrar al molesto Chávez sin demasiadas complicaciones diplomáticas. Un Chávez que no sólo vendía el petróleo a precios políticos a los países caribeños, que no sólo le decía no al ALCA y sí al Mercosur en la lucha en curso en muchos países de América latina para librarse de la imposición de la economía norteamericana y de las recetas del Fondo Monetario Internacional, sino que también había emprendido este camino sin poder ser acusado de la perversión habitual de los militares en el poder en el continente. Sin embargo, lo ha traicionado su demagogia, su populismo exagerado, la involución autoritaria que su gobierno estaba tomando para reaccionar a los ataques de la gran economía especulativa. Pero por encima de todo lo ha derrocado la ilusión de poder hacer una política inconveniente para los Estados Unidos y para las multinacionales de la energía.

 

2. Como tenía que terminar

Mauritius Mateuzzi

En Venezuela terminó como tenía que terminar. El golpe estaba en marcha desde hacía tiempo y el caballo loco Hugo Chávez no tenía escapatoria. Era sólo cuestión de tiempo. No hacía falta demasiado. Con sus sueños de dar vuelta al país como a un calcetín y acabar con la corrupción que había traído Eldorado del petróleo (pero no sólo), hundiendo al 85% de la población en la pobreza, mientras los miles de millones de dólares de la bonanza petrolera iban a inflar las cuentas en el extranjero de una élite más o menos restringida a los conocidos de siempre. Entre los golpistas están los demócratas de ayer: los dos viejos partidos que se han alternado democráticamente en el poder durante casi medio siglo –los socialdemócratas de la Acción Democrática y los socialcristianos del COPEI–, el sindicato tradicional CTV, inclinado mayoritariamente hacia la socialdemocracia, la jerarquía de la Iglesia Católica –a la que Chávez, en uno de esos excesos verbales típicos, definió recientemente como «un tumor»–, y la aristocracia del petróleo. Los excesos verbales del «bolivariano» Chávez se le perdonaron antes del 11 de septiembre porque parecían inocuos. Pero después de lo de las torres gemelas, se acabó. Y cuando tocó los nervios sensibles de la economía –el petróleo, la tierra, la propiedad privada–, saltó por los aires. Víctima de sus propios errores, pero igualmente, y sobre todo, del nuevo orden que se ha instaurado en el mundo. También América Latina es el blanco del nuevo orden mundial impuesto por la Casa Blanca. Si antes la piedra miliar era el Consenso de Washington, ahora lo es el Consenso de Monterrey. El resultado es el mismo.

Hace dos meses era la Argentina, ahora es Venezuela. Y Colombia será la próxima en estallar. Argentina y Venezuela son países con situaciones diferentes. Pero ambos muestran la fragilidad de un sistema de democracia formal que quince o veinte años de neoliberalismo han devastado. Y en octubre se vota en Brasil, donde tiene grandes posibilidades de ganar Lula da Silva, el candidato de la izquierda poco amigo del neoliberalismo. Toda América Latina está en tensión.

 

3. Y como por encanto el petróleo bajó

El precio del petróleo bajó al mínimo –después de cuatro semanas– al anunciarse el golpe en Venezuela. De hecho, la destitución del presidente Hugo Chávez y la formación de un nuevo gobierno al mando del jefe de la «Confindustria» local, ha hecho descender el precio del Brent en Londres a 24,60 dólares el barril, mientras que en Nueva York el crudo se vendió a 24,27. Además, la primera medida tomada por el jefe del gobierno provisional, Pedro Carmona, fue el anuncio de la reposición de la dirección de la compañía petrolera PDVSA, los mismos directivos que habían sido removidos por Chávez, bajo la acusación de corrupción e incompetencia unas semanas atrás. Remoción que había estado en el origen de la protesta de la criticada CTV y de la Fedecámaras (la Confindustria). Dos días de huelga que culminaron –con la ayuda de los militares– con la dimisión de Hugo Chávez. Uno de los máximos dirigentes de la PDVSA ha confirmado el fin de la agitación y la reanudación del trabajo de extracción, que debe llegar al máximo de lo que permitan las instalaciones. La salida de escena de Hugo Chávez es una buena noticia para los mercados mundiales, que temían una nueva crisis económica como consecuencia de la subida del crudo, después de la noticia de la suspensión de las exportaciones de petróleo por parte de Irak. En la OPEC pueden suspirar aliviados, sobre todo las «palomas» (Arabia saudita a la cabeza), que estaban en medio del torbellino. Según EE.UU., la OPEC es la culpable de haber provocado el shock alcista en los mercados cuando impuso que el crudo se vendiese muy por encima de los diez dólares el barril de 1999. Ayer, la salida política de Chávez fue saludada con alegría por la Bolsa de Caracas. Mientras escribíamos estas líneas, las cotizaciones subían más del 7,7%. Y en la comunidad de negocios (incluso la italiana) se empezaba a hablar del «efecto positivo» de esta renovación de la actividad.

(M. Ga.)

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