Pimienta negra, 1 de octubre de 2002

El destino manifiesto y la tragedia anunciada

Luis Fernando Novoa Garzon

«La raza pura angloamericana esta destinada a extenderse por todo el mundo con la fuerza de un tifón. La raza hispano-morisca será destruida.»
New Orleans Creole Courier, 27.1.1855
 
 
«Hoy, la humanidad tiene en sus manos la oportunidad para un gran triunfo de la libertad sobre todos sus viejos adversarios. Los Estados Unidos aceptan de buen grado su responsabilidad de liderar esta gran misión.»
George W. Bush, 11.9.2002

En los EE.UU. no hay lugar para perdedores. Éstos no pudieron vivir para contar la historia. Solamente una «raza de héroes» podía sobrevivir a todas las tribulaciones de la epopeya colonizadora. La travesía del Atlántico fue un verdadero éxodo para desarraigados y perseguidos. En los grandes navíos, el tifus, la tuberculosis y el hambre no daban a los débiles el derecho a continuar. La tierra prometida estaba reservada a los fuertes. Los refugiados puritanos, los primeros en llegar, hicieron de la expulsión un motivo de engrandecimiento. Manía de grandeza y manía de persecución van a la par: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?». A pesar de las múltiples influencias recibidas posteriormente, la herencia calvinista-maniqueísta tuvo una contribución decisiva en la formulación de la identidad del estadounidense y de su sentido común.

Los percances y desafíos de la «colonización heroica» estaban comenzando apenas. El hogar se convertiría en un dulce hogar si de él se extirpaban todas las impurezas. Todo lo que no sirviese para la autoafirmación, todo lo que se interpusiese en el camino de la expansión –léase, salvación– sería calificado de maligno. Aquellos que se consideraban perfectos y elegidos de Dios concluían que el «mal» sólo podía ser diferente, o distinto, u otro.

La noción de supremacía y de superioridad fue construida en el proceso de demonización de los indios, españoles, mexicanos, negros, alemanes, japoneses, soviéticos, serbios, latinos, islámicos, o sea, de todos los no americanizables. Procurando mantener intacta su esencia, esta microsociedad europea trasplantada a América se deslizó hacia el integrismo religioso-cultural y hacia el racismo más sórdido. Los peores fundamentalismos nacieron en la «Patria de la libertad».

¿Dios es norteamericano?

Dios no murió como dice Nietzsche, fue secuestrado por el Imperio norteamericano. Los guardianes del cautiverio tienen en sus manos un mandato exclusivo para administrar la Creación y todas sus criaturas. Incluso el paraíso fue demarcado y privatizado: «Dios escogió a América para que aquí se construyese la sede del paraíso terrestre; por eso, la causa de América será siempre justa y ningún mal le será jamás imputado. Los colonos son los auténticos herederos del pueblo elegido, pues preservan la santa fe. Nuestra misión es dirigir los ejércitos de la luz en dirección a los futuros milenios.» (Prédicas puritanas, Nueva Jersey, 1660)

La predestinación de los EE.UU., suma de la predestinación de cada estadounidense, es una profecía consciente autocumplida. Este discurso salvacionista del mundo fue más determinante que cualquier referencia formal a la ciudadanía o la ley. Bajo el impulso de esta voluptuosidad vinieron la independencia, la marcha hacia el oeste, la guerra civil, el gran mercado y los grandes monopolios. La economía norteamericana pasó a ser controlada por trusts industriales en asociación con los grandes bancos. Había llegado la hora de conquistar el mundo. El capital monopolista podía esconderse detrás del arquetipo de una nación de colonos libres y unidos por valores morales comunes. La expansión de las grandes corporaciones, teniendo como soporte a las belicosas fuerzas armadas norteamericanas, sería vista como la expansión de un ideario y de un modo de vida superior. El «destino manifiesto» de los EE.UU. revela la paradoja de un imperio que se formó y se nutrió en el seno de una nación democrática.

El Imperio proclama: «El mundo soy yo»

El imperialismo norteamericano, más que cualquier otro, invoca para sí una misión civilizatoria y mesiánica. Los sucesivos presidentes de los EE.UU. no hicieron otra cosa sino universalizar los intereses más particulares. Sus nombres están inscritos en la historia del expansionismo yanqui: Corolario Polk, Corolario Roosevelt, Doctrina Monroe, Doctrina Truman, Doctrina de la Buena Vecindad de Eisenhower y Doctrina de las Nuevas Fronteras de Kennedy. George Bush (el padre) dejó también su contribución cuando lanzó en 1990 el programa «Iniciativa para las Américas», la demarcación de la base territorial y económica a partir de la cual se proyectaría el poder de los EE.UU. sobre el mundo. Al año siguiente, con el fin de la Guerra Fría y de la URSS, se crearon condiciones objetivas para el establecimiento de un orden mundial polarizado exclusivamente por los EE.UU. Faltaban, sin embargo, políticas justificativas y motivos morales.

George W. Bush (el heredero) recibió este premio diez años después. El terrorismo internacional, el nuevo «enemigo», clarificó el papel de los Estados Unidos en el mundo, revelando su verdadera vocación. Elaborada por las aves de rapiña del Complejo Industrial-Militar, la Doctrina Bush no peca de eufemismos: «En la gran tragedia, vimos también grandes oportunidades. Debemos tener la sabiduría y el coraje para aprovechar estas oportunidades. La mayor oportunidad de los Estados Unidos es la de crear un equilibrio en el poder mundial que favorezca la libertad humana. Usaremos nuestra posición de fuerza e influencia sin paralelo para construir un clima de orden y apertura internacional».

Las capuchas ya no son necesarias. A cara limpia, se da por descontado que se valdrán de su confortable posición de superpotencia «de fuerza e influencia sin paralelo» para imponer una nueva Pax Romana al mundo. De este modo, los señores de la guerra y de las corporaciones sólo pueden agradecer e inclinarse para que vengan nuevas tragedias y, envueltas en ellas, esas «grandes oportunidades». Las élites globales, por tanto, deben saludar calurosamente el caos que inaugura, concomitantemente, un nuevo y definitivo orden internacional. Entonces, ¡viva la guerra perpetua que hace imperativa la paz perpetua!

¿Cuanto peor, mejor?

Suenan las trompetas apocalípticas anunciando la llegada de la caballería. Cuanto mayor la destrucción, mayor la creación. Cuanto más debilitadas se encuentren las otras naciones, más omnipotentes serán los EE.UU. Cuanto más desmoralizadas las instituciones multilaterales, más legítimo el unilateralismo norteamericano. Cuanto más presente sea el terrorismo, más omnipresente será el Imperio anti-terror.

Preparan lo peor para después preparar lo mejor para sí. Las nuevas Casandras anuncian las más terribles desgracias que ellas mismas se esfuerzan en ejecutar. Cuando las tragedias se transforman en tabla de salvación, que nadie dude de la capacidad de aquellos que están determinados a salvar a los EE.UU. de planearlas con precisión y maestría.

 

El autor es sociólogo, miembro de ATTAC.
l.novoa@uol.com.br
Traducción: R. D.