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Joyce Cavalccante

Esas fiestas

(cuento)

 

8/1/02

 

 

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Para Guiomar y Eduardo Maffei, con nostalgia.

Doña Amelia se sentó en la poltrona de siempre y retomó su tejido tímidamente, pero con la determinación de quien teje un gran proyecto. Toda la familia estaba reunida. Parecían conversar antes de su llegada. Ahora, ante su presencia, se impuso el silencio, dejando en el movimiento del aire los ecos indiferenciados de sus palabras.

Si Fernando, su yerno, no se hubiese levantado para hablar, ese silencio no se habría acabado nunca. Incómodo silencio quebrado por un asunto más extraño aún:

–Lo hemos decidido, Abuela. Usted no se va.

La viejecita permaneció callada. No contraargumentó nada, impidiendo que su yerno, al responderle, prosiguiese su discurso. Llena de tristeza, se contuvo para que sus lágrimas no asomaran allí, frente a todo el mundo. Hizo una larga pausa. Se conformó:

–Muy bien, hijos míos. Si lo habéis decidido, decidido está–. Y ni siquiera alzó la cabeza para hablar.

Todos suspiraron aliviados. Todo sería igual que los otros años y, mañana mismo, festejarían la Navidad como de costumbre. Ella, la abuela, haría la tarta de nueces. Marisa, su hija mayor y la mujer de Fernando, haría el pavo relleno con mandioca. Lídia, la segunda, vendría de otra ciudad acompañada por sus tres hijos, nacidos de dos matrimonios. Téo, su único hijo varón y el más joven, le traería el mejor regalo. Era el más rico y la mimaba siempre con generosidad. Podría ser una joya. Pero, ¿para qué? Jamás iba a ningún sitio. Se acordó, entonces, de su nieta mayor, Renata. Tal vez se casase dentro de poco. Sentía unas ganas locas de darle todo lo que tenía. Era tan bonita. Era su única nietecita mujer.

Al día siguiente, alrededor de las nueve de la noche, comenzaron a llegar preparados y sonrientes para renovar la tradición y festejar la Navidad, que, por costumbre, se conmemoraba en la casa de Téo. Al atardecer, se dirigió hacia allí. Subió al coche sin dar muestras de rabia o incluso desilusión. Iba hasta un poco avergonzada. Sabía que Téo sabía de su deseo secreto. Marisa había consultado con todos. Sólo quería que él no le preguntase ahora por sus motivos.

–¿Pero por qué deseabas pasar las fiestas lejos de la familia, en un asilo de ancianos?

–Sí, allá, hijo mío. Allá. Cosas de la edad.

Téo la abrazó, mientras le abría la puerta del coche para que subiese.

–¿Traes todo ahí? –le preguntó apuntando con el mentón hacia el bolso que llevaba en la mano, y que ella, inmediatamente, apartó.

–Sí. Aquí tengo todo lo que necesitaré hasta mañana. Inês ya habló conmigo. Después de cenar, vais a salir, ¿no es así? Me quedaré cuidando a los niños.

–Sí. Sobre todo por el bebé.

–Claro, hijo.

–¿No te importa, no?

–Claro que no.

–Ya sabes lo que pasa. Las asistentas necesitan divertirse un poco. Al fin de cuentas, son personas también. El día de Navidad todo el mundo se merece un descanso. Fue por eso que Inês se tomó la libertad de pedírtelo.

Hacia la medianoche comenzaron a dispersarse. Marisa y Fernando, siempre muy católicos y con una familia ajustada a los moldes, fueron a misa con sus hijos. Sólo Renata no los acompañó, pues se dio una escapada a casa de los padres de su novio.

Lídia resplandeció de alegría cuando Téo e Inês la invitaron para que los acompañara al club, donde había un baile y una cena. Sus tres hijos se quedaron a dormir con la abuela en la casa del tío Téo. Y era justo que Lídia fuese a divertirse. En resumidas cuentas estaba soltera otra vez.

Así, la casa, en un minuto, se fue quedando vacía, vacía. Imitaba a su propia vida. Un resto de fiesta era todo lo que le había quedado. Papeles de regalo gastados por las esquinas. Los niños durmiendo abrazados a sus muñecos y osos de peluche. El bebé de Inês satisfecho, regurgitando su última comida.

Cuando Tibério, su marido, aún vivía, ella también tenía misas a las que ir, rodeada de sus hijos. Tenía visitas que hacer. Tenía fiestas, cuando las conmemoraciones, con el tiempo, se fueron paganizando. Después, tenía un sueño tranquilo, seguro, caliente, al lado de otro cuerpo que daba forma al suyo. No le gustaba recordar, porque, junto al recuerdo, crecía como un parásito la hierba nociva de la conciencia de que todo eso ya no formaba parte del presente, y de que su porción de risas y alegrías había sido consumida ya. Ahora se trataba de esperar el final y, mientras éste no llegaba, de servir a los que estaban empezando.

Profundizando así en los laberintos de la mente fue cómo reunió el valor para expresar el secreto deseo de pasar las fiestas en un sitio más identificado con ella. Por unos días, había acariciado el sueño de poder, por un momento, volver a reír, bailar e incluso enamorarse otra vez. –Qué idea, Amélia. Qué idea– dijo en voz alta.

Al día siguiente, después del almuerzo en que se devoraron las sobras de la fiesta, Inês la acompañó. Era muy cariñosa y la tuteaba. Era buena esa muchacha con quien se había casado Téo. Una buena muchacha.

Dos días después de Navidad, Marisa convocó a toda la familia, menos a ella, a una reunión. Por una vez iban a decidir su destino.

–La noto muy rara. No me parece bien que se quede allí, sola, en ese piso enorme. Creo que ha llegado la hora de que se vaya a vivir con alguno de nosotros o de que viva un poco con cada uno.

–Además es muy buena y no molesta; al contrario, sólo ayuda– dijo Marisa.

–¿Pero aceptará?– expuso Inês.

–La familia convence– afirmó Téo con la máxima seguridad, o sea, con la seguridad de siempre.

–Qué idea más disparatada esa de doña Amélia, de querer pasar las fiestas porque sí en un asilo de ancianos. Me moriría de vergüenza si alguien se enterase de que la abandonamos así–. Fue este el parecer de Fernando.

–Tienes razón, amor– dijo Marisa–. Pero no olvides. Fue ella quien lo quiso. Insistió en que yo le encontrase un lugar como ése. Me pidió que hablara con todos vosotros, llena de miradas misteriosas.

–¿Cuáles serían sus motivos? ¿Cuáles los motivos de ese deseo estúpido? ¿Sentirá que es un peso para los demás? ¿Estará medio esclerótica?– comentó Lídia.

–Supongo que sí– dijo alguien.

–Tenemos que sacarle esa tontería de la cabeza, invitándola a vivir con nosotros –continuó Lídia–, así le demostraremos que es amada y necesaria. ¿Se sentirá mejor? Quién sabe. Pero es útil. Para empezar, me la llevaré conmigo durante un tiempo. Será bueno que cambie de ciudad.

Acabaron convenciéndola y cuando Lídia partió, ella fue a la rastra. Incluso, como previó la propia Lídia, su semblante se fue haciendo más alegre desde el inicio del viaje. Pasó enero y febrero allí y sólo volvió cuando empezaron las clases de los hijos de Lídia y ellos regresaron de las casas de sus respectivos padres.

Se mudó a la casa de Fernando y Marisa, y ahí se quedó hasta noviembre, cuando cargó armas y bagajes hasta la mansión de Téo. Aquí disponía de un cuarto para ella sola y podía tener sus cosas más organizadas. (Cosas que ahora eran pocas, ya que apenas se marchó con Lídia, Inês y Marisa desmontaron su piso).

Sentía nostalgia de la época en que se arreglaba por completo para un hombre e intentaba seducirlo con gestos, ropas y perfumes. Su feminidad volvía obstinadamente una y otra vez. Eso le daba miedo y la hacía llorar. Se repetía a sí misma todo el tiempo: –Eso ya pasó. Tú ya no tienes ese derecho. Eso ya pasó. Ya pasó.

Otra vez se acercaba la Navidad. Estaba bien porque así tendría la oportunidad de reunir a todos los hijos y alimentarlos con tartas y bocaditos tiernos, parecidos a los que hacía cuando eran niños. Sin embargo, todo pasaba tan rápido. En dos o tres horas todo acababa. Cada cual se iba para dedicarse a la vida, mientras ella se dedicaba a observar dentro de sí los contornos de la muerte.

Todos llegaron alrededor de las nueve. Renata estaba bonita con su vestido rojo. La iban a pedir en matrimonio. El bebé de Inês ya tenía un añito y corría por la casa, intentando seguir a los niños mayores. Lídia llegó con la mayor novedad: tal vez se casase otra vez, ahora con un hombre más viejo y que no podía ir a conocer a su familia porque tenía que atender compromisos innumerables.

Carlos Augusto, uno de los hijos de Lídia, se refirió al futuro padrastro como un viejo feo y calvo. Lídia se enfadó y mandó al muchacho a dormir antes de tiempo.

–No, hija mía –pidió la abuela compadecida. –El niño dice lo que siente sin pensar en las conveniencias. Tiene celos. Es normal que los hijos crean que los padres ya no tienen derecho al amor y a la renovación de la vida. Perdona al pobrecito. Mañana hablas con él, con más calma, y le explicas. No arruines una noche de fiesta, por favor.

Ante eso, Lídia se mostró de acuerdo. El nieto le sonrió agradecido con una mirada perspicaz.

Después que pasaron las fiestas, todo siguió igual. Pasó el año. Renata se casó en julio, el día 15. Estaba preciosa de novia. Por ese motivo, doña Amélia tuvo que permanecer casi todo el semestre en casa de Marisa, ayudando. Después de la boda, volvió a la casa de Téo, que se estaba convirtiendo en su verdadero refugio.

Más o menos a mediados de noviembre, volvió a sentir aquello. El fuego y la ansiedad, cosas que la dejaron en cama hecha una vieja inútil. Se deshacía en lágrimas sin motivo. No comía. Iba de aquí para allá hecha una pena. Fue en medio de esa tensión cuando sus ojos descubrieron un anuncio del periódico. Un reposo seguro y alegre para personas de la tercera edad: "La Residencia de Otoño". Bonito nombre. Quedaba lejos de la ciudad, pero había un autobús especial, lo domingos, para visitantes. Podía hacer una escapada e ir hasta allí sólo para conocer. ¿Qué mal haría?

Y un domingo de ésos, diciendo que iba a misa, no fue. Se levantó antes que todo el mundo, como era su costumbre. No llamó a la empleada para que la acompañara como hacía siempre. Salió sola.

Con el pequeño recorte estrujado entre los dedos, tomó el autobús que estaba lleno de gente triste y lleno de gente alegre también, como el propio mundo. Cuando llegaron, tenía aún el mismo trocito de periódico apretado en la palma de la mano sudada. Bajó del autobús y, junto a los otros pasajeros, subió los peldaños de acceso a la residencia. Miró alrededor, escudriñándolo todo con los ojitos casi cerrados detrás de las gafas de miope.

Alisándose la chaqueta, un poco torpemente, se acercó a un grupo ruidoso y de mucha edad, que hablaba de las próximas fiestas de fin de año y de qué se disfrazarían. Se unió a la conversación y supo que iban a organizar una gran comida para Navidad y un gran baile para Año Nuevo. Era exactamente todo lo que había soñado en esos dos últimos años. Hacia el fin de la tarde, ya casi a la hora de la vuelta del autobús, un simpático señor le preguntó si había venido para quedarse. Afirmó que sí. No se iba a quedar hoy, pero volvería la semana próxima para las fiestas, seguramente.

Le preguntaron también cómo sería su disfraz. Ella, siempre tímida, respondió: no sé, pero en el fondo ya tenía la certeza se que se vestiría de juventud.

 

(traducción: R. D.)

Lucca Della Robbia (Florencia, circa 1400-1482): "Intérpretes de címbalo"

LA AUTORA

Joyce Cavalccante es escritora de novelas y cuentos, cronista y periodista. Ha publicado seis libros y participó en ocho antologías. Nació en Fortaleza, ciudad situada en el Nordeste de Brasil, un poco al sur de la línea del Ecuador, por lo tanto, llena de sol, mar, entusiasmo, y sin pecados. De allí obtuvo elementos sobre la vida provinciana y resignada de las mujeres que fueron criadas para rezar, casarse y morir. Y sigue trabajando hoy con estos elementos. Vivió en Rio de Janeiro, donde descubrió su capacidad de sobrevivir en ciudades mayores (Nueva York y Washington). Se mudó a San Pablo, donde vive en estado de permanente creación. Joyce es miembro del directorio de RELAT-Red de Escritoras Latinoamericanas . También es la actual presidente de REBRA - Rede de Escritoras Brasileñas.

 

http://www.oocities.org/~joycava