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Marcelo del Campo

La felicidad

Un cuento de año nuevo

1/1/03

 

 

para R.

Bueno, felices fiestas.

La escuchó detrás de la ventana, detrás de la celosía, detrás de la enredadera que se enreda con obstinación entre los huecos.

La enredadera, sobre todo, no se siente feliz. Corren malos vientos para ella, no este viento invernal, sino vientos humanos, las tijeras del Administrador.

El muy degenerado la quiere cortar. Me la quiere cortar, piensa él, porque es también, por qué no, una castración.

Por qué no se corta la voz, señora.

Buenas tardes, doña Pepa. Y los niños.

En el cole. Tengo prisa, perdone.

No se preocupe usted, atienda, atienda. Que siga bien.

De su parte.

Y tanto.

Esta doña Desamparados, siempre con prisa. Y yo con prosa, señora, hágame el favor, déjeme escribir, ¿no comprende que tengo el escritorio detrás de la enredadera, detrás de la celosía, detrás de la ventana, pegado a la pared?, ha comentado él alguna vez, saliendo a la acera, haciéndoles ver que existía, y que la vía pública es hasta por ahí nomás pública, hasta que entra en contacto peligrosamente con el interior, con el interior de las personas, ¿eh?, con el espíritu o como se llame, de qué forma explicárselo, si esta gente no tiene idea porque no tiene ideas, carece justamente de la cosa en cuestión.

Es toda esta multitud una tele. Tiene válvulas, circuitos integrados, sintonizador de 132 canales, parabólicas que los expulsa del mundo hacia el espacio exterior, donde retorna eternamente el satélite. Se aprestan para ver cómo se les escapa la vida un año más ante la pantalla terminal, el tanatorio, el tótem. La Felicidad los impregna como a una fregona.

¿Ha visto Doña Pepa el nuevo turrón que ponen en la publicidad?

No, pero se lo han dicho a mi niño en el cole, sin falta la veré, ya sabe, mi marido está malito y he de atenderle, he de ser paciente. Está toda el día encendida, pero apenas le presto atención, pobrecilla. Bueno, felices fiestas.

Esta doña Pepa no tiene tiempo para nada.

Como él salió en defensa de su prosa y de su integridad espiritual y mental, una de las señoras congregadas, herida en su sensibilidad, se fue a quejar al esposo, que casualmente integraba la flamante Comisión de Obras. Así que el esposo propuso:

A éste me le sacan la enredadera. ¿Acaso no hay que pintar la celosía, puesto que estamos pintando la fachada?

Cosa importante la celosía, que él dice que protege su intimidad. Intimidad, qué es eso.

Lo mismo pensaba, pensaba es un decir, el arquitecto y vecino que se inventó el tinglado, ya que un buen día, antes de las obras, sin comerla ni beberla, le gritó en el pasillo del edificio:

A (y aquí la inicial del gentilicio de un país extranjero) de mierda.

A de Mierda contestó:

E Hijo de Puta y de mierda también.

El arquitecto aludido, o no tan aludido sino más bien mencionado y descrito con todas las letras, esgrimió el paraguas, mientras el portero y algunos de los presentes actuaban con celeridad, impidiendo que la Conciencia ahogara a la Tele en un mar de sangre.

En términos similares, términos es un decir, más bien impulsos eléctricos carentes de todo relieve y significación, pensaba el ex portero, pero pensar no hace feliz, y además qué es eso, cuyo sueño de Felicidad consistía en comprarse un piso en el mismo edificio donde había ejercido durante más de veinte años su portería, y humillar así con todas las de la ley al portero actual, así como a todos los demás propietarios que durante aquellas dos felices décadas no habían dejado de prodigarle humillación tras humillación.

Ejerciendo la titularidad, de esto hacía ya como ocho o nueve años, el hombre había intentado en una ocasión rebanarle la enredadera con el pretexto de que los vecinos de arriba lo acusaban de que la planta en cuestión, mejor dicho las hojas más bajas, ocultaba los excrementos del perro que el de la prosa, en cierto lejano tiempo, había recogido por piedad hasta que se le escapó (¿o lo atropellaron con uno de sus poderosos coches los de la Comisión? Entonces no había en sentido estricto Comisión, pero siempre, metafísicamente hablando, hay Comisión).

Dígale a ésos, contestó, que dejen de tirarme su propia mierda en la terraza y en la enredadera, antes de levantar el dedo acusador contra la mierda de mi perra, que además está muy por encima de la de ellos, a pesar de que son, qué duda cabe, los de arriba. Y yo arrendatario abajo. Gloria al Diablo en las alturas.

Y felices fiestas, porque se trataba entonces de un período similar, si mal no recordaba, el eterno retorno.

Dicho y hecho, el portero tocó el timbre algunos días después para hacerlo. Con lacayuna sonrisa disimuladora y una bolsa metida en un artefacto con ruedas, las largas tijeras estarían metidas en algún agujero, se presentó obsequioso, preguntándole si no quería que le podase un poco la plantita de referencia.

De tanta prosa, nuestro pobre hombre asciende cada tanto a las nubes y no cae inmediatamente en la malignidad de los otros, por lo que sólo dijo:

Oh, muy bien.

No dicho pero hecho, el portero casi se la cortó. Sólo la providencia intervino, y él se dio una vueltita por la terraza.

¿Qué hace?, gritó.

El portero: estoy podando.

Él: eso no es podar, es atentar contra mi derecho constitucional a la intimidad, mi espíritu, mi conciencia, mi sacrosanta necesidad de pensar y de pasearme en pelota, como nuestros hermanos los indios.

Bueno, no se ponga así.

No me pongo, pero ahora siga, qué remedio, no me va a dejar el desastre por la mitad.

Siguió y terminó.

Pasaron cinco años hasta que la enredadera se recuperó. Pero el ex portero ahora está indignado. Cómo se atreve la muy puta que la parió. A los cinco años resucitó, yo me incorporo a la Comisión, a las órdenes del arquitecto, que para eso es arquitecto y sabe que la planta es peligrosa, se enreda, todo tendría que ser liso, antiséptico, diáfano, puro. Si tuviéramos un Berlusconi.

En suma, que ahí están los tres. Más una doña Pepa o una doña Desamparos, qué más da.

Y el Administrador, que le ha ofrecido dos veces su palabra (¿de qué?) de que no, que no se la cortamos, hombre, pero que la otra noche, eran las 11, tocó el timbre, abrió Elvirita, preguntó por el de la prosa, ella le dijo que no estaba, mentira, estaba durmiendo, exhausto de tanto buscar dentro del ordenador, el Administrador le dijo a Elvirita: sí, señora, se la vamos a cortar, lo decidió la Comisión de Obras, es necesario pintar la celosía, aunque como se acerca el final de año, felices fiestas.

Saltó de la cama hecho un tigre, irrumpió en el cuartito ad hoc de la susodicha comisión, tronó, y explicó de una manera bastante persuasiva, aunque obviamente vana, que le cortaría la mano a quien se atreviera a posarla sobre la enredadera.

Acto seguido volvió a la cama y al otro día a la prosa, vigilando ceñuda y sañudamente en la medida de lo imposible la planta a través de la ventana.

Hoy abrió la ventanita del baño, sobre cuyo mate cristal va a estrellarse regularmente la lluvia de la ducha cada vez que Elvirita o él deciden ponerse bajo su protección. Y esto ocurre todos los días, lástima por lo de la asepsia, Berlusconi, etc.

¿Cuánto queda para el próximo año nuevo, y el otro, y otro más? ¿Para que Claudina, la bebé, cumpla los 16? El cartel del Corte Inglés brilla, las diademas suspendidas en lo alto de Serrano brillan, la tele siempre brilla ya que para Ella el tiempo ni siquiera transcurre, es la Eternidad en persona, y los miembros de la Comisión de Obras participan, no hace hace falta que se mueran, aunque les estaría bien empleado, de la Gloria de Su contemplación electrónica, nada celestial, aunque mucho más entretenida. El Circo pagó siempre más, mucho más, que Nuestro Señor.

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, dijo para sí, comiéndose su incredulidad.

Asomó la cabeza por la ventana del cuarto de baño, mientras la bebé chillaba víctima de un horrible cólico.

Elvirita, desesperada.

Y la enredadera, aún ahí.

Escuchó:

Bueno, felices fiestas.

La Felicidad, ja.

 

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