MOSHE LEWINEL ESTALINISMO Y EL SÍNDROME DE LA HEREJÍA
El siguiente fragmento corresponde al libro «Le siècle soviétique» («El siglo soviético»), del historiador de origen polaco Moshe Lewin, que aparecerá el 1 de marzo en Francia, en una coedición de Le Monde Diplomatique / Fayard. El fragmento en francés ha sido difundido a través de Internet por «Le Monde Diplomatique»: http://www.monde-diplomatique.fr/livre/sieclesovietique/extrait Traducción: Round Desk.
El recurso de Stalin a los símbolos de la religión ortodoxa es también revelador. Sus biógrafos extranjeros lo han comprendido bien, al evocar la forma litúrgica del Juramento. Éste remite a los años pasados en el seminario, el único período de su vida en que recibió una formación, y cuya influencia se encontrará más tarde en los rituales de la confesión y el arrepentimiento impuestos a sus enemigos políticos –y que no bastaban jamás: por definición, incluso perdonado, un pecado sigue siendo un pecado. Reflexionemos un momento en el concepto de herejía y en su utilización en política. Para el estalinismo, el «pecado» lleva el nombre de «desviación»; debe ser extirpado, al modo de una herejía. La expresión «síndrome de la herejía» es perfectamente adecuada para dar cuenta de los rituales y de la propaganda, de las persecuciones sufridas por quienes tenían –o hubieran podido tener, lo cual era el caso más frecuente– opiniones divergentes en relación con el credo supuestamente común. De una manera característica, es Stalin mismo el que ha «explicado», en uno de sus discursos, que existe «desviación» desde el momento en que un fiel del Partido comienza a «tener dudas».
Sobre este tema, citemos a Georges Duby, quien ha estudiado la herejía en la Edad Media, una época en la que se desarrollaron métodos muy elaborados para extirpar la disidencia y asegurar la conformidad:
«Hemos visto que la ortodoxia suscitaba la herejía al condenarla y nombrarla. Pero es necesario agregar finalmente que la ortodoxia, puesto que castiga, puesto que persigue, levanta todo un arsenal, que de inmediato vive su propia existencia, y que a menudo sobrevive incluso a la herejía que debía combatir. El historiador tiene que considerar con la mayor atención estas instituciones de investigación y su personal especializado, constituido frecuentemente por antiguos herejes redimidos.
»La ortodoxia, puesto que castiga y persigue, instala asimismo actitudes mentales particulares, el odio a la herejía, la convición entre los ortodoxos de que la herejía es hipócrita, de que está enmascarada y, en consecuencia, que es necesario detectarla a toda costa y por todos los medios. La represión crea por otra parte, como instrumento de resistencia y de contrapropaganda, diversos sistemas de representación que continúan actuando durante mucho tiempo [...] Pensemos también, de forma mucho más simple, en la utilización política de la herejía, del grupo herético tratado como chivo expiatorio, con todos los procedimientos de amalgama momentáneamente deseables.»
Este análisis de los tiempos medievales parece tratar realmente del stalinismo y de sus purgas. La caza del hereje está en el centro de la estrategia estalinista y de la construcción del culto a la personalidad. En efecto, lo que justifica el empleo del término «culto», tal como lo entienden los católicos o los ortodoxos, no es tanto la atribución de cualidades sobrehumanas al dirigente supremo como el hecho de que el ejercicio de este culto reposa sobre una verdadera tecnología de la caza del hereje, las más de las veces creado artificialmente. Como si, privado de este arco de bóveda, el sistema no pudiese existir. De hecho, la persecución de los herejes ha constituido la estrategia psicológica y política óptima para justificar el terror en masa. En otras palabras, el terror no era una respuesta a la existencia de herejes; éstos eran inventados para legitimar el terror, del que tenía necesidad Stalin. El paralelo con la estrategia de las Iglesias es aún más evidente si se considera que Trotsky era la figura perfecta del «apóstata» por toda clase de motivos, religiosos o antirreligiosos, nacionalistas, antisemitas, etc. Este rechazo ha durado mucho más que la adulación a Stalin. Incluso después del hundimiento de la Unión Soviética, el odio a Trotsky, tenaz, está muy difundido, sea entre los estalinistas de hoy, los nacionalistas o los antisemitas. Vale la pena plantear la pregunta: ¿se debe ver en esto una síntesis del odio al socialismo, al internacionalismo, al ateísmo? La lectura atenta de los argumentos de los adeptos a Stalin permitiría sin duda poner de manifiesto los ingredientes que vuelven a Trotsky odioso para tantas corrientes del espectro ideológico ruso, donde es muy raro que se estudie al personaje con un mínimo de distanciamiento.
Además de la religión ortodoxa, el pasado ofrecía a Stalin otros alicientes. La comparación de su posición con la de un zar no fue establecida inmediatamente. En cambio, la decisión de construir el «socialismo en un solo país» (claramente, «nosotros podemos hacerlo con nuestras propias fuerzas») muestra que la ideología era ya manipulada para las necesidades de la causa, en el sentido de un «chovinismo de gran potencia», como lo acusaron sus adversarios. Antes de convertirse en una pura intoxicación ideológica y política, el slogan tenía que seducir a un auditorio compuesto mayoritariamente por vencedores de la guerra civil. En el caso del zarismo, el dominio que ejercía sobre la religión estaba por otra parte estrechamente ligado a los símbolos de la Iglesia: el zar se apropiaba de esta legimidad supraterrenal. En cambio, Stalin y su culto no dependían del orden religioso. Se trataba de una construcción puramente política que tomaba en préstamo y utilizaba símbolos de la fe ortodoxa, más allá de la cuestión de saber qué parte de esta fe y de sus sustratos psicológicos compartía Stalin personalmente. Ningún dato, que se sepa, puede ayudarnos a responder a tal cuestión, aunque todo nos lleva a pensar que Stalin era ateo. Es esencial comprender que Stalin realizó una política concebida para transformar al Partido en un instrumento de control por parte del Estado, incluso en un instrumento a secas. Esto, una vez más, se deriva de su «filosofía de los cuadros». La empresa, puesta de manifiesto muy pronto, está prácticamente acabada al fin de la NEP, en 1929. Es la consecuencia lógica de la afirmación altiva según la cual «no existen dificultades objetivas para nosotros». Semejante concepción del papel de los cuadros demandaba más que una simple transformación del Partido, ya en plena mutación: reclutamiento masivo de nuevos miembros, expulsión de las sucesivas oposiciones, sin hablar de las renuncias espontáneas, un fenoméno de gran amplitud, pero negado oficialmente. Estos tumultuosos movimientos de personas exigían la extensión del aparato del Partido, hasta entonces limitado y no percibido como un peligro por los cuadros bolcheviques, los cuales se encuentran en su mayor parte en una oposición declarada o no. El modesto pero indispensable aparato del Comité Central, que se había constituido en 1919, ignoraba el número de miembros del Partido. Pero, en manos de Stalin, y sobre todo después de su desginación para el cargo de secretario general en 1922, empieza a jugar un papel completamente diferente. Stalin tenía un sentido infalible de lo que debían ser los instrumentos del poder. Los «viejos bolcheviques» actuaban preferentemente en el seno de la administración del Estado, de los comisariados del pueblo y otros servicios gubernamentales. Stalin reforzaba su control sobre el «Secretariado». Era un instrumento indispensable, no sólo para gestionar la llegada masiva de nuevos miembros desprovistos de la mínima formación, sino también para dominar el Partido y sus cuadros presentes desde el inicio. A los «viejos bolcheviques» les faltó tiempo para comprender este proceso. Fue necesario esperar hasta 1923 para que algunos empezaran a criticar, después a deplorar, el creciente poder de la «máquina del Secretariado». Evidentemente, éste ya dominaba el arte de determinar la composición de las delegaciones a las conferencias y congresos del Partido, de acuerdo con los deseos del Politburó. Los historiadores parecen estar de acuerdo en considerar que el XIII congreso, de 1924, en el que Stalin fue reelegido como secretario general, fue la jugada inicial. El Partido tal como lo habían conocido sus primeros miembros y aquellos que se habían incorporado durante la guerra civil estaba en vías de desaparecer. A partir de esa fecha, todos, salvo los miembros de base, eran «cuadros», es decir, trabajaban dentro de un aparato donde cada uno ocupaba un lugar preciso en una jerarquía de funcionarios disciplinados. Todavía se guardaban ciertas apariencias. Éste era el caso del Comité Central, que durante algunos años continuó aún siendo elegido, deliberó y votó resoluciones. Pero la elección de sus miembros escapaba totalmente al control de los miembros del Partido.
Así Stalín había realizado su «plan maestro»: estaba solo ante el mando. El Partido se encontraba privado de lo que Stalin quería precisamente privarlo: la posibilidad misma de cambiar, mediante elecciones, al equipo dirigente. Es preciso subrayar que el bolchevismo aún poseía esta capacidad. La supresión de tal «procedimiento» era el prerrequisito para el triunfo de Stalin: ella hizo sonar el toque de difuntos para todo partido político, contrariamente al prejuicio que pretende que la Unión Soviética estaba «dirigida por el partido comunista». Bajo Lenin, esta afirmación tenía todavía una parte de verdad; bajo Stalin, el gobierno y el Partido no hacían más que ejecutar una política, como se supone que lo hacen los cuadros mientras su comportamiento resulta satisfactorio.
Es importante estudiar todo esto en detalle, porque cada dictadura tiene sus propios hábitos. Los «sistemas de partido único» conservan la posibilidad de manejar su destino o, al menos, la composición de su dirección. Cuando éste no es el caso, un «sistema de partido único» no es más que el decorado del escenario, y no la obra que se representa. Los papeles principales son adjudicados al aparato que administra el país, según los deseos de la cúpula, cualquiera que sea. La historia del sistema soviético revela un cambio radical de las reglas del poder, y no simples inflexiones en el transcurso del tiempo: es este asunto el que debemos observar más de cerca.
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Nota de «Le Monde Diplomatique» sobre el libro
Durante un siglo, el país llamado Unión Soviética ocupó un lugar central en la vida internacional. A pesar de su súbita desaparición, continúa provocando debates y polémicas. Pero los enfrentamientos ideológicos –acusaciones y apologías–, así como las nostalgias obsoletas, contribuyen a ocultar el verdadero conocimiento de los 75 años del régimen soviético.
La apertura de los archivos –no sólo los del comité central, sino también los de los grandes ministerios y las instituciones estatales, a menudo despreciados– hacen al fin posible una historia nueva del país desconocido. Producto de un paciente trabajo con documentos de primera mano, Le Siècle soviétique nos lleva hasta las entrañas del sistema. Subvierte las ideas recibidas, sean las de los dirigentes (Lenin, Stalin, Khruschev, pero también las de Andropov y Gorvachov), las del partido-Estado o las de la burocracia, ese monstruo tentacular que ostentaba el verdadero poder.
Moshe Lewin muestra que, incluso en los peores momentos de la dictadura estalinista, la sociedad conservó cierta autonomía frente al poder. En las antípodas de una historia lineal, Le Siècle soviétique permite comprender las rupturas y las continuidades que van desde la victoria de la Revolución de Octubre de 1917 hasta la implosión final, pasando por la dictadura estalinista y las imposibles reformas de los años 60 y luego las de los 80.
Nota de «Le Monde Diplomatique» sobre el autorNacido en Vilmo (Polonia) en 1921, Moshe Lewin estudió historia, filosofía y francés primero en la Universidad de Tel Aviv y después en La Sorbona. Entre 1978 y 2000 fue profesor de historia en la Universidad de Pennsilvania (EE.UU.). Entre sus obras traducidas al francés figuran: La Payssannerie y le pouvoir soviétique [«El campesinado y el poder soviético»] (Mouton, Paris-La Haye, 1966), Le Dernier Combat de Lénine [«El último combate de Lenin»] (Minuit, 1978), La Formation du système soviétique : essai sur l'histoire sociale de la Russie de l'entre-deux-guerres (Gallimard, 1987) y La Grande mutation soviétique (La Découverte, 1989). Su nuevo libro, Le Siècle soviétique, completamente inédito, no ha sido publicado aún en inglés.