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Bernard Duraud

Argentina

La Matanza, kilómetro 21

4/3/02

 

 

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San Alberto, distrito de La Matanza, en el sur de Buenos Aires. Todo comenzó con las revueltas del hambre de diciembre pasado en Crovara, una larga avenida llena de sol que se extiende a lo largo de quince cuadras (manzanas), o sea, entre 1.500 y 2.000 metros. A un lado y otro de la calle, una multitud de tiendas una pegada a la otra, ahora cerradas. Todas ellas, decenas y decenas, han bajado sus cortinas metálicas, condenado puertas y vitrinas, encadenado sus cerraduras y adherido en la mayor parte de los escaparates este cartel: «Comercio saqueado». Todas o casi. Sólo la mesilla de un pequeño vendedor de frutas y verduras se levanta de manera incongruente en medio de lo que hoy es un desierto, mientras que no hace todavía mucho tiempo las aceras hervían de gente.

«Parecían hormigas», recuerda el vendedor señalando con el dedo hacia los barrios famélicos de los alrededores desde donde se desplegaron los rebeldes del hambre a medidos de diciembre. Un verdadero saqueo que tampoco perdonó a las grandes superficies como Auchan, cerca de ahí. «No a todos los movía el hambre. Se mezclaron bandas de granujas. Aquí hay mucha droga, los chicos se prostituyen, y no faltan los arreglos de cuentas», sigue diciendo el hombre, mientras acomoda sus productos junto a su hermano y espera desesperadamente que llegue algún comprador. Porque aquí, en la avenida Crovara, todo parece vacío. Los tenderos se han marchado o esperan. «En el kilómetro 21 (de la capital), ya no hay nada», nos dice un transeúnte.

Calle tras calle, dispuestas según un plano geométrico, pasamos delante de estos barrios ennegrecidos por el tiempo donde las puertas están hundidas y los pisos ya no tienen ventanas; después, una villa miseria bautizada «José Luis Cabezas», según el nombre de un reportero gráfico argentino asesinado hace cuatro años por investigar la corrupción. Este conglomerado de casillas de madera, algunas de mampostería, es un campamento legal donde viven 200 familias sin trabajo y la mayoría sin recursos. Entre el trueque y la «changa» (pequeños trabajos ocasionales para ir tirando) se sobrevivive gracias a las legumbres de un jardín improvisado, a las gallinas que cacarean en pasillos polvorientos y a los peces que los chicos, por su cuenta y riesgo, van a pescar a mano a un canal vecino derivado del río Morón, donde se amontan las inmundicias. Esta tarde, una cincuentena de niños se han reunido en lo que hace las veces de escuela, para compartir con avidez una pizza que parece inmensa a la miríada de ojos hambrientos: de la pasta al pan salpicado con salsa de tomate.

«Lo que nosotros queremos es un trabajo. Ninguno de nosotros ha participado en los saqueos de diciembre», nos dice dignamente Fernando, uno de los iniciadores de este campamento cuyo fin es la «integración social». Lo que Fernando no precisa de entrada es que él también es la punta de lanza de los «piqueteros» del barrio, esos desocupados y marginados por la sociedad que cortan las principales rutas de Buenos Aires. Un combate «básico» librado sobre la Ruta 3 por millares (pañuelos enmascarando el rostro) contra la pobreza. La consigna «pan y trabajo» se ha extendido como una mancha de aceite por todas las rutas argentinas y rodea al Gran Buenos Aires. «Todos los hombres del barrio son piqueteros», agrega Fernando. «Antes de diciembre la gente era bastante reticente con nosotros. Después se nos unieron. Si llegamos a multiplicar las barricadas, podemos conseguir algo». Por eso es necesario acabar definitivamente con las divergencias entre piqueteros, los de la CTA (una de las tres centrales de los trabajadores argentinos), a la que pertenece Fernando, y los de la CCC (Corriente Clasista Combativa), alrededor de la cual gravitan muchas organizaciones de la extrema izquierda. Y ganar también para su causa a las clases medias que desfilan junto a ellos todos los viernes al atardecer por el centro de Buenos Aires, al son agudo de las «caceroladas», al ritmo sordo de los tambores. Piqueteros y caceroleros, la unión no va de suyo. Los intereses de aquellos que no poseen nada y de aquellos que no son nada precisos, a menudo no coinciden, y los segundos parecen atemorizados por la violencia que rodea a la represión de los «piquetes» (barricadas). Porque es por decenas, desde 1996, que los piqueteros vienen contando sus muertos. En la Ruta 3, kilómetro 21, se queman furiosamente los neumáticos sobre el asfalto recalentado.

En La Matanza, un gran distrito de 1,5 millones de habitantes, una casa se alquila por 30 pesos cuando el salario medio es de 25 pesos por mes. Federico Miguel Ángel, responsable de una sección local de la CTA, no termina de describir el descenso a los infiernos de este centro antiguamente próspero con sus fábricas de construcción de motores diesel (Mercedes Benz, Chrysler), sus empresas papeleras o sus fábricas textiles. Todas estas empresas han sido liquidadas. Los mayores proveedores de empleo, los servicios públicos, especialmente el hospital, están en ruinas. Entonces Federico saca sus cuentas: «Hay 140.000 desocupados, que no tienen nada. Están por debajo de la línea de la pobreza. Entre ellos enumera 2.000 familias que cuentan con un mínimo de siete hijos y que se benefician de un plan de ayuda de 20 pesos por mes. Las necesidades son enormes. Si se produjese una epidemia ya no se podría controlar nada».

Confesión de impotencia que resume por sí sólo el hospital interregional Diego Paroissien de La Matanza. Su realidad es espantosa, no por las instalaciones un tanto deterioradas, lo que no quiere decir deshumanizadas, sino porque resulta ser una síntesis de toda la angustia, la miseria y la violencia actuales de la Argentina. El establecimiento es «totalmente público», su principio sacrosanto es la gratuidad y la igualdad de los cuidados, según nos explica su director, el doctor Alejandro Salvador Royo, uno de los pocos responsables hospitalarios elegidos e impuestos por sus pares, en contra de la unción ministerial. El presupuesto general del hospital para 2002 ha llegado en la época de la «pesificación» de la economía: antes era de 16 millones de dólares, ahora sólo es de 16 millones de pesos, o sea, dos veces menos. En estas condiciones, ha sido imposible comprar material o proveerse de medicamentos como la insulina, demasiado cara para importar. «La gente es tan pobre que las primeras causas de enfermedad son las infecciones y las complicaciones renales; en traumatología, las lesiones se deben esencialmente a armas de fuego y a los accidentes de moto. Hay muchas amputaciones, especialmente entre los diabéticos, sea porque no se alimentan bien o por falta de insulina. La tuberculosis y la sífilis vuelven forzosamente. Las condiciones para las operaciones son peores que en Kosovo. La línea de pobreza es una enfermedad», nos confían en la cafetería Silvia y Luis, ella médica, él cirujano. Las salas de espera están abarrotadas, sobre todo en pediatría, donde los niños sufren de malnutrición, de falta de seguimiento médico o de acceso al agua potable. Numerosos pacientes vienen de las provincias, son inmigrantes peruanos o paraguayos, pobres entre los pobres. A los proveedores ya no se les paga, según Reinaldo Saccone, médico clínico y responsable del sindicato ATE [Asociación de Trabajadores del Estado]. El hospital incluye 850 asalariados, de los cuales una tercera parte son médicos, pero a duras penas puede reclutar al personal de enfermería. Los robos y las agresiones incluso en las habitaciones son permanentes, los ficheros y las vitrinas con medicamentos están protegidos con barras de hierro, los escritorios médicos encerrados dentro de jaulas de alambre. Los salarios se pagan en un 80% en «patacones» (sucedáneo del peso en forma de una letra o un bono del Tesoro) y el resto en pesos, actualmente con dos semanas de retraso. Reinaldo, socarrón, nos tiende su nómina: abajo de un par de líneas aparece su salario, 770 pesos. En el hospital Diego Paroissien, como en los otros 78 de toda la provincia de Buenos Aires, falta cruelmente el dinero. En el kilómetro 21, en La Matanza, se hace cada vez más peligroso satisfacer las demandas de los pacientes durante este tiempo de crisis extrema.

 

L' Humanité, 1 de marzo de 2002

Traducción del francés: R. D.

Piqueteros de Buenos Aires, en acción. Foto: argentina.indymedia