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LIBROS

La injustificable historia

 

marzo-mayo 1998

LIBROS

«Historia, metafísica y escepticismo» (1930-38), Max Horkheimer, Madrid, Alianza, 1982.

 

Hacia el final del primero de los tres ensayos que componen este libro, "Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia" (1930), y que es el que, para lo que pretendemos destacar aquí, nos interesa, su autor nos pone en contacto con unos comentarios de Nietzsche que parecen haber sido escritos hoy mismo.

En ellos se hace referencia a quienes -la especie abundó y abunda- admiran el llamado poder de la historia (o dicho en lenguaje más actual, el poder de los vencedores de la historia), cosa que "prácticamente en todo momento se convierte en nula admiración del éxito y conduce a la idolatría de lo fáctico" y "culto para el cual se ha adoptado ahora la expresión de tomar en cuenta los hechos, que no sólo es muy mitológica, sino también muy alemana. Ahora bien -prosigue Nietzsche-, quien haya aprendido a doblar el espinazo e inclinar la cabeza ante el poder de la Historia, ése aprobará con un gesto mecánico, a la china, cualquier tipo de poder, ya sea un gobierno, una opinión pública o una mayoría numérica y moverá sus miembros al ritmo exacto con que cualquier poder tire de los hilos. Si todo éxito supone una necesidad racional, si todo suceso es la victoria de lo lógico o de la idea, no tenemos más remedio que arrodillamos rápidamente y recorrer de rodillas toda la escala de los éxitos [...]. Así es como la Historia se convierte en el compendio de la inmoralidad efectiva".

Este poder de la Historia es traído a colación por Horkheimer cuando -tras analizar las teorías de Maquiavelo y Hobbes, supremos representantes ideológicos de las burguesías italiana e inglesa entonces en ascenso, paladines intelectuales de las luchas contra el feudalismo agonizante y por la constitución de los Estados-nación, en suma, portavoces del progreso histórico encarnado en aquel momento por aquellas fuerzas sociales concretas, a las que ellos mismos pertenecían-, le toca encararse con los representantes no ya de la ola que crece, sino de los que bien podrían denominarse desechos que el propio oleaje arroja sobre la playa.

Por ejemplo, en Inglaterra, los pequeños campesinos que en los siglos XV y XVI "fueron expulsados por los propietarios de las casas y las fincas porque se estaba procediendo a la transformación de comunidades rurales enteras en zonas de pastos para ovejas, con vistas a que el suministro de lanas a las manufacturas textiles de Flandes fuera rentable». La situación de estos campesinos que, como agrega el autor, iban hambrientos de un sitio para otro dedicándose al pillaje, que fueron muertos por decenas de miles por los gobiernos o forzados a entrar en las manufacturas que por entonces se estaban desarrollando en condiciones laborales inconcebibles, convirtiéndose de tal modo en la primera forma del proletariado moderno, "constituye el fundamento de la primera gran utopía de los tiempos modernos, la que ha dado nombre a todas las que vinieron después: la Utopía de Tomás Moro (1516)".

La siguiente sería la del italiano Campanella, La Ciudad del Sol, de 1623, y a ambas se refiere Horkheimer en este contrapunto, conciso pero certeramente planteado, entre las voces que hablan en nombre de la Historia (los filósofos burgueses) y las otras (los utópicos) que hablan en nombre de no se sabe bien qué.

Como es sabido, el filósofo que con mayor grandilocuencia asumió la representación de la Historia fue Hegel, para quien nada de lo que ocurría en ella era irracional (si para sus víctimas, al contrario, la Historia parecía tener cosas incomprensibles y odiosas, Hegel las consolaba diciéndoles que su caso, precisamente, era la expresión de algunas de aquellas astucias de la Razón de las que ésta se valía para llevar su plan racional a feliz térrnino). Desde este punto de vista, la Historia es un proceso que, animado por una especie de razón interna —aunque con dichas víctimas—, avanza de lo simple a lo complejo y de lo peor a lo mejor, siendo para el filósofo de la historia suficiente con hacer esta comprobación y quedarse tan tranquilo: vivimos en un mundo transparente, aunque haya quienes sufran y mueran no por causas naturales, sino humanas, históricas.

Contra esto reacciona Horkheimer en 1930 (con mayor razón habría que reaccionar hoy contra aquellos nuevos hegelianos que, habiendo desaparecido hace mucho las causas históricas que hacían imposible la realización de la utopía, siguen sosteniendo que la Historia, así como está, está bien, es racional).

"Si bien es verdad -dice el autor- que aquellas penalidades reales cuyo reflejo es la Utopía están condicionadas por el proceso sin el cual es impensable liberarse de ellas, nada contradice más la tarea de una filosofía real que la sabiduría que se da por satisfecha haciendo constar esa necesidad. Es un hecho que la historia ha realizado una sociedad mejor a partir de otra menos buena y también lo es que, en su transcurso, puede realizar otra todavía mejor; pero también es un hecho que el camino de la historia pasa por el sufrimiento y la miseria de los individuos. Entre estos dos hechos se dan toda una serie de relaciones explicativas, pero ningún sentido justificador".

Y concluye: "La explicación cumplida y perfecta, el conocimiento acabado de la necesidad de un suceso histórico, puede convertirse, para nosotros que actuamos, en instrumento para introducir algo de razón en la historia; pero la Historia, considerada en sí, no tiene ninguna Razón, no es ningún tipo de esencia, ni un espíritu ante el cual tengamos que inclinarnos, ni un poder, sino una recapitulación conceptual de los sucesos que se derivan del proceso de vida social de los hombres. [...] Sólo los hombres reales actúan, superan obstáculos y pueden hacer que disminuya el sufrimiento individual o general que ellos mismos o las fuerzas de la naturaleza han provocado".