«Historia, metafísica y escepticismo» (1930-38),
Max Horkheimer, Madrid, Alianza, 1982.
Hacia el
final del primero de los tres ensayos que componen este libro, "Los
comienzos de la filosofía burguesa de la historia" (1930), y que es
el que, para lo que pretendemos destacar aquí, nos interesa, su autor nos
pone en contacto con unos comentarios de Nietzsche que parecen haber sido
escritos hoy mismo.
En ellos
se hace referencia a quienes -la especie abundó y abunda- admiran el llamado
poder de la historia (o dicho en lenguaje más actual, el poder de los vencedores
de la historia), cosa que "prácticamente en todo momento se convierte
en nula admiración del éxito y conduce a la idolatría de lo fáctico"
y "culto para el cual se ha adoptado ahora la expresión de tomar
en cuenta los hechos, que no sólo es muy mitológica, sino también muy
alemana. Ahora bien -prosigue Nietzsche-, quien haya aprendido a doblar
el espinazo e inclinar la cabeza ante el poder de la Historia, ése
aprobará con un gesto mecánico, a la china, cualquier tipo de poder, ya
sea un gobierno, una opinión pública o una mayoría numérica y moverá sus
miembros al ritmo exacto con que cualquier poder tire de los hilos. Si todo
éxito supone una necesidad racional, si todo suceso es la victoria de lo
lógico o de la idea, no tenemos más remedio que arrodillamos rápidamente
y recorrer de rodillas toda la escala de los éxitos [...]. Así es como la
Historia se convierte en el compendio de la inmoralidad efectiva".
Este poder
de la Historia es traído a colación por Horkheimer cuando -tras analizar
las teorías de Maquiavelo y Hobbes, supremos representantes ideológicos
de las burguesías italiana e inglesa entonces en ascenso, paladines intelectuales
de las luchas contra el feudalismo agonizante y por la constitución de los
Estados-nación, en suma, portavoces del progreso histórico encarnado en
aquel momento por aquellas fuerzas sociales concretas, a las que ellos mismos
pertenecían-, le toca encararse con los representantes no ya de la ola que
crece, sino de los que bien podrían denominarse desechos que el propio oleaje
arroja sobre la playa.
Por ejemplo,
en Inglaterra, los pequeños campesinos que en los siglos XV y XVI "fueron
expulsados por los propietarios de las casas y las fincas porque se estaba
procediendo a la transformación de comunidades rurales enteras en zonas
de pastos para ovejas, con vistas a que el suministro de lanas a las manufacturas
textiles de Flandes fuera rentable». La situación de estos campesinos que,
como agrega el autor, iban hambrientos de un sitio para otro dedicándose
al pillaje, que fueron muertos por decenas de miles por los gobiernos o
forzados a entrar en las manufacturas que por entonces se estaban desarrollando
en condiciones laborales inconcebibles, convirtiéndose de tal modo en la
primera forma del proletariado moderno, "constituye el fundamento de
la primera gran utopía de los tiempos modernos, la que ha dado nombre a
todas las que vinieron después: la Utopía de Tomás Moro (1516)".
La siguiente
sería la del italiano Campanella, La Ciudad del Sol, de 1623, y a
ambas se refiere Horkheimer en este contrapunto, conciso pero certeramente
planteado, entre las voces que hablan en nombre de la Historia (los filósofos
burgueses) y las otras (los utópicos) que hablan en nombre de no se sabe
bien qué.
Como es
sabido, el filósofo que con mayor grandilocuencia asumió la representación
de la Historia fue Hegel, para quien nada de lo que ocurría en ella era
irracional (si para sus víctimas, al contrario, la Historia parecía tener
cosas incomprensibles y odiosas, Hegel las consolaba diciéndoles que su
caso, precisamente, era la expresión de algunas de aquellas astucias
de la Razón de las que ésta se valía para llevar su plan racional a
feliz térrnino). Desde este punto de vista, la Historia es un proceso que,
animado por una especie de razón interna —aunque con dichas víctimas—, avanza
de lo simple a lo complejo y de lo peor a lo mejor, siendo para el filósofo
de la historia suficiente con hacer esta comprobación y quedarse tan tranquilo:
vivimos en un mundo transparente, aunque haya quienes sufran y mueran no
por causas naturales, sino humanas, históricas.
Contra
esto reacciona Horkheimer en 1930 (con mayor razón habría que reaccionar
hoy contra aquellos nuevos hegelianos que, habiendo desaparecido
hace mucho las causas históricas que hacían imposible la realización de
la utopía, siguen sosteniendo que la Historia, así como está, está bien,
es racional).
"Si
bien es verdad -dice el autor- que aquellas penalidades reales cuyo reflejo
es la Utopía están condicionadas por el proceso sin el cual es impensable
liberarse de ellas, nada contradice más la tarea de una filosofía real que
la sabiduría que se da por satisfecha haciendo constar esa necesidad. Es
un hecho que la historia ha realizado una sociedad mejor a partir de otra
menos buena y también lo es que, en su transcurso, puede realizar otra todavía
mejor; pero también es un hecho que el camino de la historia pasa por el
sufrimiento y la miseria de los individuos. Entre estos dos hechos se dan
toda una serie de relaciones explicativas, pero ningún sentido justificador".
Y concluye:
"La explicación cumplida y perfecta, el conocimiento acabado de la
necesidad de un suceso histórico, puede convertirse, para nosotros que actuamos,
en instrumento para introducir algo de razón en la historia; pero la Historia,
considerada en sí, no tiene ninguna Razón, no es ningún tipo
de esencia, ni un espíritu ante el cual tengamos que inclinarnos,
ni un poder, sino una recapitulación conceptual de los sucesos que
se derivan del proceso de vida social de los hombres. [...] Sólo los hombres
reales actúan, superan obstáculos y pueden hacer que disminuya el sufrimiento
individual o general que ellos mismos o las fuerzas de la naturaleza han
provocado".