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Fernando Hernández Holgado

El militarismo que se nos viene encima

 

1 de octubre

 

 

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El autor de este artículo, escrito a finales de septiembre, ha publicado el libro Historia de la OTAN (Ediciones de la Catarata, 2000).

 

Tienen razón los analistas cuando anuncian que estamos, de resultas de los atentados de Nueva York y de Washington, y de sus previsibles e imprevisibles consecuencias, en el umbral de una nueva era. Pero no tanto porque Occidente se halle ante un presuntamente "nuevo" tipo de enemigo en forma de un terrorismo global, hasta ahora insólito. Terrorismo ha existido siempre: lo que ha variado con estos últimos atentados ha sido su magnitud, y la multiplicación de sus efectos: económicos, políticos, culturales, simbólicos. Por lo demás, el debate sobre "el nuevo terrorismo" recuerda, por su mismo carácter falsario, al de las "nuevas guerras" que, según ahora se dice -lo dicen los investigadores de toda clase sobre la paz y los conflictos- se ensañan de manera especial sobre la población civil. Falta de sentido histórico. Como si las recientes guerras balcánicas no se parecieran, en sus desastrosos efectos sobre las poblaciones no combatientes, a lo ocurrido en España durante la guerra civil, o en Grecia una década después. Y sin salir del mapa: pensemos en el genocidio perpetrado contra la población turca en las guerras balcánicas que sirvieron de antesala de la I Guerra Mundial, o en el propio desarrollo de este conflicto mundial en Serbia o Bosnia-Herzegovina.

Lo que ha cambiado no ha sido tanto el terrorismo, o la naturaleza del terrorismo -que siempre ha sido igual porque sus principios no han cambiado, han sobrevivido intactos durante siglos- sino lo que podríamos denominar las reglas del juego internacional de nuestra época, esta posguerra fría que seguimos padeciendo. Si la década anterior pudo caracterizarse por el anuncio e intento de articulación de un Nuevo Orden Internacional -según la famosa declaración de G. Bush padre en medio del conflicto del Golfo Pérsico-, tras los recientes atentados y vista la reacción de Bush hijo todo indica que acabamos de entrar en una era definida precisamente por la ausencia de orden alguno. Es sabido qué tipo de orden querían Bush padre y sus aliados: un orden espurio, que reflejaba la primacía mundial de los intereses occidentales encabezados por los de Estados Unidos, una vez desintegrado el enemigo comunista de la guerra fría. Pero un orden, a fin de cuentas, en el aspecto formal: una arquitectura de poderes, organizada jerárquicamente y con un escrupuloso reparto de papeles. En el terreno de los principios jurídicos internacionales, una ONU dependiente de los sillones permanentes del Consejo de Seguridad según el nuevo reparto de roles fruto de la caída del muro de Berlín. En el terreno militar, una OTAN renovada y fortalecida -incluso ampliada con Estados del antiguo bloque rival- que ha sabido sobrevivir a la desaparición de su tradicional enemigo y conservar al mismo tiempo la preponderancia y el control estadounidense. Y, a manera de ejemplos o ilustraciones prácticas de la implantación de este Nuevo Orden Mundial durante la década pasada, las diversas operaciones de "gestión de crisis" -por utilizar el eufemismo de la fraseología atlántica-, operaciones de mantenimiento de la paz o de tipo humanitario que han salpicado el globo, siempre con el correspondiente mandato legitimador de la ONU: Guerra del Golfo en 1990-91; Somalia en 1992-95; Haití y Ruanda en 1994; Albania en 1997; Bosnia-Herzegovina desde 1992 hasta ahora; Timor en 1999... El caso de Kosovo se alejaría un tanto de la regla, ya que a pesar de que el despliegue de tropas de la OTAN contó finalmente con el beneplácito del Consejo de Seguridad de la ONU, la campaña de bombardeos de la primavera -que agudizó y profundizó la crisis previa- se saltó abiertamente este trámite. En resumen: hegemonía rampante de Estados Unidos y Occidente tras la caída del Muro de Berlín y de su secular enemigo, pero conforme a unas reglas y protocolos en los que organizaciones multilaterales como la ONU representaban un importante papel de legitimación. Como si la fuerza bruta de los poderosos tuviera necesidad de apelar a una instancia o autoridad externa, por muy débil o decorativa que fuera. A fin de cuentas, de eso se trataba: que decorara.

 

UNA GUERRA LARGA Y SUCIA

Pero tras los atentados de Nueva York y Washington, estas reglas y protocolos han brillado por su ausencia. El gobierno de Bush hijo ha reaccionado con el unilateralismo más agresivo, retrasando incluso, como Estado anfitrión, las reuniones de las instituciones de Naciones Unidas en Nueva York y su respuesta, que a la hora de redactar estas líneas aún no se ha producido, y que cuando se produzca será ya demasiado tarde, porque todo está ya decidido. Curiosamente, se trata del tradicional unilateralismo de las administraciones republicanas estadounidenses -el antecedente más inmediato es Ronald Reagan, o el Bush padre de la invasión de Panamá- pero a nivel global: esto es, contando con el rastrero y masivo seguidismo de los Estados de la OTAN y la Unión Europea, amén de otros tantos paniaguados socios menores. La decisión de Bush de desencadenar su "guerra larga y sucia" ha sido absolutamente unilateral, y en sus planes la ONU no ha sido mencionada más que para legitimar, en un futuro, un hipotético tutelaje sobre el nuevo régimen que se imponga tras la destrucción del talibán. Curioso paralelo, por cierto, con el caso de Kosovo, con lo que tal vez esta nueva era de fuerza bruta y unilateralismo rampante no haya surgido tan de repente: su advenimiento probablemente fue anunciado con la brutal campaña de bombardeos de la OTAN de la primavera de 1999, con la diferencia de que entonces se esgrimían razones "humanitarias" y ahora el discurso se deja de moralidades y se agota en la pura venganza. Kosovo como bisagra entre el nefasto Nuevo Orden Mundial de Bush padre y el más absoluto desorden del Bush hijo.

Unilateralismo desenfrenado, desorden mundial, ley de la selva... y un absoluto desprecio del derecho internacional que, he aquí lo más significativo del caso, parece haber pasado desapercibido a nuestros creadores de opinión. Sí, desapercibido e ignorado, y tanto por los que querían conservar los principios de derecho internacional heredados de la guerra fría, como por los que deseaban reformarlos, en aras de un intervencionismo "moral y humanitario" -militar, claro- en los conflictos mundiales. ¡Qué lejos queda esta moralidad -por muy hipócrita y aficionada que fuera a la doctrina del doble rasero- de la reacción actual del gobierno norteamericano, cuando se contempla la destrucción de un pueblo por culpa de unos pocos e invocando como razón primera y última la venganza! Es en rasgos como éste donde se advierte en qué medida hemos entrado en una nueva era.

Una era que, en el umbral del siglo XXI, aparece marcada por el signo del militarismo. Pero por un militarismo paradigmático, de manual, de los que dibujan un mundo dividido en buenos y malos, según el tradicional binomio amigo-enemigo. Lo dijo Bush hace unos días: quienes no están con nosotros, están con los terroristas. Sin matices ni medias tintas. Por lo demás, y a pesar de las precauciones que demasiado tarde se están intentando tomar, ese "enemigo terrorista" aparece marcado, en el imaginario occidental, por lo islámico. Con lo que, a fin de cuentas, no estamos más que recogiendo la cosecha de siglos de etnocentrismo acendrado, en forma de aquel proceso de demonización magistralmente descrito por Edward Said en sus obras: del salvaje infiel colonizado del siglo XIX, hemos llegado al terrorista islámico global de esta nueva era, pasando por el malvado jeque sin escrúpulos de la crisis del petróleo del siglo XX. Un proceso cuya más reciente vuelta de tuerca, durante la década pasada, también ha rendido sus frutos: ¿acaso no está cobrando nuevo vigor la conocida teoría del "choque de civilizaciones" de Samuel Huntington, antiguo asesor del Departamento de Estado en los tiempos de la guerra del Vietnam? Lamentablemente, sí. La metáfora de un Islam -así, en general- resentido y ambicioso, que recurre al arma del terrorismo, parece estar grabada a fuego en los cerebros de los responsables de la actual política exterior estadounidense.

Con el enemigo no se habla, se le destruye. Y para concitar todos los apoyos posibles en este proceso de destrucción, para generar la máxima cohesión social interna y externa, se impone la deshumanización del enemigo. El recurso a la abstracción siempre surte un buen efecto, tan en un sentido como en otro: si ellos son el Mal, nosotros somos el Bien. El enemigo se presenta como una amenaza global a la "civilización", obviando el atributo "occidental". Lógicamente, a este enemigo no se le conoce, no se le puede conocer, ya que es una pura fantasmagoría, una elaboración propia, un señuelo que sirve de resorte a otros intereses más concretos y prosaicos. En el caso que nos ocupa, el interés más inmediato de la agresiva respuesta de Bush parece ser el de dar una imagen de fuerza frente a la opinión pública interna que le permita conservar el poder. Y, por supuesto, también está el interés ciertamente más estratégico y trascendental de generar cohesión política y social en torno al proyecto propio, al poder gobernante de turno. En todo caso, si la dialéctica militarista del Amigo-Enemigo es plana y sin doblez, no cabe decir lo mismo de los múltiples y variados intereses que pueden emboscarse detrás. Algunos ya empiezan a percibirse claramente, como los de la industria armamentística, la única en alza en estos momentos. Sirva de ejemplo el proyecto del escudo antimisiles patrocinado por Bush, que tras recibir las críticas de Rusia y de importantes aliados europeos, se disponía, la misma víspera de los atentados, a enfrentarse con una dura oposición del partido Demócrata en el Congreso y el Senado. Cosas veredes, Sancho: como que un atentado que a priori ha desmontado el principal argumento para la construcción del famoso escudo antimisiles -¿para qué un proyecto multimillonario de esa especie cuando nada puede hacer contra un avión pilotado por suicidas?- a la larga terminará legitimándolo. De momento la administración estadounidense sigue esforzándose por limar oposiciones al proyecto, y el clima patriótico actual lo ayuda en esa labor. Al tiempo.

Al enemigo no se le puede conocer, decía más arriba, porque no es más que una caricatura que encubre una realidad histórica compleja, la única susceptible de conocimiento y de interacción. El enemigo disfraza, disimula, enturbia, dificulta todo conocimiento positivo y enriquecedor. En nuestro caso, el del complejo y rico mundo del Islam que pretende falsear la fantasmagoría de la torva y monolítica civilización enemiga de Occidente que pretende Huntington. El enemigo, por tanto y frente a lo proclamado por la propaganda belicista, no es una categoría ontológica. No existe per se, destinado desde el comienzo de los tiempos a acabar con Occidente y la "civilización", como quieren hacernos creer los exabruptos de Bush y sus aliados. El enemigo es una construcción ideológica con un origen y filiación concretos, creado para unos determinados fines políticos, con una eficacia y uso limitados históricamente: ayer, para los gobiernos de Estados Unidos el enemigo era los comunistas rusos, y hoy los talibán afganos. Ayer Osama Bin Laden era un "combatiente de la libertad" -era la misma época del apoyo a la contra, cuando se había puesto de moda aquella expresión- y hoy es un satán innombrable. Y suma y sigue con Sadam Hussein o con quien haga falta.

La dialéctica Amigo-Enemigo es el eje vertebrador del pensamiento militarista. Un pensamiento en el que el concepto Nosotros se opone al de Ellos en una relación de exclusión y violencia, no de conocimiento. En este sentido, el imaginario tan en boca en estos tiempos de posguerra fría del "enemigo islámico", enemigo por excelencia en esta nueva era inaugurada por los recientes atentados, se superpone y encaja con la etnocéntrica concepción que sobre el Islam ha tenido Occidente: de ahí su gran efectividad para el pensamiento occidental, europeo y americano. Para los que vivimos en este país, antigua tierra de cruzada, no son necesarias muchas explicaciones: el Moro, como tan bien han descrito Said y Goytisolo, siempre ha sido el Ajeno, el Enemigo, el Otro, la presunta otra cara de nuestra civilización, cuando en realidad, históricamente y por lo que se refiere a la cultura peninsular, ha sido una de sus fuentes nutricias. Y es que el militarismo funciona como una exclusión infinita, siempre binómica: es exclusión del Otro como enemigo -la otra cultura, la otra ideología- y por ello se complementa y refleja en otras lógicas de exclusión igualmente binómicas, como la patriarcal o la etnocéntrica. Siempre vehiculado, claro está, por la violencia como forma de relación, o imposición, con su entorno.

Mayor simpleza de pensamiento, imposible. Este es el pensamiento que parece querer presidir esta nueva era. De nosotros y nosotras depende que termine o no imponiéndose: de nuestra capacidad de subvertir esta lógica de violencia y destrucción acribillándola a matices, complicaciones, dudas, críticas, resistencias. Más que nuestra civilización, están en juego todas. Todo el porvenir del mundo.