La muerte como espectáculo
8 / 12 / 01
Sabemos que todo lo que aparece en la televisión existe, y que lo que no aparece, no. Pero a veces ocurre exactamente lo contrario: que lo que aparece en la televisión, de tanto aparecer, deja de existir, y que lo que se oculta a su Ojo tiene un rango ontológico superior, esto es, pertenece al rango de la Existencia Verdadera.
La cosa viene a cuento del más reciente de los cuentos que nos están contando: Trade World Center y lo que cayó a continuación, las bombas, con su seguidilla de muertos por bombas, de muertos por intentar alejarse lo más posible de ellas, de muertos por defenderse de ellas, de muertos por defenderse de los que vinieron con ellas y detrás (Alianza del Norte, marines, CIA), de muertos en masa con las manos atadas a la espalda en una "sublevación" provocada o inventada (fortaleza cercana a la ciudad de Mazar-i-Sharif).
Se dice que todos estos muertos (¿se habrán equiparado ya en cantidad a los del TWC, como para que los asesinos que actúan "en su nombre" se queden tranquilos?) son la otra cara de la moneda, puesto que muerte con muerte se paga, según la buena Ley del Talión, que es la de las hordas hunas que bajan con el letal cargamento desde el Norte confortable hasta el miserable Sur. Extraña moneda esta, sin embargo, de la que una cara se ve, mientras que, si le damos la vuelta, la otra permanece invisible.
En efecto, los muertos del TWC nunca fueron vistos por el Ojo que Todo lo Ve; los muertos de Afganistán, a la inversa, son comunicados todos los días a nuestros ya no horrorizados ojos. Ya no, precisamente, y como siempre, por la apabullante repetición.
He aquí dos categorías bien distintas de muertos: víctimas dignas, víctimas indignas, en oportuna clasificación de Chomsky.
Indigno, por ejemplo, fue monseñor Romero, el obispo hecho asesinar por el Imperio en los años 80 en El Salvador. Pero un oscuro sacerdote polaco asesinado en la Polonia comunista de aquellos mismo días fue seleccionado por las Relaciones Públicas como digno, en tanto y en cuanto podía servir como arma de Agitación y Propaganda (Agit-Prop) al servicio de la noble causa del capitalismo internacional, cosa para la cual Romero no era en modo alguno útil, dedicado como estaba a conspirar junto a sus mortales enemigos (Romero defendía al pueblo salvadoreño, eso era todo).
Pero en ese caso las víctimas dignas eran capturadas inexorablemente por el Ojo y desplegadas en el salón de estar con todo lujo de detalles a la hora de la ingesta y asistidas por el Aparato Lacrimógeno-Emocional en su función bien estudiada de dónde pegar más bajo para excitar nuestras simpatías, fidelidades y demás. Fue cuando el polaco le sacó mil, dos mil, tres mil imágenes de ventaja al salvadoreño, como documentó estadísticamente el propio Chomsky en su momento (véase su libro Los guardianes de la libertad -"Manufacturing Consent"-, donde define a las víctimas "dignas" como las que aparecen, y a las "indignas" como las que no... o demasiado poco, casi por azar).
Bien, ahora sabemos que también se puede dignificar a las víctimas por el procedimiento inverso, o sea, arrancándolas del circuito. Que haya sido imposible ver los despojos de los asesinados el 11 de septiembre en Nueva York y Washington, por censura o autocensura (que viene a ser lo mismo, si no peor), atacando (autoatacándose) de este modo la pornografía esencial de la TV, ese voyeurismo universal que la santifica y la convierte en objeto de contemplación eterna –como a Dios en el Paraíso–, y reservándola en exclusiva para el bando contrario, ilustra a las claras sobre un cambio provisional en la operatoria, en los términos y en la ley. Ésta –lo que no sale en la tele no existe– ha sido suspendida hasta nuevo aviso. Ahora lo que sale es lo que no existe. Y lo que no existe son los canallescos afganos (por aquello de los Estados Canallas), cuyos cuerpos descuartizados o quemados con el tiro de gracia en la cabeza y las manos atrás, son déjà vu, figuritas que, a fuerza de repetirse (guerras y catástrofes mediante), han perdido toda significación. Como en ese juego de niños en que se dice varias veces, de seguido y sin pausa, "monja" y se obtiene "jamón".
¿Qué ha pasado? Que de pronto, allá en Septentrión, parecen haber descubierto (para ellos mismos, lógicamente) la intimidad de la muerte y la dimensión inconmensurable del morir. Son éstas unas cosas que tenían bastante olvidadas a fuerza justamente de mirar la tele (sus propias producciones en serie, donde a la sangre la pintan con ketchup), de comprar y vender, y, en fin, de comercializar hasta la misma muerte, creando en este apartado nuevas oportunidades de negocios, los tanatorios.
Que al capitalismo le es imprescindible trivializar la muerte, es algo que sabemos muy bien, puesto que de lo contrario con cada muerte de un ser querido o de un ser próximo la gente se pararía a pensar en lo absurdo de la vida y quizá se empeñase en darle un sentido más allá del sinsentido absoluto de vivir para sobrevivir (vivir para ganar dinero –"ganarse la vida"– o para acumular dinero –acumular trabajo muerto, morir para morir).
De ahí que, entre otros cambios en usos y costumbres, se haya pasado en la mayoría de los países occidentales de morir en casa a morir en el hospital, y de velar al muerto entre la cuatro paredes del hogar a hacerlo en un establecimiento de "velatorio rápido", donde –como en los McDonalds (en que ningún niño cumple años porque todos los cumplen en mogollón y según el mismo velocísimo ritual)– se cruzan los parientes de tu muerto con el del vecino, el de éste con el de más allá, y los del tanatorio te meten prisa para acabar... que espera el siguiente.
Ahora, en cambio, estas moderneces han quedado canceladas por una vez: todo sea por la patria "americana". La muerte, para los de Septentrión, y aunque sea a título excepcional, ha recuperado su inherente soledad, su intimidad, su opaca e inagotable densidad y, por fin, su dignidad auténtica, ajena e incompatible con los mirones. Más aún cuando, como en este caso, la dignidad de la muerte ha sido sobrecontaminada por la indignidad de unos cadáveres troceados, cortados como con cuchillo.
No se puede ver a nuestros muertos porque, a pesar de todo, son la mismísima Realidad. Ya no están, pero estuvieron. Los que no están, ni estuvieron, ni estarán son precisamente los del Ojo Que Te Ve, los afganos. Por eso los vemos. Lo que no sale en la tele... existe.
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Ilustración: Paco Arnau. Fuente: Comité de Solidaridad con la Causa Árabe <http://www.nodo50.org/csca>