Larry Hannigan
Quiero la Tierra, más el 5%
La verdad sobre el dinero, el crédito y el déficit
3/3/02
En esta historia se critica el «dinero realmente existente» (éste es su valor), aunque se considera que «otro dinero es posible» (éste es su límite). Naturalmente, estamos de acuerdo con lo primero, no con lo segundo. El texto original, con análisis suplementarios, se encuentra en: http://www.wepin.com/why/earthp5.html
Fabián estaba excitado mientras ensayaba una vez más su discurso para la multitud que sin duda se daría cita mañana. Siempre había anhelado prestigio y poder, y ahora sus sueños estaban a punto de hacerse realidad. Era un artesano que trabajaba con oro y plata, que fabricaba joyas y adornos, pero que se sentía insatisfecho de tener que trabajar para ganarse la vida. Necesitaba estímulos, un desafío, y ahora su plan estaba listo para empezar a funcionar.
Durante generaciones la gente había utilizado el sistema de trueque. Un hombre mantenía a su familia satisfaciendo todas sus necesidades, o bien se especializaba en un oficio particular. Cualesquiera fuesen los excedentes que pudiera obtener de su propia producción, los intercambiaba por los excedentes de otros.
El día del mercado era siempre ruidoso y polvoriento, pero la gente ansiaba la gritería y la agitación, y especialmente la compañía. Solía ser un sitio alegre, aunque ahora había demasiada gente, demasiados discutiendo. No había tiempo para conversar: se hacía necesario un sistema mejor.
Por regla general, la gente había sido feliz, y gozaba de los frutos de su trabajo.
En cada comunidad se había formado un gobierno sencillo con el fin de asegurar la protección de las libertades y los derechos de cada uno, y de que ningún hombre fuese obligado por otro hombre, o un grupo de ellos, a hacer nada contra su voluntad.
Éste era el objetivo exclusivo, y cada gobernador contaba con el apoyo voluntario de la comunidad local que lo había elegido.
Sin embargo, el día del mercado era el único problema que no podían resolver. ¿Valía un cuchillo una o dos cestas de trigo?, ¿una vaca valía más que un carro?, y así sucesivamente. A nadie se le ocurría un sistema mejor.
Fabián había advertido:
–Tengo la solución para nuestros problemas de trueque, e invito a todo el mundo a una reunón pública para mañana.
Al día siguiente se había reunido una gran asamblea en la plaza del pueblo, y Fabián explicó a todos el nuevo sistema, que él llamaba «dinero». Sonaba bien.
–¿De qué manera empezaremos? –preguntó la gente.
–El oro que me sirve para hacer adornos y joyas es un metal excelente. No se oxida ni se deteriora, y durará mucho tiempo. Convertiré cierta cantidad de oro en monedas y llamaremos a cada moneda un dólar.
Explicó cómo funcionarían los valores, y ese «dinero» sería realmente un medio de intercambio: un sistema mucho mejor que el del trueque.
Uno de los gobernadores observó:
–Algunas personas pueden extraer oro y hacer monedas para sí mismas.
–Eso sería sumamente incorrecto –respondió Fabián de inmediato. –Sólo se pueden utilizar las monedas aprobadas por el gobierno, y éstas tendrán estampadas una marca especial.
Esto parecía razonable y se propuso que cada individuo recibiera la misma cantidad.
–Pero yo me merezco la mayor parte –dijo el fabricante de velas.–Todos usan mis velas.
–No –dijo el agricultor–, sin comida no hay vida, así que seguramente soy yo el que se merece la mayor parte.
Y el altercado continuó en estos términos.
Fabián los dejó discutir durante un buen rato, y finalmente dijo:
–Ya que nadie puede ponerse de acuerdo, propongo que obtengan de mí la cantidad necesaria. No habrá ningún límite, salvo la capacidad de devolución de cada uno. Cuanto más reciban, más deberán pagar en el plazo de un año.
–¿Y cuánto recibirá usted? –le preguntaron.
–Puesto que estoy suministrando un servicio, esto es, la provisión de dinero, tengo derecho a un pago por mi trabajo. Digamos que por cada cien piezas que obtenga cada uno de ustedes, me devuelve, por cada año en que esté en vigor la deuda, 105. Los 5 serán mis honorarios, y llamaré a estos honorarios interés.
No parecía haber otra solución, y además, el 5% parecían ser unos honorarios bastante reducidos.
–Vuelvan el viernes próximo y empezaremos.
Fabián no perdió tiempo. Fabricó monedas día y noche, y al final de la semana ya estaba preparado. La gente hizo cola ante su tienda, y después que las monedas fueran inspeccionadas y aprobadas por los gobernadores, se instauró el sistema. Algunos tomaron prestado sólo un poco y se fueron a probar el nuevo sistema.
Descubrieron que el dinero era maravilloso, y pronto valoraron todo en monedas de oro o dólares. El valor que ponían a todas las cosas se llamó «precio», y el precio dependía principalmente de la cantidad de trabajo requerido para producirlas. Si llevaban mucho tiempo, el precio era alto, pero si se las producía con un pequeño esfuerzo eran muy baratas.
En un pueblo vivía Alan, quien era el único relojero. Sus precios eran altos porque los clientes estaban deseosos de pagar para poder tener uno de sus relojes.
Entonces otro hombre empezó a fabricar relojes y a ofrecerlos a un precio más bajo para lograr su venta. Alan fue obligado a bajar sus precios, e inmediatamente los precios disminuyeron, de modo que ambos hombres procuraron ofrecer la mejor calidad al más bajo precio. Esto era libre competencia auténtica.
Ocurrió lo mismo con los constructores, los transportistas, los contables, los agricultores, en realidad, con todas las actividades. Los clientes se decidían siempre por lo que les parecía el mejor negocio: tenían libertad de elección. No había protecciones artificiales, tales como licencias o aranceles para impedir que otras personas entraran en la actividad. El nivel de vida aumentó, y antes de que pasara mucho tiempo la gente se preguntó cómo se las habían arreglado sin dinero.
Al cabo del año, Fabián salió de su tienda y visitó a todos aquellos que le debían dinero. Algunos tenían más de lo que le habían pedido prestado, pero esto significaba que otros tenían menos, puesto que al principio sólo se había emitido una cantidad determinada de monedas. Cada uno de los que tenían más de lo que habían recibido en préstamo, le devolvió 100, más los 5 extra, pero tuvieron que endeudarse de nuevo para continuar. Los otros se dieron cuenta por primera vez de que tenían una deuda. Antes de prestarles más dinero, Fabián les hizo firmar un contrato de hipoteca sobre algunos de sus bienes, y todos se pusieron a intentar conseguir una vez más aquellas 5 monedas que siempre parecían tan difíciles de encontrar.
Nadie comprendió esto como un todo: el país nunca saldría de la deuda hasta que todas las monedas fueran devueltas, pero incluso entonces estaban aquellas 5 extra de cada 100 que jamás habían sido prestadas. Nadie sino Fabián podía entender que era imposible pagar el interés: el dinero extra nunca se había emitido; por tanto, siempre debía faltarle a alguien.
Era cierto que Fabián gastaba algunas monedas, pero con toda probabilidad no podía gastar una cantidad quivalente al 5% de la economía total para sí mismo. Había miles de personas y Fabián era sólo una. Por lo demás, seguía siendo un orfebre que llevaba una vida cómoda.
En la parte trasera de su tienda, Fabián tenía una bóveda de seguridad y la gente consideró conveniente dejarle algunas de sus monedas como medida de protección. Cobraba un pequeño derecho según la cantidad de dinero y el tiempo que lo dejaban a su cargo. Extendía a los propietarios recibos por los depósitos.
Cuando una persona iba de compras, no llevaba normalmente muchas monedas de oro. Le daba al tendero uno de los recibos por el valor de los bienes que necesitaba adquirir. Los tenderos reconocían el recibo como genuino y lo aceptaban con la idea de presentárselo a Fabián y reunir la cantidad correspondiente en monedas. Los recibos pasaban de mano en mano en lugar del oro mismo que se transfería. La gente tenía una gran fe en estos recibos: los aceptaban como si fuesen las propias monedas.
Poco después, Fabián notó que era bastante raro que la gente reclamara sus monedas de oro.
Pensó: «Héme aquí en posesión de todo este oro y todavía soy un artesano que trabaja duro. No tiene sentido. Hay docenas de personas que estarían encantadas de pagarme intereses por el uso del oro que se encuentra depositado aquí y que raramente alguien reclama. Es verdad, el oro no es mío, pero está en mi poder, que es lo importante. No necesito fabricar monedas en absoluto, puedo utilizar algunas de las que están guardadas en la bóveda».
Al principio fue muy prudente, sólo prestaba unas pocas monedas por vez, y sólo con la seguridad absoluta de que se las devolverían. Pero gradualmente se fue haciendo más audaz, y prestaba cantidades cada vez más grandes.
Un día, le solicitaron un gran préstamo. Fabián sugirió:
–En lugar de transportar todas estas monedas, podemos hacer un depósito a su nombre, y entonces le daré a usted varios recibos por el valor de éstas.
El tomador del préstamo se mostró de acuerdo, y se fue con un montón de recibos. Había obtenido un préstamo, pero el oro continuaba en la bóveda de seguridad. Después que el cliente se marchara, Fabián sonrió. Podía tener la tarta y comérsela también. Podía «prestar» oro y mantenerlo aún en su poder.
Amigos, extraños e incluso enemigos necesitaban fondos para desarrollar sus negocios, y en la medida en que pudieran ofrecer garantías, podían tomar prestado tanto como necesitaban. Simplemente emitiendo recibos, Fabián era capaz de «prestar» dinero por varias veces el valor del oro depositado en su bóveda, y sin ser incluso su dueño. Todo era seguro mientras los dueños reales no reclamaran su dinero y la confianza de la gente se mantuviera.
Llevaba un libro en el que estaban apuntados los débitos y créditos de cada persona. En realidad, el negocio de los préstamos demostraba ser muy lucrativo.
Su estatus social en la comunidad aumentaba casi tan rápidamente como su riqueza. Se había convertido en un hombre importante, inspiraba respeto. En asuntos de finanzas, su palabra era como un anuncio sagrado.
Los orfebres de los otros pueblos se interesaron por sus actividades y un día lo llamaron para visitarlo. Les contó lo que hacía, pero tuvo el cuidado de subrayarles la necesidad de que mantuviesen el secreto. Si el plan fuese hecho público, el esquema fracasaría, de modo que se pusieron de acuerdo en su propia alianza secreta.
Cada uno de ellos volvió a su pueblo y empezó a operar como Fabián les había enseñado.
Ahora la gente aceptaba los recibos como si se tratase del oro mismo, y muchos recibos fueron depositados para mantenerlos seguros, al igual que las monedas. Cuando un comerciante deseaba pagarle a otro por determinados bienes, simplemente redactaba una breve nota ordenando a Fabián que transfiriera el dinero de su cuenta a la del segundo comerciante. A Fabián le llevaba unos pocos minutos ajustar los números.
El nuevo sistema se hizo muy popular, y las notas fueron llamadas «cheques».
Una noche, los orfebres mantuvieron otra reunión secreta y Fabián reveló un nuevo plan. Convocaron para el día siguiente un encuentro con todos los gobernadores, y Fabián empezó diciendo:
–Los recibos que hemos emitido han llegado a ser muy populares. Sin duda, la mayoría de ustedes, gobernadores, los usan y los consideran muy útiles.
Ellos asintieron con la cabeza y se preguntaron cuál era el problema.
–Bien –continuó–, algunos recibos están siendo copiados por falsificadores. Se debe detener esta actividad.
Los gobernadores se alarmaron. –¿Qué podemos hacer? –preguntaron.
Fabián replicó:
–Mi propuesta es, en primer lugar, que el Gobierno se encargue de imprimir nuevos billetes en un papel especial con diseños muy complicados, y después que cada billete sea firmado por el gobernador principal. Nosotros, los orfebres, estaremos muy contentos de pagar los costos de impresión, ya que así nos ahorraremos todo ese tiempo que nos lleva redactar los recibos.
Los gobernadores razonaron:
–Muy bien, nuestra tarea es proteger a la gente contra los falsificadores, y la propuesta ciertamente parece ser buena.
Así que estuvieron de acuerdo en imprimir los billetes.
–En segundo lugar –dijo Fabián–, algunos individuos han hecho excavaciones y están fabricando sus propias monedas de oro. Propongo que dicten una ley para que cualquier persona que encuentre pepitas de oro tenga que entregarlas. Por supuesto, a todas se les restituirá con billetes y monedas.
La idea parecía buena y, sin pensarlo demasiado, hicieron imprimir una gran cantidad de relucientes nuevos billetes. Cada billete llevaba impreso un valor: $1, $2, $5, $10, etc. Los pequeños costos de impresión fueron pagados por los orfebres.
Los billetes eran mucho más fáciles de llevar y la gente los aceptó rápidamente. Sin embargo, a pesar de su popularidad, los nuevos billetes y monedas fueron utilizados sólo para el 10% de las transacciones. Los registros indicaban que el sistema de cheques daba cuenta del 90% de los negocios.
Entonces empezó la segunda parte del plan. Hasta ahora, la gente le pagaba a Fabián por guardar su dinero. Para atraer más dinero a la bóveda, Fabián ofreció pagarles a los depositantes el 3% de interés sobre su dinero.
La mayoría de la gente creía que él volvía a prestar ese dinero al 5% y que su ganancia era el 2% de diferencia. Tampoco le hicieron ninguna pregunta, puesto que obtener el 3% era mucho mejor que pagar por tener el dinero guardado.
El volumen de ahorros creció, y con el dinero adicional de la bóveda Fabián estuvo en condiciones de prestar $200, $300, $400 y hasta $900 por cada $100 en billetes y monedas que guardaba en depósito. Debía tener cuidado de no sobrepasar esta ratio de 9 a 1, porque una de cada diez personas solicitaba los billetes y las monedas para su uso.
Si no había suficiente dinero disponible cuando lo pedían, la gente entraría en sospechas, especialmente si las libretas de depósitos indicaban cuánto habían ingresado. No obstante, por los $900 en asientos contables que Fabián prestaba por medio de cheques rellenados por él mismo, podía pedir hasta el $45% de interés, es decir, el 5% de 900. Cuando el préstamo más el interés eran pagados, esto es, $945, los $900 se cancelaban en la columna de débitos y Fabián se quedaba con los $45 de interés. En consecuencia, estaba contento de pagar los $3 de interés por los $100 originalmente depositados y que nunca habían salido de la bóveda. Esto significaba que por cada $100 que guardaba en depósito, era posible obtener una ganancia del 42%, mientras que la mayoría de la gente creía que era sólo del 2%. Los otros orfebres hacían lo mismo. Creaban dinero de la nada, con sólo firmar un cheque, y luego, para colmo, cargaban ese dinero con intereses.
Es cierto, no acuñaban moneda, el gobierno realmente imprimía los billetes y las monedas y los entregaba a los orfebres para que los distribuyeran. El único gasto de Fabián era el pequeño costo de impresión. Sin embargo, creaban dinero de crédito de la nada y además cobraban intereses. La mayoría de la gente creía que el suministro de dinero era una operación del gobierno. También creían que Fabián les prestaba el dinero que algún otro había depositado, pero era muy extraño que ningún depósito disminuyera cuando se concedía un préstamo. Si todos hubieran intentado retirar sus depósitos a la vez, el fraude se habría descubierto.
Cuando alguien pedía un préstamo en billetes o en monedas, no había ningún problema. Sencillamente, Fabián le explicaba al gobierno que el aumento de la población y de la producción requería más billetes, y obtenía éstos mediante un pequeño pago por la impresión.
Un día, un hombre precavido fue a ver a Fabián.
–Estos intereses son un error –le dijo–. Por cada $100 que usted presta, exige que le devuelvan $105. Los $5 extra nunca pueden ser pagados, porque no existen. Los granjeros producen alimentos, los industriales bienes, y así de seguido, pero sólo usted produce dinero. Suponga que únicamente existimos dos hombres de negocios en todo el país y que damos empleo a todos los demás. Tomamos un préstamo de $100 cada uno, pagamos $90 en salarios y gastos, y obtenemos un beneficio de $10 (nuestro salario). Esto significa que la capacidad de compra total es de $90 + $10, multiplicado por dos, o sea, $200. Sin embargo, para pagarle a usted debemos vender el total de lo que producimos a $210. Si uno de nosotros tuviera éxito y vendiera toda su producción por $105, el otro sólo podría esperar obtener $95. Además, una parte de sus bienes no se pueden vender, puesto que no hay dinero sobrante para comprarlos. Este hombre todavía le deberá a usted $10 y sólo podrá devolvérselos endeudándose otra vez. El sistema es imposible.
El hombre continuó:
–Seguramente usted debería emitir 105, es decir, 100 para mí y 5 para usted para gastar. De esta forma habría 105 en circulación, y la deuda podría ser devuelta.
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