Pimienta negra, 9 de noviembre de 2002
Quiero decir algunas palabras, para empezar, sobre el Grupo Krisis y la Revista Krisis. No quiero extenderme sobre esto, sino tan sólo ofrecer una definición de lo que ambos son.
En primero lugar, Krisis es una revista teórica de crítica social, que aparece en lengua alemana desde 1986 y que surgió en el contexto de la izquierda del movimiento de 1968. Un grupo de personas que pasaron por diversos grupos comunistas y marxistas llegaron a un punto en el que comprendieron que la crítica desarrollada por el marxismo, la crítica de la sociedad capitalista, había llegado a sus límites y que había que ir más allá de ella, es decir, también criticar al marxismo. No desde un punto de vista como está de moda hoy, o sea, decir que el marxismo estaba completamente equivocado y que la sociedad capitalista es la mejor sociedad que se puede tener, sino desde el punto de vista de que el marxismo mismo no era lo suficientemente radical en su crítica.
Y con esta perspectiva, que el grupo adquirió a mitad de los años 80, se empezó a releer las obras de Marx y de teóricos del así llamado marxismo occidental, como Luckács, la Escuela de Frankfurt y otros. Partiendo de ahí, empezamos a desarrollar una crítica basada sobre todo en la crítica de la mercancía y del valor o, mejor dicho, en la crítica del fetichismo de la mercancía y del valor, que consideramos como parte esencial de la obra de Marx. A partir de ahí se desarrollaron toda una serie de críticas radicales de la sociedad moderna, incluyendo la crítica de la política, la crítica de la democracia, de la dominación patriarcal y, lo que fue esencial, hasta una crítica del trabajo.
Empezamos a realizar esta crítica del trabajo ya al final de los años 80, en un contexto social muy diferente al que vivimos hoy. En aquel tiempo, al menos en ciertos segmentos de la sociedad, existían ciertas formas de crítica al trabajo, críticas quizás no muy coherentes y bastante inconsecuentes, pero que eran puntos de referencia. Sin embargo, durante los últimos años, en el discurso oficial se empezó a reafirmar cada vez más el «valor del trabajo» su valor ético, moral y político, justamente en una situación en la que cada vez más personas están desempleadas o sin un trabajo en condiciones más o menos aceptables. Y fue en ese contexto que decidimos publicar el Manifiesto contra el Trabajo como una provocación. Fue una provocación que causó repercusiones bastante fuertes no sólo en Alemania, sino también en otros países donde se publicó, por ejemplo, en Brasil. Después las compañeras y los compañeros de Fortaleza y San Pablo van a hablar un poco sobre el eco que tuvo el Manifiesto, así como otros textos en su país.
Voy a tratar de hacer una pequeña introducción a lo que es la crítica del trabajo que elaboramos, sin extenderme demasiado, porque quiero dar tiempo a la discusión. Para comenzar mi pequeño resumen, voy a referirme al titular de un periódico de Alemania, el Bild-Zeitung, que tiene una difusión de 5 millones de ejemplares, un periódico del tipo prensa amarilla muy populista. El canciller Gerhard Schröder dijo el 6 de abril de este año en una entrevista con ese periódico: «No hay un derecho a la pereza», refiriéndose implícitamente al libro de Paul Lafargue El Derecho a la Pereza. Claro que el lector común de ese periódico no conoce a Paul Lafargue, nunca escuchó ese nombre. Sin embargo, entiende en cierto modo la insinuación. ¿Cuál fue el mensaje de Schröder? Que la causa del desempleo masivo no es la dinámica de la economía capitalista, sino que la culpable es la gente que no quiere trabajar y prefiere «aprovecharse» del Estado social, de la «comunidad», y todo ese sermón. Lo que nos sorprendió a nosotros mismos un poco fue que la polémica tuvo una repercusión muy positiva en casi todos sectores de la sociedad. «Sí, sí, es verdad, hay mucha gente que se aprovecha, que no quiere trabajar, no puede ser , etc.» Y claro, como consecuencia de esto, las restricciones contra los desocupados aumentan. Cortan el subsidio, aumentan la presión para que se acepte cualquier tipo de trabajo, en pésimas condiciones y mal pagado, diciendo: «Si tú no aceptas esto, no recibes más dinero», y cosas por el estilo. Pero ¿por qué gran parte de la población se identifica con esta polémica? ¿Por qué cree que los desempleados son culpables de una situación que obviamente es el resultado de la enorme productividad que desarrolló el capitalismo, el cual ya no es capaz de organizar el trabajo a un nivel generalizado?
Realmente es paradójico. La productividad aumenta cada vez más, hay cada vez más potenciales para producir riquezas sociales, pero bajo condiciones capitalistas esos potenciales no se pueden movilizar para que todo el mundo participe de la riqueza riqueza material y riqueza de tiempo disponible. Al contrario. Se produce una escisión a nivel global. Una minoría trabaja en el sector minoritario de productividad técnica altísima, mientras que la mayoría de la población mundial, desde un punto de vista capitalista, es superflua; lo que significa que es expulsada del sector de trabajo más o menos regulado y que tiene que ganarse la vida bajo condiciones pésimas, muy mal pagadas, extremadamente precarias. En ambos sectores la presión para desperdiciar cada vez más tiempo de vida trabajando aumenta y también la competencia se agudiza de forma exorbitante, siendo al mismo tiempo la repartición de las riquezas materiales extremadamente desigual. En los centros capitalistas, sobre todo en Europa, este proceso de escisión es todavía frenado o, mejor dicho, retardado, por la existencia de lo que resta del Estado social. Pero éste es reducido continuamente, lo cual lleva a una continua expansión del sector precario también aquí.
Entonces, siendo bastante obvio que la causa del desempleo masivo y de la precarización es la dinámica estructural capitalista, ¿por qué esa polémica que culpa a los desempleados, a la gente que supuestamente no quiere trabajar, tiene esta repercusión? La razón básica de esto es que el trabajo es y sigue siendo el fundamento de la sociedad moderna capitalista. Sigue siendo el fundamento no sólo materialmente voy a explicar eso un poco después, sino que también es el fundamento psicosocial, implantado en las cabezas, en la conciencia misma de las personas, que están o mejor dicho, estamos constituidas de modo capitalista. Todo el mundo hoy día se socializó en esta sociedad tal como existe y está impregnado por ella. El capitalismo no es una cosa externa, sino que está dentro de las personas mismas. Y el trabajo es uno de los momentos fundamentales de la constitución psicosocial.
Entonces, ¿qué pasa? Uno de los principales fundamentos de la sociedad, el trabajo, se está quebrando. Todo el mundo se da cuenta de eso, se da cuenta de que hay un desempleo cada vez más grande y de que las condiciones de trabajo empeoran. Se comenta esto en los periódicos, en los estudios sociológicos y por supuesto también es una experiencia cotidiana. Desde hace unos 25 ó 30 años este saber está presente en la conciencia social. Pero al mismo tiempo la identificación con el trabajo como el centro de la propia vida es casi completa. En consecuencia, se produce una situación contradictoria. Justamente porque el fundamento social se quiebra hay una tendencia muy fuerte a querer restablecerlo, a reafirmar el trabajo de un modo fundamentalista. Se establece pues un fundamentalismo del trabajo bastante generalizado. Esta es una razón psicológica muy importante de por qué una polémica como la del canciller alemán Tony Blair y otros, especialmente los socialdemócratas, hacen lo mismo tiene una repercusión tan grande.
¿Qué significa decir que el trabajo es la base, el fundamento material de la sociedad capitalista? Tradicionalmente se hacía la afirmación de que el trabajo es el fundamento de toda sociedad. Esa era sobre todo la respuesta marxista: el trabajo es el fundamento de toda sociedad, desde el principio de la cultura hasta el comunismo. Yo niego esto. Claro que cualquier sociedad siempre ha tenido la necesidad de producir bienes de alguna forma. Siempre hubo necesidad de producir alimentos, construir casas, vestimenta y otras cosas por el estilo. Cualquier sociedad tiene que producir de algún modo. Pero esa producción de medios de existencia, de medios de vida en un sentido amplio, nunca constituyó en las sociedades no-capitalistas el centro de la sociedad, no fomentaba a la sociedad misma, no la constituía. No era el trabajo, no era la producción, sino que eran otros factores, otros momentos, como por ejemplo las relaciones de consanguinidad, de parentesco, las relaciones religiosas, los que constituían el contexto social y, dentro de ese contexto social, de una forma u otra, se producían bienes para sustentar a la sociedad. Mientras que en la sociedad capitalista es al revés. Aquí el trabajo tiene la función de constituir la sociedad, es lo que forma a la sociedad misma. Y dentro de este contexto social formado y constituido por el trabajo, claro, existen otras relaciones y esferas que no son directamente definidas por la lógica del trabajo y la economía: la esfera privada, las relaciones de género, la esfera política, la esfera cultural, etc. Esta forma de constitución social es una especificidad de la sociedad capitalista. Me parece muy importante subrayar esto, pero es necesario acercarnos un poco más, para entenderlo mejor. Si yo digo que en la sociedad capitalista el trabajo constituye la sociedad, esta función no la puede realizar siendo nada más que una actividad para producir bienes concretos de uso, sino porque el trabajo es una actividad de producción abstracta. Esto no significa que no se produzcan bienes concretos, pero el fin de la producción no es el uso concreto, sino que es un fin abstracto. Se producen bienes para ser representantes de valor. Y el valor no es otra cosa que trabajo pasado, trabajo muerto.
Estos bienes que se producen como representantes de trabajo muerto son mercancías. Pero estas mercancías no se producen para un intercambio simple, en el sentido en que yo produzco un pan, tú produces una docena de huevos, yo te doy pan, tú me das huevos, y se acaba el asunto. No. No se producen mercancías para el intercambio directo, sino que esas mercancías son producidas en relación a un fin antepuesto. Y ese fin antepuesto es la producción de valor para la valorización del capital. Es lo que se puede llamar y Marx lo llamó así «un fin en sí mismo». ¿Por qué es un fin en sí mismo? Porque la razón por la que se produce es la de aumentar una cierta cantidad de valor que es representado en dinero. Dicho de un modo simple: valorización del capital, al fin y al cabo, no es otra cosa que invertir una cierta suma de dinero para producir mercancías, venderlas y obtener al final de este proceso una suma de dinero más grande. Al principio del proceso y al fin del proceso encontramos la misma cosa abstracta: valor representado por dinero. El dinero es una cosa totalmente abstracta; abstracta porque abstrae del contenido concreto de lo que se produce y de lo que se compra o vende por medio de él. No interesa si se produce pan, si se producen casas u hospitales, o si se producen armas o automóviles para un sistema de transporte totalmente destructivo e irracional. No interesan de ninguna forma ni los usos concretos de los productos, ni las consecuencias del proceso de producción de esos productos, ni tampoco las consecuencias del consumo de estos productos que serían, por ejemplo, las consecuencias ecológicas del sistema automovilístico. Por supuesto, siempre se producen cosas concretas, pero esas cosas concretas están siempre relacionadas, están subordinadas al fin abstracto de producción.
Decir que el trabajo constituye la sociedad siempre presupone este proceso autorreferencial que encuentra su fin en sí mismo. El trabajo constituye la sociedad tal como la sociedad es constituida por la producción de mercancías y por la valorización del capital. Son tres aspectos del mismo sistema. Solamente de esta forma el trabajo constituye la sociedad, y solamente una sociedad así puede ser llamada sociedad de la mercancía. Muchas sociedades no-capitalistas han producido mercancías también en otro contexto siempre para el intercambio directo. Pero solamente la sociedad capitalista es la sociedad total de la mercancía, una sociedad donde todas las relaciones son subordinadas a la lógica de la mercancía.
Describir la sociedad moderna de este modo significa, también, cambiar la perspectiva en cuanto a la relación entre capital y trabajo, o entre el capital y la clase trabajadora. Porque no sólo el capital representa ese fin en sí mismo, que se define por el proceso «dinero-producción de mercancías-más dinero»; también el trabajo lo representa. Claro, la persona misma que vende su fuerza de trabajo no lo hace por trabajar, sino para poder sobrevivir; vende su fuerza de trabajo como mercancía para poderse comprar las mercancías que necesita para vivir. Desde este punto de vista inmediato, el trabajo no viene a ser un fin en sí mismo, sino un fin para algo diferente: la compra de medios de subsistencia. Sin embargo, esto es sólo un momento particular y un punto de vista particular dentro del proceso autorreferencial presupuesto de la valorización. Materialmente, cualquier fuerza de trabajo constituye parte integral de la gran maquinaria autorreferencial de producción por la producción misma, que no para de producir, aunque destruya las bases sociales y naturales de la sociedad. No para de producir porque no puede parar de producir sin romper con su propia lógica, una lógica que requiere una dinámica constante de producción, porque consiste meramente en aumentar esa abstracta categoría, ese fetiche denominado «valor». El trabajo no sólo participa en este proceso, sino que constituye su esencia. El valor es trabajo muerto.
Y esto se nota muy bien cuando las personas se ven obligadas de una forma u otra a defender sus puestos de trabajo. En esta defensa no preguntan: «¿Tiene sentido lo que estamos produciendo? ¿No será incluso peligroso para mi propia vida?» Aunque sea una planta atómica, no importa, los puestos de trabajo se defienden con todos los medios posibles. En esta defensa, no se pregunta por el fin concreto de lo que se produce ni por las consecuencias posibles o reales; lo único que interesa es poder seguir vendiendo su mercancía: la fuerza de trabajo. Pero ser materialmente parte integral de esta maquinaria gigante de valorización requiere, también, identificarse con ella mentalmente e ideológicamente. No es así que los individuos modernos tengan una relación distanciada con trabajo. No lo definen meramente como una función cualquiera necesaria para ganar dinero, en el sentido de «trabajo, gano dinero y se acabó», sino que consideran honroso trabajar y ganarse la vida trabajando, en vez de ser «perezosos». Pero esto no es todo. Además, el mecanismo del trabajar, es decir, del funcionar dentro de la maquinaria de la valorización, está implantado en la misma psiquis de los individuos socializados en forma capitalista. Por eso sienten la necesidad de estar constantemente en movimiento de alguna forma, aunque no estén trabajando en el sentido estricto de la palabra. No pueden parar de moverse, sienten siempre necesidad de hacer algo, no son capaces de ocio. Quizás en Alemania este fenómeno esta más presente que aquí, en Portugal, pero creo que la tendencia es la misma. Es la tendencia a continuar en el ritmo del trabajo incluso fuera del trabajo, de pasar el tiempo libre practicando actividades que tienen carácter de trabajo como sería por ejemplo todo ese culto del deporte, del body building, pero también la «diversión» sin pausas dentro de la industria cultural. En este sentido, se puede decir que también psíquicamente el trabajo se establece como fin en sí mismo en los individuos modernos.
Ahora bien, visto de este modo hay que reevaluar la relación entre trabajo y capital y analizarla de una forma muy diferente a lo que hacía el marxismo tradicional. En la perspectiva del marxismo tradicional, como todo mundo sabe aquí, la lucha de clases era el punto esencial. Sólo la clase trabajadora era supuestamente capaz de superar al capitalismo. Esta creencia se justificaba con el argumento de que la clase trabajadora tendría intereses antagónicos al capital. Entonces era lógico concentrarse en la clase trabajadora como el sujeto de la revolución. Pero si cambiamos la perspectiva, como traté de esbozarlo ahora, este punto de vista es inválido. Claro que los intereses de capital y trabajo son contrarios en cierto modo: las luchas por sueldos más altos, por mejores condiciones de trabajo, por derechos de representación, etc. no concuerdan inmediatamente con el interés del capital en aumentar su ganancia. Pero estos intereses contrarios están radicados dentro de un sistema social común. Dentro de este sistema social común existen dos polos, capital y trabajo (existen otros intereses también, pero estoy hablando desde el punto de vista del marxismo tradicional). Y estos polos luchan entre sí, por supuesto, pero esta lucha no sobrepasa ni supera por sí misma la constelación social que constituye el margen o la base común.
En perspectiva histórica, se puede decir que por un cierto período pareció que la lucha de clases iba más allá del capitalismo. ¿Por qué? Yo diría que la razón principal que produjo esta apariencia fue que en ese período, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, el capitalismo todavía no estaba desarrollado totalmente según su propia lógica. ¿Qué significa esto? Bueno, según la lógica inmanente del capitalismo, si lo vemos como una sociedad de mercancía total, cada productor y vendedor de mercancías debe ser portador de derechos. Y el trabajador, desde el punto de vista formal, no es otra cosa que un vendedor de una mercancía, de la única mercancía que posee: su fuerza de trabajo. Pero en el período del que estamos hablando no poseía los derechos correspondientes a un vendedor de mercancías. Las clases proletarias, las clases trabajadoras en el siglo XIX y el inicio del siglo XX no tenían derechos de representación política, de coalición en sindicatos, no eran portadoras de derechos de ciudadano; no poseían estos derechos básicos que, por la lógica misma del capitalismo, corresponden a cualquier vendedor y productor de mercancías. Entonces, ¿cuál fue el objetivo inconsciente de la lucha de clases? Fue la realización de estos derechos. Claro que las clases burguesas no renunciaron voluntariamente a sus privilegios, sino que los defendieron por todos los medios posibles. Pero esto no era la defensa contra una superación del capitalismo aunque las dos partes contendientes imaginaran eso, sino contra la superación de una cierta fase del desarrollo capitalista. Por tanto, el resultado de las luchas de clases fue la realización de una sociedad donde todo el mundo es portador de los mismos derechos, donde la existencia de sindicatos, de legislación social, de derechos de trabajo corresponde a la normalidad. Esto, por supuesto, no significa el fin de la explotación humana, de la represión y de las desigualdades sociales (que al contrario son cada vez más grandes), etc., pero todo esto se realiza dentro de la forma establecida y generalizada del Estado democrático y de derecho, siendo éste la forma política correspondiente a la sociedad de la mercancía.
En ese mismo proceso histórico de la realización y generalización de la sociedad capitalista como sociedad total de la mercancía, se reveló de forma cada vez más clara la identidad sistémica de capital y trabajo. Veamos por ejemplo las expresiones ideológicas de los representantes del movimiento obrero, que eran más o menos así: «¡Estos capitalistas no trabajan! ¡Nosotros trabajamos, ellos no trabajan, son parásitos, no hacen nada! ¡Nosotros somos el fundamento de la sociedad porque trabajamos!» Esta es exactamente la misma polémica que las clases burguesas mantuvieron contra las clases feudales en el siglo XVIII: «¡Nosotros somos los que trabajamos! Estos condes, duques y otros nobles no trabajan nada. Nosotros somos los que representamos a la sociedad». El movimiento obrero no hizo otra cosa que retomar esta polémica y dirigirla contra la burguesía. Con esto, sin duda, aumentó su autoconfianza y ganó aceptación pública. ¿Pero cómo? Identificándose ofensivamente con su supuesto enemigo: la clase burguesa. A ésta, por otro lado, no le fue nada difícil demostrar que ella por supuesto también trabajaba y no era de ninguna forma «perezosa». Henry Ford, por ejemplo, se llamó a sí mismo «el primer trabajador de mi compañía» tal como el rey prusiano Federico II dijo: «Yo soy el primer empleado de mi Estado». Y no mintió para nada. Porque obviamente los funcionarios del capital, los managers y empresarios trabajan. Y muchas veces trabajan de una forma extremadamente fuerte: 11, 12, 15 horas al día no son nada excepcionales. Claro, trabajan al nivel más alto de la jerarquía social, ganan un montón de dinero, pero lo ganan haciéndose esclavos del proceso de la valorización del capital, tal como el trabajador en la fábrica o la vendedora en un supermercado. También ellos tienen que obedecer a aquel fin en sí mismo abstracto que no concede perdón a nadie. Los capitalistas no dominan ese proceso automático, sino que son dominados por él, son funcionarios de su dinámica constante.
Poco a poco esta realidad social se fue aceptando de forma afirmativa, declarándola como una especie de segunda naturaleza. Esto llegó hasta el punto en que hoy día se está reclamando cada vez más que los trabajadores se vean a sí mismos como empresarios, como «empresarios de su fuerza de trabajo». Ideológicamente esto es bastante consecuente, pues si el empresario es trabajador, también el trabajador es empresario. Pero esta inversión de la identidad de los dos polos no se establece casualmente en el momento actual. Tiene la función de legitimar la deregulación del mercado de trabajo, en una situación de crisis del trabajo en la que hay cada vez menos segmentos de trabajo fijo y cada vez más segmentos de trabajo variable, precario, mal pagado. Ideológicamente se vende esta situación con una apología al empresario, diciendo: «Ya no somos trabajadores, somos todos empresarios». Se habla de las relativas ventajas de un puesto de trabajo fijo como comodidades anticuadas y como una especie de barrera para realizar su «individualidad»; y se describe la vida del «nuevo empresario» como la de un «individuo creativo» que no se deja restringir por las reglas formalizadas, por la burocracia y cosas por el estilo, sino que es feliz por estar constantemente en movimiento y por no tener un puesto de trabajo definido.
Lo aterrador es que esta ideología es adaptada en gran estilo. Yo por ejemplo conozco a muchas personas de mi propia generación que hace diez u ocho años todavía no se identificaban para nada con el trabajo. Trabajaban sólo lo necesario, para mantenerse, o trataban de vivir del seguro social. Pero hoy son pequeños empresarios, trabajan con computadoras o en la publicidad, no ganan mucho, pero se identifican con lo que están haciendo, trabajan 15 horas al día y están orgullosas de ello. Muchas veces también son sólo pequeños empleados en condiciones precarias, sin contratos de trabajo a largo plazo, estando obligados a tener varios empleos precarios a la vez, pero se definen realmente como empresarios de su propia existencia y se sienten orgullosos de su «flexibilidad».
Entonces estamos enfrentados a una situación paradójica, contradictoria: la crisis del trabajo, la crisis de la sociedad del trabajo, de la sociedad de producción de mercancías viene acompañada por una identificación extremadamente grande con el trabajo como ya demuestran las reacciones al ataque contra los «perezosos» por parte de Schröder. Es decir, la base material de la sociedad del trabajo se está quebrando y al mismo tiempo se produce un fundamentalismo del trabajo, que quiere lograr lo imposible: restablecer esta base. Confieso que hace unos diez o doce años yo tenía un poco la esperanza de que, con el derrumbe de la base objetiva del trabajar, también la ideología del trabajo iba a ser quebrada. Claro, hay que tener en cuenta también que en ese tiempo el clima social era otro. Hoy día la situación se presenta muy distinta. Sin embargo, no quiero decir que la identificación con el trabajo sea total y hermética. Existen siempre muchas contradicciones, no sólo económicas y sociales sino también ideológicas. Por ejemplo, aquella contradicción, muy conocida, de que el trabajo está siendo eliminado por el permanente aumento de la productividad y, a pesar de esto, se denuncia a los desempleados como los culpables de este proceso. Es muy obvio que esta es una argumentación irracional y sin embargo funciona.
Una cosa hay que dejar muy en claro: no existe ningún automatismo emancipatorio producido por la crisis a nivel objetivo. No. Las reacciones con las cuales las contradicciones del sistema son «resueltas» pueden ser totalmente contrarias a un impulso de liberación del sistema.
En este contexto, hay que ver el tremendo aumento del racismo, que casi siempre está relacionado con la ideología del trabajo; lo que demuestran expresiones como por ejemplo: «Esta gente que viene aquí, estos negros, no quieren trabajar, se aprovechan de nuestro sistema social», y cosas por el estilo. O por otro lado se acusa a los inmigrantes de «apropiarse» de los puestos de trabajo. Claro que estas dos formas de denuncia racista se contradicen: si uno no quiere trabajar no puede ser al mismo tiempo un rival en la lucha por los puestos de trabajo. Las dos cosas no pueden ser a la vez. Pero en la ideología racista como en cualquier otra ideología esto no constituye ningún problema, porque no se trata de argumentar de forma racional y coherente. El racismo, tal como otras ideologías que produjo el capitalismo en su larga historia sobre todo el antisemitismo, cobran auge en la crisis porque permiten definir a supuestos culpables y de esta forma reafirmar la sociedad tal como es.
Estamos pues en una situación bastante difícil para pensar en la formación de un movimiento social emancipatorio. No existe un interés social específico del que se pueda decir que sea el antagonista del capital y con esto del sistema capitalista. No existe una clase social (y tampoco nunca existió y nunca va a existir) que se pueda definir como potencial sujeto revolucionario. Y esto significa que las estrategias revolucionarias del marxismo tradicional y dicho de un modo más amplio: de la izquierda tradicional hay que tirarlas a la basura; estrategias que consistían esencialmente en el intento de despertar al supuesto sujeto revolucionario por medio de agitación y propaganda y de organizarlo en la forma de partido.
Pero entonces, ¿qué hacer? No existe una respuesta simple a esto. Lo que se puede decir es que, por un lado, es absolutamente necesario llevar a cabo y fomentar las luchas contra la creciente presión y represión económica, social y policial que aumenta cuanto más avanza el proceso de la crisis. Pero estas luchas sólo pueden ser poderosas si ponen en duda la lógica vigente de la valorización y de la mercancía, si no la aceptan como forma social insuperable. De otro modo, siempre pueden ser chantajeadas fácilmente, teniendo que aceptar, por ejemplo, que los subsidios sociales «tienen» que ser reducidos porque la competencia global no permite otra alternativa o que las viviendas no «pueden» ser ocupadas porque esto viola el derecho de la propiedad privada, etc.
Contra este chantaje ideológico y práctico, que es una de las causas principales por la que los movimientos sociales en todo el mundo han decaído en los años ochenta y noventa, es imprescindible llevar adelante y ampliar un discurso de crítica radical de la sociedad de la mercancía y del trabajo y de todas sus instituciones, como son principalmente el Estado, el mercado y la dominación patriarcal. Un discurso así puede ser capaz de crear puntos de orientación y de referencia para las múltiples luchas particulares y para que a partir de ellas se pueda desarrollar un movimiento anticapitalista a la altura del siglo XXI.
La versión castellana de este texto fue revisada por el autor, antes de su publicación en http://planeta.clix.pt/obeco, página en portugués de la revista Krisis. Al tomarla de la citada web, la hemos revisado a nuestra vez, para darle una expresión idiomática más adecuada a los usos y hábitos del lector en español [Pimienta negra].