Cine y agresión imperial
Una civilización degenerada. Un país en decadencia
23/10/ 2001
Tanto las dos frases que utilizamos para titular este artículo como el epígrafe que sigue a continuación, son del escritor canadiense John R. Saul, y figuran -pág. 154, entrada: "Estados Unidos"- en su Diccionario del que duda. Un diccionario de agresivo sentido común ("The Doubter’s Companion. A Dictionary of Aggresive Common Sense"), publicado en español por Ediciones Granica (2000).
"Estos son temas amplios y difíciles de cuantificar cuando la historia del imperio está aún en marcha. En todo caso, ¿qué significan ‘degenerado’ y ‘decadente’? Roma era degenerada en el 100 de nuestra era y sufría una grave decadencia. Las fronteras estaban saturadas de bárbaros. El imperio caía en la revuelta. Luego Adriano ascendió al trono. Entre el 117 y el 138 motivó a todos los que eran sensibles a la motivación. El imperio se recobró. En consecuencia, la caída del Imperio Romano duró tres siglos y medio."
Pasadas unas semanas del catastrófico 11 de septiembre en Washington y Nueva York, tuvimos la ocurrencia completamente azarosa de ponernos a ver junto a una amiga, en vídeo, una vieja película norteamericana de poco después de la Segunda Guerra Mundial.
Estaba dando vueltas por ahí desde hacía bastante tiempo, gracias a una parienta que la había conseguido adjunta a uno de esos periódicos inútiles distribuidores simultáneos de cosas varias para vender lo que por sí solo parece ser cada vez menos vendible.
Naturalmente, formaba parte de las "cien obras maestras del cine", coleccionables por tanto, y si algunas -como ella misma- no lo eran, al menos entraban en la categoría de las "inolvidables", de las que te transportan a tu época, a tu etapa formativa o crítica o sentimental, y te hacen llorar.
A nuestra amiga y a nosotros no nos hizo llorar, pero sí reír un poco por la ostentosa ridiculez, a cincuenta años vista (el Tiempo mata o consagra), y a la larga (más bien antes de la mitad), estallar en indignación y apagar la tele.
¿Qué había pasado? Que Los mejores años de nuestra vida* -así se llama la película en cuestión, y a muchos les sonará porque indudablemente fue famosa alguna vez- no sólo es de las peores tropelías que cometió Hollywood en materia propagandística (en acción encubierta, diríamos hoy, con míster President), sino que además, piensa uno, si eso es lo mejor, cómo serán entonces los más abundantes peores años de los norteamericanos medios cuyas vidas la película pretendió reflejar.
TRES BRAVOS SOLDADOS
Son tres guerreros que vuelven de la guerra contra Japón. Uno sin manos y los otros dos bastante alcoholizados, se supone que por las cosas terroríficas que les tocó vivir. También es de suponer que quieren olvidar -uno de ellos no sabe, o aparenta no saber, que su país ha arrojado dos bombas atómicas sobre Japón- y que la película en general tiene seguramente la intención de denunciar la guerra y especialmente esa monstruosidad singular, cosa que desgraciadamente no podemos saber porque nunca se nos pasará por la cabeza repetir o al menos retomar Los mejores años de nuestra vida desde la mitad, cuando renunciamos a seguir mirando.
Se dirá que somos malos cinéfilos, falsos críticos sin títulos para criticar o, en el mejor de los casos, unos audaces que nos atrevemos a meternos con una obra que no hemos seguido en su totalidad. Vale. Pero aquí no se trata de hacer crítica cinematográfica ni mucho menos, sino de tomar un par de secuencias que, a la luz (o a la oscuridad) de este 11 de septiembre, se cargaron de pronto de significaciones que probablemente hubieran pasado inadvertidas en otro caso.
Uno: Recién vuelto a casa, el guerrero A (que por lo demás no se ve que traiga ningún presente para su esposa ni para su hija, en la mejor tradición machista del cine yanqui de aquellos tiempos, y que además las trata bastante mal), le ofrece a su hijo adolescente un par de curiosos regalos: una espada y una bandera japonesa tomadas como trofeo de guerra de un enemigo muerto (la bandera, por si no fuera suficiente, lleva inscriptas las firmas de los seres queridos del soldado nipón y está manchada con su sangre). El hijo no se entusiasma demasiado (sabe lo de Hiroshima y Nagasaki, hace un par de preguntas sobre el tema que el padre no sabe o no quiere contestar), pero acepta los espantosos presentes y se los lleva a su habitación, donde probablemente seguirán todavía, cincuenta años más tarde, colgados de la pared.
Dos: El guerrero B, bastante más joven que el anterior, cae en un sueño de pesadillas atroces con escenas de guerra en la casa de A, donde circunstancialmente ha ido a parar después de una noche de borrachera en común con éste, el día mismo del regreso. La hija de A, que le ha cedido su cuarto, lo despierta, lo conforta y, por supuesto, ya se ha enamorado de él. El guerrero B, como su propio padre, ha sido víctima de una cruel guerra, como todas.
Tres (irreprimible inciso): Embrujado por la chica, B, poco más tarde, al despedirse, le declara (taylorismo amoroso): "Deberían haberte hecho en serie"... ¿quizás como un automóvil Ford?
Cuatro: A todo esto, C, el soldado que se ha quedado sin manos por una explosión, sufre el rechazo de todo el mundo (menos el de su fiel prometida, heroína puramente norteamericana), lo cual sirve para mostrar que, aparte de huellas mentales, la guerra deja también estragos físicos, bien ilustrados en el caso de C por un par de prótesis de hierro (ganchos) a la vista de los espectadores, los reales y los ficticios, como para que no quede ninguna clase de duda de lo horrorosa que la guerra ha sido, es y será.
Cinco y último: el guerrero A, que antes de la aventura japonesa era empleado de banco y que, según parece, volverá a serlo al día siguiente de la vuelta, le dice a su mujer, como si nada -aunque vaya uno a saber, a lo mejor los guionistas pretendían subrayar de este modo su desbarajuste mental, efecto del trauma-, y tras recibir una llamada telefónica de su jefe en el banco, que ¡hala!, que se ha pasado todo un año liquidando japoneses, y que ahora, después de haber invertido su tiempo en tan patriótica labor, ya es hora de que lo invierta en una causa no menos patriótica (de pater familias, de padre padrone, de padre patria), o sea, ganar muchos dólares. "He estado un año matando japoneses, este año quiero ganar dinero", dice más o menos literalmente. O sea, después del objeto malo amarillo, el objeto bueno verde. En este punto, nos levantamos y silenciamos el televisor.
TRES BRAVAS PELÍCULAS
Los mejores años de nuestra vida, El cazador ("The Deer Hunter"), Pelotón ("Platoon")... ¿qué diferencia hay dentro de la larga retahíla de películas norteamericanas consagradas a sacar conclusiones morales de las aventuras militares en que, casi sin parar, se viene metiendo el Imperio como mínimo, y para ser generosos, desde hace medio siglo? La única que salta a la vista es la ingenua tontería de entonces, para un mundo ingenuo, respecto a la elaborada tontería de ahora, para un mundo bastante más tonto pero mucho más cínico también (la misma diferencia que va de los anuncios radiofónicos de los años 40 y 50 a los anuncios televisivos y callejeros de los años 80, 90 y los de ahora).
Por lo demás, nada ha cambiado: los Malos siempre son los otros, están infinitamente lejos y no se los ve (Los mejores años de nuestra vida); o los Malos son los otros, están desesperadamente cerca y se los ve y padece en su infinita maldad (El cazador); o los Malos son los otros, están bastante cerca pero nunca se los ve, y entonces se los padece indirectamente a través de los desarreglos que ocasionan en nuestro sistema nervioso (Pelotón). En todos los casos la guerra es lamentable, claro, sólo que nos damos cuenta de ello cuando los que sufren la guerra son las manos (o las piernas o los brazos) o las mentes "americanas".
NOTA
* "El fin de la contienda mundial trae, sin embargo, nuevos problemas para la sociedad y el cine norteamericano. Va a ser determinante el regreso de los soldados del frente y su reingreso social; muchos jóvenes vuelven mutilados, otros psíquicamente afectados y los que mantienen su integridad descubren que las medallas no le sirven para nada -Los mejores años de nuestra vida (1945), de William Wyler, será el mejor ejemplo-." Enciclonet, enciclopedia en Internet.